Un fantasma preso de sí mismo
Roldán sólo es ya un prototipo que induce repulsión y admiraciones secretas
Luis Roldán Ibáñez ya no existe. Queda, en su lugar, Roldán a secas. Pero no es una persona, sino un prototipo: el hombre que dirigía a los guardias para vigilarnos a todos, mientras trincaba con la diestra y con la siniestra. El prototipo Roldán tampoco representa una sola cosa. Concentra, al mismo tiempo, sentimientos de intensa repulsión y admiración secreta, porque muchos de sus conciudadanos no dejan de pensar aquello de "qué bien, pero qué bien se lo había sabido montar este hombre".El principal culpable de que Roldán ya no exista es él mismo. ¿Quién es Roldán, el primer jefe no militar en siglo y medio de historia de la Guardia Civil -que a punto estuvo de ser ministro-, o el prófugo al que se le van desparramando los fajos de billetes desde los bolsillos y las maletas en su huida? ¿El responsable policial que logró localizar y capturar a la cúpula de ETA en marzo de 1992 o el individuo fotografiado en calzoncillos de vecino del quinto en una repelente seudoorgía de clase media?
¿Qué es Roldán realmente? ¿Ingeniero industrial y economista, según certificaba la nota del Consejo de Ministros del 31 de octubre de 1986 anunciadora de su nombramiento, o el acomplejado farsante sin títulos universitarios que se fabricó una densa biografía académica sin que a nadie pareciera preocuparle?
Porque Luis Roldán Ibáñez, cuando aún existía, acabó creyéndose sus propias. mentiras, no cabe duda. Un ex dirigente de Herri Batasuna, ingeniero de profesión, recuerda todavía cómo el luego prófugo se dirigía a él cierto día, en paralelo a las conversaciones de Argel entre el Gobierno y ETA, cansado de discutir con otro líder de la coalición independentista de formación jurídica. "Nada, nada, con este leguleyo no hay manera, pero entre nosotros, entre ingenieros... entre ingenieros tenemos que entendernos, ¡hombre!"
Roldán no disfrutó, cuando empezaron a conocerse sus fechorías, del recurrente coro recordatorio de la trascendencia del principio democrático de la presunción de inocencia, ni la orden de encarcelamiento. precautorio que la juez Ana Ferrer le tenía preparada el 29 de abril de 1994 -cuando su fuga se tomó evidencia- logró suscitar todavía un debate nacional sobre los inconvenientes y riesgos de la prisión preventiva. Fue abandonado y reprobado por todos al mismo tiempo.
Él mismo, con su fuga, propició la superposición al procedimiento judicial de un auto de fe. Podía ser acusado de cualquier cosa, desde saquear los fondos del colegio de huérfanos del instituto armado hasta las mayores y más improbables atrocidades como intentar regalar a HB los nombres de supuestos infiltrados de la Guardia Civil en ETA por el simple capricho partidista de conseguir el apoyo de la coalición para que el PSOE siguiera gobernando en Navarra.
La huida de alguien que había concentrado tanto poder, tan evidente respetabilidad y tan alto grado de confianza de las más altas instancias se convirtió en una tragedia griega. Roldán consiguió cosas insólitas, como que los diputados de HB acudieran al Congreso el 11 de mayo pasado, al debate sobre su evaporación física, por primera vez en la legislatura.
Aquella sesión fue un vía crucis penitencial para el Gobierno y el PSOE. Tras un enfrentamiento a cara de perro con el líder del PP, José María Aznar, Felipe González lanzó con solemnidad la proclamación de que sólo abandonaría el poder "con honor y sin bajar la cabeza", no perseguido por la larga sombra del réprobo fugitivo.
Todo había empe zado "a primeros de 1976", según las biografías oficiales de la época respetable de Roldán Ibáñez, cuando se afilió al PSOE y a la UGT de Zaragoza, su ciudad natal. Tenía entonces 32 años. Oportunamente fallecido de muerte natural el 20 de noviembre del año anterior el dictador Francisco Franco, Roldán tardó pocas semanas en tomar la decisión de convertirse en un demócrata de toda la vida y procurarse los carnés de apariencia más recomendable.
