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De la pertinaz sequía a la ética del agua

Josep Borrell

Aunque sea una referencia tópica que nos trae resonancias de otras épocas, la pertinaz sequía es una triste realidad que afecta de forma muy desigual al territorio del Estado. Media España desborda agua y la otra media, en el sur y el centro, tiene graves problemas de abastecimiento urbano, industrial y agrario.El momento es bueno para retomar el complejo problema político y técnico de la planificación hidrológica y analizar las previsiones y medidas adoptadas para hacer frente a la situación presente. En primer lugar, ¿la sequía climática es verdaderamente aguda o enfatizamos su gravedad para encubrir una falta de previsión? Desgraciadamente, las cifras demuestran que desde 1990 asistimos al periodo más severo de sequía del siglo en la mitad meridional de España. La gravedad de esta situación no es fruto de la escasez extrema de un solo año hidrológico, cuyos efectos aislados son amortiguados por el

sistema de embalses y ». la regulación natural de los acuíferos, sino de la persistencia (de aquí viene lo de la pertinaz) durante varios años consecutivos de precipitaciones muy escasas.

Pues bien, el cuatrienio 90/93 es, hasta el momento actual, el de menor precipitación del siglo -según datos del observatorio de Madrid-Retiro, ejemplo representativo del área geográfica afectada por la sequía-, y, además, sus escasas lluvias se han producido más bien en los meses cálidos -mayo, junio, septiembre, octubre- que en la estación fría -noviembre a abril-, con lo que la conversión de aquellas lluvias en caudales de agua ha sido, por causa de la evaporación, todavía más escasa. Es decir, la sequía hidrológica está siendo aún más severa que la climática, y como consecuencia, tanto en el sistema Entrepeñas / Buendía como en el conjunto de embalses del Guadalquivir o del Guadiana medio, las aportaciones de agua en el cuatrienio indicado han sido de tan sólo el 40% de las medias, y menores que las de cualquier otro cuatrienio del siglo.

El resultado es que el conjunto de nuestros embalses está al 38% de su capacidad. Pero este dato global es muy poco significativo, como el de toda media que encubre grandes disparidades no compensables entre sí. La falta de conexión de nuestras cuencas impide utilizar los excedentes de aquellas que están por encima del 60% para compensar el déficit de las que no llegan ni al 15% de llenado de sus embalses. Aceptada la gravedad de la sequía climática e hidrológica, pero siendo de sobra conocida la profunda irregularidad de nuestros recursos de agua, la pregunta que se formulan editorialistas y ciudadanos es: ¿Ha sido la política hidráulica de la última década suficientemente previsora?

Todo es obviamente mejorable, y con mayores inversiones se hubiese, sin duda, podido resolver algunos problemas adicionales. Pero aparte de que nunca son suficientes los recursos económicos, algunas de las obras que hemos acometido con carácter de urgencia son realmente obras de emergencia que la razón económica hubiese descartado hacer por razones de esperanza matemática de su coste-beneficio. Queda, sin duda, mucho por hacer, y mucho de ello requiere de acuerdos políticos previos que deben plasmarse en forma de ley en el Plan Hidrológico Nacional, pero ello no debe menoscabar la transcendencia de lo realizado por el conjunto de Administraciones públicas desde 1983, empezando por la Ley de Aguas de 1985 y su complejo desarrollo reglamentario.

En infraestructuras, la capacidad de los emblases construidos por el Estado se ha incrementado en un respetable 38% -en Andalucía, nada menos que en el 70%-, al que debe añadirse otro 15% de los embalses actualmente en construcción. La capacidad de desalación de agua de mar y de reutilización de aguas residuales se ha más que duplicado; se ha mejorado la coordinación en el aprovechamiento de las aguas superficiales y subterráneas, funda mentalmente en las cuencas levantinas y meridionales; se han acometido proyectos importantes de modernización de regadíos en Castilla y León, Andalucía, Murcia, Aragón y Cataluña; se ha incrementado del 15% al 50% la población española cuyos vertidos se depuran y, en otros aspectos de la política hidráulica, se han reducido drásticamente, aunque obviamente no anulado, los niveles de riesgo frente a las inundaciones de las zonas más sensibles desprotegidas. Las muy importantes inversiones efectuadas en Valencia, Murcia y País Vasco impiden ya, en gran medida, que puedan repetirse las catástrofes sufridas precisamente en la década de los ochenta; las obras en curso reducirán todavía más ese riesgo en los dos próximos años. Ello ha sido posible gracias a unas inversiones del Ministerio de Obras Públicas que se elevan en la última década a un nada despreciable billón de pesetas.

Pero aún aceptando ese esfuerzo inversor, el mayor, con mucho, de nuestra historia hidráulica, cabe preguntarse legítimamente si se han tomado las medidas coyunturales adecuadas para evitar o paliar los daños de la sequía sobre la población. Aquí, la pregunta debe dirigirse, y contestarse, por las distintas administraciones competentes, porque las autoridades realmente competentes en abastecimiento son la municipal y la autonómica. Desde la perspectiva de la Administración central, directamente y a través de sus organismos de cuenca, las actuaciones efectuadas han permitido adelantarse incluso a los problemas planteados por las autoridades territoriales, algunas de las cuales han estado más interesadas en desmelenarse frente a sus electores, desviando así su responsabilidad.

