Una 'relectura' del 'Satyricón
Igual que los libros clásicos, siempre leídos de nuevo, y siempre nuevos a cada lectura; igual que las grandes obras de la pintura o la arquitectura, visitadas una y otra vez, e incansablemente admiradas; igual que las grandes creaciones musicales, inagotable fuente de revividos deleites, también las obras mayores de la cinematografía invitan a una revisión infatigable, de, la que puede prometerse uno esos momentos de felicidad exenta que sólo el arte es capaz de procurarnos. Como para las demás artes, la prueba del tiempo es par a las películas única segura garantía de calidad. Y pienso que, así como en distintas épocas ha sido una u otra, sucesivamente, de entre las artes la que preponderaba en la sociedad, tan pronto la arquitectura como la pintura o la música, a la vez que servía de vehículo para los máximos logros del espíritu creador, en nuestro tiempo le ha tocado esa suerte al arte de la cinematografía.Reflexiones son éstas, suscitadas ahora en mi mente por el Satyricón de Fellini, que nuestra benemérita Filmoteca me procuraba una enésima, reciente, oportunidad de ver. Cada nueva ocasión en que se enfrenta el espectador con las obras magnas del genio artístico, la experiencia es, en cierta medida, distinta. La obra está ahí, ante nosotros, inalterable; su texto es, en su materialidad, siempre el mismo; pero, no obstante, cada recepción concreta modula de manera diversa ese 'texto', según circunstancias múltiples, que pueden ir desde las peculiaridades singulares y aun el momentáneo estado de ánimo del receptor individual, hasta el cambio histórico que, incesante, altera alrededor de la obra los elementos referenciales, distorsionando su sentido y forzándonos a alterar también la comprensión del significado de sus términos. Ocurrirá a veces que, por efecto de este cambio histórico (y ello quizá durante un lapso no demasiado extenso), el observador descubra con sorpresa que el artista había intuido y plasmado en su obra, adivinatoriamente, algo que todavía en e momento de crearla se hallaba tan sólo en ciernes. De todo esto creo que el Satyricón de Fellini suministra un excelente ejemplo. A la hora de su estreno pudo bien percibirse lo mucho que el filme tenía de descripción caricaturesca (es decir, satírica) de la sociedad actual, en cuanto que nos invitaba a transponer a nuestro presente vivo lo que en la película se daba como inspirado en aquella Roma caricaturescamente descrita por Petronio en su libro famoso. Pudimos disfrutar así de la estilizada burla; del grotesco desorbitado, de la denuncia implícita de tanta desvergüenza, de tanta impávida infamia, de tan insolente opulencia y tan sórdida miseria; y reír con la explosiva exageración de su pintura. Pero, ahora, vuelve uno a ver la película, quizá en un día de humor particularmente negro, y se pregunta: ¿A tal punto se ha deteriorado desde el año 1969 el cuadro de nuestra realidad; tanto ha aumentado en nuestro mundo actual, con el transcurso de sólo un cuarto de siglo, el envilecimiento omnímodo, la corrupción rampante, la estupidez grotesca, la insensible crueldad, para que el espectáculo de ese otro mundo imaginario, expuesto y fijado en la cinta del Satyricón, nos produzca hoy menos sobresalto que entonces, y más tristeza? Pues es lo cierto que esta película de Fellini -en verdad, toda su cinematografía-tiene la virtud de transparentar, desarrollando de un modo u otro los rasgos fisiognómicos incipientes que sabe detectar en el presente de su momento, la fisonomía que había de desplegar el inmediato futuro; pero en particular este Satyricón nos parece, visto hoy, menos una caricatura, y más un retrato, casi fotografía.
Entre el abrumador cúmulo de las vilezas que la película despliega a nuestra vista, tan sólo nos ha deparado el autor el respiro de un breve paisaje donde alienta y resplandece la nobleza humana; y tan sólo la hace comparecer ante nosotros para que asistamos a su dimisión de la vida. Es -¿quién no recuerda ese pasaje?- el sobrio y patético adiós de una familia patricia cuya ruina se ha hecho inminente. Vemos cómo el padre libera a los esclavos, envía los hijos en busca de salvación a un exilio incierto bajo el cuidado de criados fieles y, junto con la digna esposa, busca por su parte la única vía abierta a su propia salvación: el suicidio. Ambos cónyuges se abren las venas; y, muertos ellos, la desierta finca será profanada de inmediato por la protagonista pareja de homosexuales en sus retozos con una muchacha advenediza cuyo idioma extraño impide toda comunicación verbal- por lo de más, innecesaria- entre los jóvenes... Melancólicamente, el último vestigio de decencia ha desaparecido ya. Nos queda todavía asistir al miserable banquete fúnebre, réplica atroz de, la repugnante plétora con que nos abrumó antes el banquete ofrecido por Trimalción. Y salimos del cine cavilando sobre qué será lo que, en definitiva, ha querido damos a entender Fellini.
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