Hijo de un taxista, trabajaba, según cuentan las crónicas, en una empresa de calderería y fabricados metálicos de la capital aragonesa. No era ingeniero industrial, ni siquiera economista -no había conseguido terminar un peritaje- sino controlador de tiempos en el taller, dedicado a mejorar el rendimiento de sus comp´ñeros. Caía bien tanto entre los demás trabajadores como ante el patrón. Logró auparse a las listas municipales. Algo debieron ver en él, porque ya consiguió en 1979 hacerse con la primera tenencia de alcaldía de Zaragoza, a las órdenes de Ramón Sainz de Varanda.
En la lucha de los clanes socialistas de Aragón, Roldán convirtió el Ayuntamiento en un trampolín. Con instinto clientelar, aprovechó la Delegación de Abastos para afiliar al partido a muchos empleados de Mercazaragoza o a quienes él mismo iba colocando allí. Sus adversarios en el PSOE aseguran que acudían disciplinadamente a las asambleas y votaban al unísono, a una seña del líder y padrino, como si se tratara de un grupo parlamentario en el Congreso de los Diputados. Les llamaban los matarifes, porque muchos procedían del matadero municipal, y luego los roldanes, cuando se hizo más que evidente a quién debían obediencia.
Cuando un candidato aragonés dio la espantada ante el cargo de delegado del Gobierno en Navarra, Roldán se encontró ante la segunda gran oportunidad de su vida. El inicialmente propuesto, Alfonso Sáenz Lorenzo, llegó a acudir a Pamplona y visitó el Gobierno Civil, cuyo edificio acababa de sufrir un atentado. Regresó a Zaragoza de estampida con la firme decisión de rechazar el puesto.
Los socialistas de Aragón olfatearon el riesgo de aparecer manchados colectivamente por una sospecha de cobardía ante la amenaza de ETA. Se convirtió en una cuestión de honor conseguir un nuevo candidato de la región y que lograra el cargo. Fue el propio Sainz de Varanda quien sugirió a Alfonso Guerra, flamante vicepresidente del Ejecutivo, a su mano derecha en el consistorio. De paso, el resto de los clanes en pugna en el socialismo aragonés alejaban a un rival del que ya sabían cómo las iba gastando a la hora de ganar asambleas.
Roldán ocupó la Delegación del Gobierno en Navarra entre noviembre de 1982, recién Regados los socialistas al poder en Madrid, y noviembre de 1986, cuando toma posesión al frente de la Guardia Civil. En Pamplona fue de inmediato apodado El Algarrobo, en memoria del lugarteniente del Curro Jiménez televisivo.
Cómo saltó a la dirección de la Guardia Civil es un misterio que no han explicado nunca ni José Barrionuevo, entonces ministro del Interior, ni Narcís Serra, entonces en la cartera de Defensa, responsables ambos de la propuesta al Consejo de Ministros. De nuevo, algo debieron ver en él, aunque no se pueda saber qué.
El nombramiento no sólo le situaba en una responsabilidad de capital importancia. Formaba parte de un paquete de medidas a las que el Ejecutivo concedió gran importancia y con las que pretendió consolidar el Estado democrático, a cuatro años de la llegada de los socialistas al poder. En un mismo día se decidió renovar la cúpula militar, rehabilitar a los oficiales de la Unión Militar Democrática purgados en las últimas boqueadas del posfranquismo y nombrar a Roldán en sustitución del teniente general José Antonio Sáenz de Santa María. Por primera vez en siglo y medio, un paisano, tomaba el mando del cuerpo del duque de Ahumada.
Roldán se empeñó en modernizar la Guardia Civil y extender su influencia, desde la vigilancia de costas a la protección del medio ambiente. El refuerzo de los servicios de información llegó a dejar en un segundo plano a la policía civil en la lucha contra ETA.
