Ni los Guardiola
Nicon los Guardiola hubo emoción, a pesar de que salieron dos toros bravos. La corrida transcurrió igual de tediosa que la feria entera y acabó sumida en la tristeza. Parecía que en vez de acabar la Feria de Abril, volvíamos de un funeral. A más de uno le iba a entrar la depresión.No a los aficionados, que llevan ya deprimidos muchos años, pues saben que esto se acaba sin remisión. La fiesta de los toros, durante siglos paradigma del arte y del valor, un espectáculo de primer orden sin parangón en el mundo, es ahora una ridícula peripecia, una astrosa manifestación de la mediocridad y el abuso, un soberano aburrimiento.
Le echan la culpa algunos a la casta de los toros. "Los toros han perdido la casta", es su argumento. Y será verdad, pero ¿no tienen casta los Guardiola? ¿No tienen casta los Santa Coloma? ¿No hay ninguna casta en la ganadería de bravo? ¿Y no podría ser se aventura, sin ámino de molestar- que los taurinos y los toreros bufos a quienes representan no quieren ver cerca un toro de casta ni por todo el oro que hubo en el Transvaal?
Si es rigurosamente cierto que la casta se ha perdido, ya pueden ir los empresarios taurinos echando el cierre. Porque la casta del toro bravo no es algo que se invente, no se puede obtener por procedimientos químicos, no admite sucedáneos. Decía Javier Guardiola en este mismo periódico (ver EL PAÍS de ayer) que quien no desecha cría desecho. Y es tanta verdad, que sólo por eso deberían darle el premio Nobel.
La única contradicción a esa magistral exposición de principios estriba en que algunos de los toros seleccionados con escrúpulo y criados con mimo por Javier Guardiola, parecían desecho: se desplomaban sin causa que lo justificara. He aquí el peor mal de la fiesta contemporánea: que la mayoría de los toros, en muchas ferias todos los toros, se caen sin causa que lo justifique.
La reducción al absurdo pone a cabilar a los fieles aficionados y se preguntan: si no hay animal de la creación que se caiga -vale citar desde el diplodocus y los animalitos de Dios antidiluvianos hasta las vacas lecheras, las aves de corral, los perros falderos y las moscas cojoneras, ninguno de los cuales, grandes o chicos, tiene casta brava ¿por qué se caen los toros aunque también carezcan de casta brava?
La fiesta va a la deaparición total. Y si ha de ser según se vio en las pasadas Fallas, de Valencia, o en esta insoportable feria de Sevilla, mejor será que ocurra pronto. La desvergüenza y el bochorno nunca formaron parte del patrimonio de la fiesta de los toros, ni aún en épocas de crisis. Los aficionados a los toros jamás fueron unos desalmados que gozaban la contemplación de un pobre animal agonizante mientras un cursi indocumentado ganaba fama poniendo posturas delante de sus míseros restos.
Dos toros bravos en la tarde de Guardiolas permiten suponer que aún queda reserva de casta en los predios hispanos. Ocurrió, sin embargo, que los lidiaron como mansos. Creen los toreros y muchos del tendido que para lidiar un toro bravo basta con plantear la suerte de varas situándolo en las antípodas. Gran error. Al toro se le debe colocar a media distancia, y si da respuesta brava en el puyazo, irlo alejando paulatinamente en los siguientes. El propio Esplá incurrió en el mismo defecto: estando el picador en la Maestranza puso al toro en el Aljarafe, de manera que no podía ver a la plaza montada ni con prismáticos.
Los toros, segundo y tercero ase arrancaron de largo pero, al embrocar, los picadores los taparon la salida, los sometieron a tortura acorralándolos contra las tablas, anulando el instinto combativo de los animales e impidiendo saber cual podía ser su auténtica reacción ante el castigo. La nobleza de ambos toros bravos tampoco pudo tener cabal comprobación: Víctor Mendes le cortaba los viajes a uno, Cristo González, templado con el otro, le perdía pasos al rematar los pases, propiciando que perdiera el celo embestidor.
No ya la casta; se ha perdido la técnica de la lidia, el arte de torear. Esplá y Mendes, poco ludios en banderillas, estuvieron simplemente voluntariosos. Cristo González se empeñó en pegarle pases al sexto, a pesar de que rodaba continuamente por la arena. Y se acabó. Fue un siniestro fin de fiesta, rúbrica adecuada a esa ruina vergonzosa en que han convertido la famosa Feria de Abril y la apasionante fiesta de los toros.
Babelia
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