Los mejores apuros del verano
Manuel Rocandio, ingeniero industrial, ganador de la segunda edición del concurso de 'El País Semanal'
Estación de Atocha, sábado 4 de septiembre, ocho de la mañana. 300 personas se agolpan en la puerta de acceso al andén del AVE. Sorprendentemente jóvenes, visten zapatillas de deporte y camisetas y cargan mochilas. Pero no se han reunido para salir de excursión, sino para solventar un reto: están obsesionados por derrotar a un muñeco azul que ha intentado reírse de ellos en agosto.Son los 100 finalistas de El Juego más difícil del Verano, de El País Semanal, acompañados por dos personas con las que forman equipo. Han demostrado ser los más astutos de quienes hicieron las casi 400.000 llamadas acertadas en las cinco semanas del juego. Buscando información, ayudaron a bloquear la centralita de la Fábrica de la Moneda y a poner al borde del soponcio a los funcionarios del Ministerio del Interior, se han pasado el verano acariciando el premio de disfrutar de 10 millones de pesetas en viajes los próximos cinco años.
Sólo se les ha advertido: "Todo lo que oigan, todo lo que vean, todo lo que sientan, puede ser una pista". Mezclado entre ellos, el triunfador del año pasado, Fernando Delgado, les observa con curiosidad. Y también el ganador de esta edición, aunque él aún no lo sabe: a punto de partir hacia Sevilla, Manuel Rocandio Chasco, ingeniero industrial de 30 años, natural de Guipúzcoa, mira a su alrededor intrigado.
Delgado, empleado de banca de 29 años, sentencia: "Todos los participantes tienen la misma cara de pitagorines que el año pasado, pero mejor preparados". En efecto, una asombrosa colección de teléfonos inalámbricos y walkie talkies asoma de los bolsillos. Y hasta hay una chica que teclea aplicadamente en su ordenador portátil.
La pesadilla comienza en el AVE. Deben rellenar un enigmático cuestionario, sólo distraídos de vez en cuando por la voz del muñeco azul, que les ataca desde las pantallas de vídeo de los vagones, y por crípticos mensajes que se escapan de los altavoces. Es, sin embargo, un descanso en comparación con lo que les espera.
Sevilla
En la estación de Santa Justa, cuatro autobuses aguardan con el motor en marcha para trasladarles al hotel Príncipe de Asturias, en la isla de La Cartuja. Una vez uniformados con camisetas del Juego, la mascota Curro da el pistoletazo de salida. Hay 33 grados a la sombra, pero los finalistas están dispuestos a pasar cualquier prueba y el inventor del Juego, Agustín Fonseca, lo ha previsto: tienen por delante un infernal recorrido que incluye desde contar los cangilones transparentes del Juanelo hasta descifrar las letras proyectadas en una tabla de surf de la película del cine Moviemax, buscar desesperadamente dos bolas a las que pedirles aire o encontrar la tarjeta de visita de un camaleón.Un Miguel Induráin de tamaño natural es la primera pista en el pabellón de Navarra. "No te fies, que éstos del Juego son muy cabestros", advierte un joven de Miraflores a su compañero. Enviados a la Torre Banesto, el lugar más alto del recinto, tres estudiantes de 17 y 19 años venidos de Córdoba, se abanican con las hojas de información mientras cuentan las vueltas de la plataforma.
Sólo hay una regla. Todo vale: preguntar al público, congeniar con los camareros, dar la tabarra a los guardias del recinto, intentar sobornar a otros grupos a cambio de información, aliarse con posibles contrincantes o reclutar ayuda entre los chiquillos que pasan la calurosa tarde del sábado correteando entre los pabellones. "Yo llevo riéndome toda la mañana", confiesa la azafata que guarda el laberinto vegetal donde los concursantes deben encontrar un minotauro en el menor tiempo posible. "Atraviesan los setos para salir antes, y yo les digo "niños, que me se vai a cargá el laberinto, pero nada". También es obligatorio conseguir que el fotógrafo de EL PAÍS les saque una Polaroid y las carreras tras él le arrinconan en el servicio de caballeros. A menos de 50 metros, dos sargentos de floreado camuflaje, con calzoncillos de lunares y botas rojas hasta la rodilla, abrazan a los participantes, les consuelan, y salen corriendo como alma que lleva al diablo antes de concederles una nueva pista: un naipe.
Algunos grupos van a la oficina del Juego, donde se vende información a cambio de bonos útiles en la final. "¿Está usted tan desesperado que para comprar la pista 4 del camino rojo no le importa perder 10 puntos?". Cuando el sol se acuesta en el Guadalquivir las esperanzas se esfuman. Tras entregar una brújula, un tomillo, un disco de cartón, el famoso naipe, la no menos famosa foto y una chapa, sólo quedan seis superfinalistas. Manuel Rocandio tiene el triunfo en sus manos.
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