En Interior no acabó de sintonizar nunca con el secretario de Estado para la Seguridad, Rafael Vera. Éste creyó siempre en la necesidad de los contactos y el diálogo con ETA. Roldán representaba una posición más dura, más escéptica, que él creía ver reforzada con el paso del tiempo Y el fracaso de Argel.
Estaba en la cima. Desde allí contemplaba el mundo de los seres pequeños, los que no mandan a 75.000 hombres y mujeres formados en la disciplina ciega, el honor y el sacrificio. Cuando El País Semanal le dedicó un reportaje, no dudó en permitir la organización de un escenario grandioso, magnificente, para que se le fotografiara en el patio. del Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro (Madrid). Aparecía, feliz, en primer plano. Detrás, un despliegue humano con todas las apariencias que un guardia civil puede adoptar en función de sus tareas, desde buzos hasta antidisturbios subidos en tanquetas. Aquéllos eran sus poderes.
Pero había otro Roldán Ibáñez, además del de la mesa repleta. de teléfonos con encriptadores de voz y secráfonos conectados con La Moncloa o la vicepresidencia del Gobierno. Un personaje más próximo a la ideología colectiva subyacente, tan española, de que lo que es de todos no es de nadie, o sea si puedo y no me ven, es mío. Roldán descubrió en las contrataciones de obras una mina de oro, y se internó decidido por sus galerías. Encontraba más y más vetas del dorado metal a medida que progresaban los planes de modernización del cuerpo y sus infraestructuras o se aproximaban acontecimientos como los Juegos de la Olimpiada de Barcelona, en 1992.
Manipuló un sistema de contratación de obras ya de por sí su traído a los controles habituales "por razones de seguridad". Seguridad era la palabra. Cuando la Intervención de Hacienda denunció al ministro José Luis Corcuera que la casi totalidad de los expedientes se adjudicaban "por el sistema de contratación directa" y se daba "apariencia de legalidad" a obras ya iniciadas o incluso terminadas, nadie se inmutó y el informe debió acabar hecho una bola en alguna papelera. Por razones obvias de seguridad.
Roldán entendió pronto. Para la Guardia Civil trabajaban 100 arquitectos, pero él consiguió que entre media docena se repartieran la mitad del ingente presupuesto. Los cálculos de coste iniciales se disparaban o se multiplicaban por dos, en un renovado milagro de los panes y los peces. Corría el dinero y Roldán cogía su parte y la trasladaba a Suiza.
No era bastante. Según su propia confesión y otros testimonios, durante años recibía 10 millones de pesetas mensuales de los fondos reservados. Su testaferro, Jorge Esparza, sacaba el dinero en bolsas de la dirección general, en la calle de Guzmán, el Bueno, en Madrid.
Roldán, que acusa a otros cargos de Interior de haber percibido idéntica regalía, la describe como "de carácter indemnizatorio", sin explicar de qué daño o perjuicio debía, él precisamente, ser indemnizado. Pero todo parecía poco, y el ex director de la Guardia Civil se fajó año tras año con Hacienda Para conseguir que le devolvieran hasta la última peseta de impuestos retenidos de su nómina.
Quizá no es que fuera insaciable. Quizá pensó que mostrar un grado de codicia manifiesta demasiado bajo le convertiría de inmediato en sospechoso entre sus pares y llevaría a indagar la otra parte del pastel, las comisiones de obras. El hecho es que mientras amasaba sin límite sólo contribuía a las cargas públicas con los impuestos indirectos, inevitables al pagar una comida o adquirir un piso.
Fue la fiebre inmobiliaria, lo que le perdió. Una broma. Una verdadera menudencia al lado de lo que había acumulado en cuentas apátridas. Se comprende su sorpresa, su incredulidad y su pelea, casi con lágrimas en los ojos, para demostrar la limpieza de su patrimonio inmobiliario. Al fin y al cabo, no era más que la punta de un cubito de hielo en comparación con el tamaño del iceberg suizo. No podía ser verdad que acabaran descubriendo todo Por aquella nadería. Entonces dejó de existir Roldán.
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