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Tribuna:LA LUCHA CONTRA LA INFLACIÓN EN EE UU
Tribuna
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Una guerra al empleo

Una vez ajustados a la inflación, los salarios reales semanales de los trabajadores norteamericanos que no ocupan puestos de dirección (alrededor del 80% de la mano de obra) son un 19% más bajos que en 1972. Mientras que, en 1995, los salarios reales del trabajador medio descendieron, la remuneración de los presidentes ejecutivos creció en más de un 30%. Estos resultados son simplemente inaceptables en una economía norteamericana en la que el PIB per cápita real ha aumentado un 45% en el mismo periodo.Aunque hace falta un programa radical de reciclaje del 60% de la parte inferior de la escala laboral para cambiar de sentido la espiral descendente en que se encuentra la mayor parte de la mano de obra estadounidense, ningún programa de formación puede funcionar en el entorno actual. En el caso de los hombres, los salarios caen independientemente del nivel de educación, incluido el de doctorado. Los programas de educación no pueden funcionar a no ser que haya buenos empleos con buenos salarios para los más preparados.

Actualmente, esa clase de traba os no existe porque Washingnton ha adoptado una estrategia en la guerra contra la inflación que exige explícitamente salarios más reducidos. La actual política anti-inflacionista requiere un aumento de los tipos de interés para frenar el crecimiento, disparar el desempleo, mantener los salarios bajos y los precios constantes.

En vista del límite de crecimiento del 2% en la guerra contra la inflación, las grandes empresas no pueden ampliar sus mercados (si lo hicieran, la economía crecería a una tasa superior al 2%). En cambio, tienen que centrar su atención en las reducciones de costes salariales como única vía para obtener mayores beneficios. Si una empresa grande tiene una tasa de crecimiento de la productividad del 6%, pero sus mercados sólo crecen un 2%, cada tres años tendrá un 12% de mano de obra que no necesita.

Asimismo, si una economía que crece a un ritmo del 2% tiene una tasa de crecimiento de la productividad del 2% y una tasa de crecimiento, de la mano de obra del 1%, al final de cada año pasará una de estas dos cosas: o el desempleo es un punto. porcentual más elevado que a principios de año (solución europea) o los salarios habrán caído lo suficiente para convencer a los empresarios de que absorban más mano de obra en las actividades existentes (solución norteamericana).

Básicarnente, trabajadores más baratos sustituyen a máquinas más caras. Para regresar a un mundo de salarios reales en alza, EE UU tiene que crecer a una tasa muy superior al 2%, pero los estadounidenses no tienen que aceptar tasas de inflación más elevadas. La coyuntura de los años noventa es como la que había en los seis primeros años de la década de los sesenta. En aquel tiempo, la economía norteamericana crecía a una tasa del 4,5% anual, mientras que la inflación crecía sólo un 1,3% anual.

Los factores que provocaron la inflación de los años setenta y ochenta han desaparecido por completo. El gasto militar es cada vez menor, no mayor. Los precios del petróleo en términos reales son más bajos que hace 25 años y el cartel del petróleo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) se ha deshecho, aunque pueda haber grandes fluctuaciones en los precios a corto plazo, como ahora, basadas en aumentos inesperados de la demanda debidos a las condiciones meteorológicas o a trastornos en el suministro.

Los factores que dispararon el coste de vida y que impulsaron la inflación en los años setenta han desaparecido tanto en los contratos de trabajo como en los de los proveedores. Los sindicatos han sido eficazmente excluidos de la mayor parte de la economía norteamericana y, donde todavía existen, han perdido el poder de elevar los salarios. Actualmente, si los productores estadounidenses se encareciesen, se verían hundidos por las exportaciones del resto del mundo. Aritméticamente, es simplemente imposible tener inflación si los salarios bajan y la productividad aumenta, como ocurre en EE UU.

El fin de la inflación se refleja claramente en los datos. La deflación de los precios implícita del PIB aumentó un 2,4% en 1995, pero el presidente del Consejo de Administración de la Reserva Federal, Alan Greenspan, también ha revelado al Congreso que, como mínimo, hay de 1,5 a 2,5 puntos porcentuales de exageración en los índices, ya que éstos no miden correctamente las mejoras de calidad. Además, los índices incluyen los costes de la atención médica (un sector con elevada inflación, pero que no se ve afectado por la constricción de los mercados laborales). Si se excluye la sanidad y se reflejan adecuadamente las mejoras de calidad, el aumento de los precios será probablemente negativo.

Si la opinión pública quiere verdaderos aumentos en el nivel de vida, va a tener que insistir en que sus líderes políticos obliguen al Consejo de Administración de la Reserva Federal a levantar el pie del freno económico.

En la cima de la pirámide económica, esos salarios monumentales de los ejecutivos (ahora 199 veces los del empleado medio) reflejan la sociología más que la economía. Los salarios de los presidentes ejecutivos no los decide el mercado, sino que, básicamente, son ellos los que los establecen. Si las fuerzas del mercado mandasen, las empresas sustituirían a los ¿aros jefes ejecutivos norteamericanos por otros japoneses y europeos, más baratos y quizá mejores.

¿Por qué no estallaron los salarios de los ejecutivos en los años cincuenta y sesenta? La respuesta es simple. Si hubieran estallado en Francia o en Italia, los partidos comunistas habrían ganado las elecciones. Si hubieran estallado en Alemania o Gran Bretaña, gobiernos socialistas estarían en el poder. En EE UU, poderosos sindicatos habrían exigido, y conseguido, aumentos salariales iguales para el trabajador medio.

Pero el socialismo y el comunismo han muerto y los poderosos sindicatos han sido excluidos de la economía norteamericana. Los capitalistas son simplemente libres de imponer a su mano de obra un contrato social mucho más estricto de supervivencia de los mejor dotados. Ya no necesitan empleados de oficina y mandos intermedios como aliados políticos. Pueden deshacerse de sus inhibiciones y ejercitar su avaricia. De forma parecida al consumo de tabaco, los grandes aumentos salariales de los ejecutivos pararán cuando los norteamericanos exijan que paren.

Lester C. Thurow es profesor del MIT.

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