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El corazón, ¿de capa caída?

Desde hace más de 50 años, mi actividad divertiva -eso que hoy suele neologizarse como hobby- ha estado marcada por la pasión investigadora sobre la simbología y la iconografía del corazón y, deductivamente, so bre las interpretaciones semánticas del nombre con que se designa a la víscera. Bastante más de 50.000 fichas y un aproximado número de fotocopias de textos o grabados constituyen el archivo con el que vine volcando, a través de mi vida profesional, las horas y los afanes, y diluyendo las preocupaciones de toda índole, que fueron muchas. No oculto mi apenada sensación de que no tendré ya tiempo para publicar íntegro el fruto de mis pesquisas, dado lo -avanzado de mi edad y la carencia de conspicuos colaboradores o interesados. A ese trabajo, parte de mis felicidades terrenas, me movieron, en primer lugar, don Juan Negrín, por una banal respuesta que en mi segundo año de licenciatura dio a una infantil pregunta mía. En el laboratorio de fisiología estaba Hernández Guerra haciendo en mi mesa unas ligaduras de Stannius, cuando Negrín, que pasaba, al lado, se acercó por. detrás para ver lo que allí se hacía e hizo un comentario (que yo no puedo recordar) referible a las múltiples acepciones morales que al corazón se atribuían. Con la lógica inconsciencia de un estudiante del montón que intuye algo que le atrae, yo pregunté en voz alta, sin dirigirme a nadie en particular, por qué ocurría aquello, y Negrín respondió al marcharse medio en broma: "Averígüelo usted". Aquel mismo día me movilicé en busca de diccionarios en el Ateneo y tomé vocacionalmente la de cisión de elegir la cardiología como materia de especialización profesional. En segundo lugar, don Eduardo García del Real, catedrático, en mis tiempos, de historia de la medicina, que me impulsó a un estudio sobre la evolución de nuestros conocimientos en cardiología para un congreso en ciernes (1935). Entre los varios miles de utilizaciones léxicas de la palabra corazón que obran en mis ficheros, recogidas de muchas lenguas y tradiciones de la historia, algunas muy conocidas, hay veces en las que el vocablo corazón surge con ecos entre chocantes de situaciones extrañas, Tal acaba de ocurrirme con un folleto relativamente antiguo encontrado en mis anaqueles, en el que la palabra corazón se emplea a efectos políticos. Se trata de un Discurso sobre la rectitud del corazón, pronunciado por Agustín Silva de Híjar y Portocarréro, duque de Híjar y presidente del Real Consejo de las órdenes, en 1795, "a conseqüencia", dice, "de lo mandado por S. M.".

No intento calibrar las circunstancias nacionales en que fue editado, porque es asunto de historiadores, y yo soy un simple diletante; tampoco poseo del autor otros detalles biográficos que los que están al alcance de una persona medianamente culta. Pero estas carencias no deberán impedir mi intención de hoy, promovida por algunas llamativas coincidencias con los tiempos que corren". Empieza Híjar sosteniendo que "es la rectitud del corazón la que forma los jueces justos, y los hombres buenos, porque donde ella falta vacila la justicia, se alteran las leyes, padecedetrimento la causa pública, y la parcialidad introduce fácilmente su predominio. Esta rectitud produce una generosa sinceridad, a la que no intimida el poder, ni seduce la lisonja, ni ensoberbece la protección o la fortuna; sino, por el contrario, ama la verdad, la busca y la sigue doquiera que la encuentre, sin perderla de vista, como a su norte. ¡Oh! ¡Quan distinto aspecto tendrían todos los sucesos y negocios del mundo si reynara entre las gentes la amable rectitud que tanto se proclama y tan mal se aprecia" (página 4).

"Rectifiquemos nuestro corazón si queremos asegurar el acierto", dice comentando la utilización de la "libertad con que nace el hombre" (página 6), y "con razón han impuesto penas contra los vagos, porque muy cerca está el hacer el mal del que no hace nada" (página 7). Sigo transcribiendo: "... en una palabra, cuando miro que la intriga, la venganza, la perfidia y los más vicios ocupan el lugar de la buena fe, de la concordia, de la sinceridad y de todas las virtudes en que consiste la felicidad pública..." (página 10), es porque la rectitud del corazón se ha retirado del mundo.

