El nuevo pobre
Es usted una persona que gana lo suficiente como para no fijarse demasiado en el número de tenedores de los restaurantes, y pagarse alfombras nepalíes, saleros daneses y otras cosas inútiles, y de pronto, un día, por las circunstancias que usted prefiera, elija, entra súbitamente en la apretada muchedumbre de los que tienen que viajar en metro porque no tienen para el taxi.Naturalmente es todo un proceso, pero todo proceso, como es notorio, tiene su clímax. Está usted por ejemplo escuchando la crónica de la lucha casi cuerpo a cuerpo de su amigo Óscar con una viuda negra, una de las arañas más peligrosas y asquerosas que existen, en sus recientes vacaciones en Suráfrica, y de pronto llega el camarero al que dos minutos antes ha pagado la cuenta y coloca ante usted un recibo de la tarjeta Visa en el que pone: "No devuelva esta tarjeta, avise a la policía, retenga a ese miserable y llámenos", y un número de teléfono de aspecto intimidante. Entonces, ayudado por el rictus de inescamoteable desprecio en la cara del camarero, usted recuerda que ya ha agotado el crédito de su tarjeta y no le queda más remedio que dejarse invitar después de haber montado el numerito de mostrarse espléndido. Así, con el humillante ridículo al que será mejor que se vaya acostumbrando, entra usted en la pobreza.
Las cosas cambian. En número y en intensidad. La ciudad, por ejemplo. Sin moverse de sus propios recorridos, usted deja de fijarse en los escaparates de las agencias de viaje y las boutiques donde venden corbatas de 10.000 pesetas 0 bolsos de 80.000 -se asombra de que en alguna ocasión haya podido incluso entrar-, y comienza a verle los encantos a las ferreterías y a descubrir con agradecida emoción que en Jumbo las galletas que a usted le gustan cuestan 20 pesetas menos que en El Corte Inglés. Sorprendido en su nueva inocencia por los estrategas de los grandes supermercados, un día se deja llevar hasta la sección de bricolaje y cae en la tentación de comprarse un taladro, un martillo, unos clavos. La fatalidad se puede vestir de muchas maneras. En ese mismo instante cae usted en el robinsonismo más afiebrado -un poco como le pasaba al propio Crusoe, enfermo de soledad, que a fin de cuentas fue quien fundó esta moderna epidemia-, y cree que es posible construir, reconstruir el mundo, y además por poco dinero. Deshace su casa sólo por el placer de volvérsela a hacer con las manos. Regala su macizo despacho Luis XVI, los tiempos ya no están para esos alardes, y se arma una mesa y unas baldas con unos tablones de aglomerado. No se necesita más, se dice franciscanamente. Su perro le mira con inquietud.
Eso es lo que cambia más: la gente. Puede que a los ojos de su perro asome la inquietud pero la posibilidad de que vacile su lealtad simplemente no existe. En los ojos de sus amigos y conocidos, en cambio... No se preocupe usted por cómo va a advertir de su nueva situación: como una plaga, la lleva escrita en la frente. Su quiosquero ya no le alargará el periódico, su portero le devolverá tan sólo medio saludo, su carnicero no le respetará la vez en beneficio de la señora del tercero, que compra solomillo y dice que es del Real Madrid, y su banquero... su banquero le verá pasar hacia la ventanilla con esos mismos ojos amarillos que ponen los cuervos cuando esperan en los hilos del telégrafo a que un burro agonizante reviente de una vez. Ya no le ofrecerá nuevas posibilidades de endeudarse para ser feliz ni tampoco acciones de la Telefónica en condiciones extraordinarias. De todos, de todos, él es quien conoce la situación. Mejor que usted, incluso. La pobreza es un lugar lleno de oscuridades y vericuetos, que requiere mucho estudio y observación.
Si es usted una mujer, observará que por alguna causa su nueva situación la hace más adecuada a planchar camisas y traer cafés. Y que por esa misma causa ya no le parecerá tan injusto el reparto universal de papeles. Si es usted un hombre, a la par que una inesperada humildad junto con insomnios y sudores fríos, sentirá una extraña propensión a pronunciar la palabra don. Tres letras que usted siempre había detestado, incluso delante de su propio nombre. Pues bien: ya no.
Muchas otras cosas cambian: el placer del paladar, por ejemplo, ya no depende del monto de la cuenta, y se llega a suspirar recordando un par de huevos fritos con patatas. Y en cuanto a lo otro -parece que no, pero el engrase de la cuenta corriente tiene tardíos y extraños efectos- ya no está tan extraordinariamente supeditado a perfumes y colonias, músicas, luces, ronroneos de motores, ronroneos sin motores, largas veladas en sofisticados preparativos. Es mucho más sencillo.
Ahí está: quizá el cambio más notable es que, pese a las incomodidades, uno deja de perder el tiempo en las múltiples tonterías y neuras de la vida resuelta, y lo emplea para enfrentarse a problemas reales y sobrevivir. Esa es la verdadera diferencia: Realidad. Todo es más real. Lo que no deja de ser un consuelo.
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