Así, a lo largo de 1992 y 1993 se han aprobado una serie de medidas administrativas para la mejor gestión de las aguas disponibles en cada cuenca, de acuerdo con lo previsto en la ley para situaciones excepcionales, y al mismo tiempo, se han reforzado y ampliado numerosos sistemas de abastecimiento, adelantándose a la ejecución de unas infraestructuras en buena medida incluidas en el Plan, Hidrológico Nacional. Con este fin se han invertido unos 35.000 millones de pesetas -el 27% del presupuesto anual para obras hidráulicas- en muchas de las grandes y medianas ciudades de todas las zonas afectadas, de Guadalajara a Cádiz y de Cáceres a Murcia, pasando por Madrid, Ciudad Real, Sevilla o Jaén y por Zafra, Huelva o la costa malagueña. Las grandes obras, por ejemplo -verdaderos minitrasvases en partepara el abastecimiento de Sevilla y Madrid, efectuadas en un tiempo récord, pero que no se hubieran justificado en ese momento salvo por la gravedad de la situación, han exigido invertir más de 12.000 millones.El resultado de estas inciativas y de la valiosísima e imprescindible colaboración de los usuarios -fundamentalmente Ayuntamientos, regantes e hidroeléctricos- ha sido hasta ahora aceptablemente satisfactorio teniendo en cuenta la intensidad de la sequía; aunque subsisten algunas pocas ciudades importantes con restricciones -en la práctica, Cádiz, Ciudad Real y algunas localidades de la Costa del Sol-, debe recordarse que las pasadas restricciones de Sevilla han sido menos importantes que las sufridas por la ciudad a principios de los ochenta, con una sequía menos grave que la presente. En cuanto a los regadíos, la oportuna sustitución por cultivos menos consumidores de agua y una administración rigurosa de las aguas disponibles han permitido que, de un millón de hectáreas afectadas inicialmente en total, sólo una tercera parte haya sufrido problemas importantes de suministro, especialmente en Andalucía y Murcia.

Y queda una última pregunta, que a mi modo de ver es la verdaderamente importante: ¿qué otras medidas se pueden tomar para garantizar que la sociedad española resulte cada vez menos vulnerable frente a estas situaciones de extrema sequía? Aunque el riesgo no puede anularse totalmente frente a un problema -como el de los recursos hidráulicos- que depende de un factor aleatorio, el anteproyecto del Plan Hidrológico Nacional pretende reducir ese riesgo en todas las regiones españolas a una probabilidad mínima compatible con el nivel de calidad de vida a que debemos aspirar.

Para ello se propone un debate que permita establecer medidas integradas y multisectoriales, que incluyen la mejor eficiencia de los sistemas hidráulicos actuales y el consiguiente ahorro de agua, el mayor aprovechamiento coordinado de los recursos superficiales y subterráneos propios de cada cuenca, la depuración de vertidos, la reutilización de aguas residuales debidamente depuradas y la desalación y, como última medida para resolver el problema de las cuencas deficitarias, el trasvase hacia ellas de recursos excedentes de otras cuencas. Esta solución, si se decidiera llevar a cabo tras los exhaustivos estudios que requiera en cada caso concreto, puede permitir acabar con el contraste que estamos viviendo estos años entre un norte hidrológicamente abundante y un sur escaso.

Obviamente, hay que hacer un gran esfuerzo de ahorro y racionalidad en el consumo, lo que exige movilizar pautas culturales de comportamiento, pero también estrategias de precio y de gestión. Todo ello debería generar entre nosotros, país desarrollado con graves problemas de acceso homogéneo y garantizado a un recurso natural básico, lo que podríamos denominar una ética del agua que persiga compaginar su uso adecuado y suficiente con la protección del ecosistema. Ello es posible, como lo demuestran experiencias en ámbitos tan dispares como Japón o Massachusets, en los que se han conseguido ahorros muy importantes de agua en las últimas décadas, o Dinamarca, en donde el Gobierno aplica una tasa ecológica al consumo de agua (y tienen toda la que quieren, no es un problema de escasez), para reducir con estos ingresos las cotizaciones de la seguridad social y abaratar el coste del factor trabajo.

El ministerio intenta que el Plan Hidrológico sea enviado lo antes posible a las Cortes, escenario natural de un debate político de tanta transcendencia. Mientras ello ocurre, y no depende sólo de su voluntad, sino también de las actitudes de muchos sectores afectados, el Gobierno aprobó el pasado abril un programa previo de infraestructuras hidráulicas para 1993/94, para acelerar aquellas que son más urgentes y que no requieren aprobación legal; en él se prevé poner en marcha proyectos por valor de unos 700.000 millones en todos los campos señalados anteriormente, con excepción de los trasvases entre cuencas, que han de ser aprobados por ley.

El problema no es sólo español, es un problema mundial que empieza a afectar a países de paisaje verde, como Francia, que ha lanzado un ambicioso programa de inversiones hidráulicas, y creado agencias de gestión del agua en cada cuenca que marcan el camino que deberían seguir nuestras entrañables confederaciones. Pero en el mundo hay ya 26 países cuya población es superior a sus recursos de agua, y las tensiones fronterizas, incluso bélicas, no harán sino agravarse.

Por ello, entre la pertinaz sequía como tópico acuñado en el pasado reciente, y la ética del agua como objetivo político de nuestro futuro inmediato, debemos ser capaces de definir una política hidráulica que garantice el desarrollo cohesionado de España (realidad política que existe, integrando sus comunidades autónomas) y la protección de sus recursos naturales.

José Borrell Fontelles es ministro de Obras Públicas y Transportes.

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