Detengámonos un instante en estos dos voquibles: felicidad pública. ¡Cuántas cosas se han dicho de la felicidad desde antes de los griegos hasta nuestro Marías! Pero ese concepto de la felicidad en su carácter de pública, como hecho del que podrían gozar los hombres de una nación, España en este caso, dice mucho sobre las cualidades humanas de quien lo esgrime, que no era un simple y trasnochado aristócrata y pedante académico de finales del XVIII; para él no bastaba "que se rinda el convencimiento si no se rinde la voluntad" (página 14).

Tras hacer consideraciones sobre el "bien hacer" las cosas, un poco como 150 años más tarde haría, con más perfección, Eugenio d'Ors, llama la atención sobre "los avisos del corazón" (página 17), y señala que algunos casos requieren mucha mayor rigidez en la rectitud del corazón. En primer lugar, los jueces, "a quienes compete remediar, con su autoridad y sus providencias, las emboscadas de la malicia, con que los hombres malos atacan a los hombres buenos, ser solícitos, e inflexibles en descubrir la maldad y castigarla, ser infatigables para dar curso a los negocios, y ser constantes para defender los derechos de la verdad y de la causa pública" (página 19). Aconseja a los ministros no olvidar el juramento hecho al aceptar el cargo, comprometiéndose a obrar con rectitud sin dejarse viciar los corazones: "... debéis oponer el desinterés a las ofertas, la sinceridad al artificio, la legalidad al embrollo, el trabajo a la pereza, el beneficio común a vuestro particular provecho" (página 21); párrafo que remata así: "Subsisten pleytos injustos, emulaciones odiosas, parcialidades nocivas, baxa lisonja; subsiste el orgullo, la presunción, el egoísmo, y subsiste, en fin, todo lo que contradice al beneficio público" (página 23). Con esta definitoria y final consideración: "La medicina es la política de los Estados"; la buena medicina se ejerce con tensa rectitud del corazón y a los hombres no se les debe hacer felices engañándoles (página 25).

Si trasladamos las frases reproducidas de 1795 a. su bicentenario actual, sin necesidad de comparar historiográficamente fechas, es decir, concibiéndolas "fuera de texto", se ve que están pintiparadas para la urdimbre política de nuestra circunstancia nacional y también para las realidades internacionales. Si la política es -y la frase, aparté connotaciones muy clásicas, tiene sus migas- la medicina del Estado, también lo es para los Estados en sociedad; entre unos y otros imperan las mismas calamidades que aquel duque de Híjar quería arreglar con rectitud del corazón en la España de comienzos del reinado de Carlos IV. Hace 200 años este personaje proclamaba esa necesidad con muy especial puntería para los jueces y los ministros, acaso porque tenía ilusiones de que el consejo fuera factible. Pero en el momento actual de la historia, ¡vaya usted a pedir rectitud a unos corazones envenenados, despreciados, vapuleados y ridiculizados por todo el orbe, que andan ya de capa caída. Por otra parte, ¿dónde encontrar hoy un homo políticus cuya ejecutoria propia le capacite, sin cortapisas, para hacer una proclamación equivalente en intenciones? Entre nosotros lo ha hecho más de una vez, con las salvedades que la Constitución le impone, el rey Juan Carlos. Así lo pienso y escribo desde mi republicanismo de nacencia y pervivencia y mi respeto para todas las ideas. Cierto que lo hoy recordado no es "consecuencia de lo mandado por S. M.", como se subtitulaba el folleto del duque; pero reconozcamos que las únicas, delicadas y elegantes llamadas de atención sobre los desvaríos de todos los políticos de hoy (gobernantes y oposición) proceden de la más alta dignidad. española, aunque hayan entrado por un oído y salido por el otro de quienes tenían el deber de acogerlas y concienciarlas.

Francisco Vega Díaz es médico

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