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La memoria desconcertada

Tahar Ben Jelloun

El asesinato de siete monjes franceses a manos del GIA (Grupo Islámico Armado), más allá de su aspecto bárbaro y horrible, plantea una pregunta: ¿hasta cuándo seguirán unos militantes fanatizados invocando el islam para justificar lo injustificable? Matar fría y deliberadamente a unos hombres desarmados, que no tienen nada que ver en el conflicto que opone a un régimen político y una organización armada, a unos hombres totalmente inocentes y dedicados enteramente a la paz y al amor al prójimo, ¿no supone una forma brutal de subrayar hasta qué punto están en crisis el pensamiento árabe y la relación con el islam y la historia? Lo no pensado persigue a los intelectuales de la comunidad musulmana, incluso aunque se enmarquen en un laicismo discreto o en un impulso de rechazo a lo religioso.En La crise des intellectuels arabes (Maspero, 1974), Abdallah Larui escribe: "Las ideologías árabes anteriores a la II Guerra Mundial creían en la evidencia de su pensamiento y no se preocupaban en absoluto por imaginarse pensando". En la actualidad, el pensamiento árabe se encuentra enfrentado a una universalidad que se le escapa y unos conflictos internos que durante mucho tiempo subestimó o no tuvo en cuenta. Una cosa es segura: el mundo no lo espera para pensar y actuar. Peor aún, tiene amortizado el espacio de pensamiento y de reflexión. El mundo avanza mientras la sociedad árabe y musulmana no consigue desembarazarse de un conjunto de problemas que tiran de ella hacia atrás y tienden a mantenerla en un subdesarrollo económico y cultural cada vez más anacrónico. La relatividad no es una excusa. Se convierte en una coartada para ocultar la resistencia a las exigencias de los principios de la democracia. Hay que recordar que ese valor no es propiedad de nadie, aunque se haya convertido en el principio fundador de Occidente. Ghassane Salamé lo reconoce en su introducción a la obra colectiva Démocraties sans démocrates (Fayard, 1995): "Al ver a la democracia representativa arraigar en otras culturas, no cabe sino señalar más o menos explícitamente su superioridad y la validez de un modelo político que resulta ser atractivo, si no profundamente enraizado, más allá de las fronteras geográficas de la cultura occidental que lo vio nacer".

La nostalgia, esa enfermedad que el mundo árabe lleva pegada a la piel, disfraza el rostro de la tradición y de los antiguos valores. Perpetúa la noción de una tradición eterna, petrificada en su esplendor, que se sostiene por sí sola como una evidencia que salta a los ojos de la memoria. Sin embargo, la tradición sólo es válida cuando exige tanta actividad y dinamismo como el progreso. Mantener una tradición viva supone conjugar valores ancestrales con una modernidad abierta y, sobre todo, inspirada en algo auténtico. Desde hace algunos años asistimos a una especie de atraco a la tradición. El error esencial de los intelectuales árabes convencidos de la modernidad y la universalidad de ciertos valores ha sido dejar el campo libre al seudopensamiento religioso, es decir, al pensamiento esquemático y único, hecho de tópicos y de simplismo. Asistimos a la derrota del pensamiento de libertad y no sabemos cómo reaccionar. ¿Qué discurso mantener frente a la oleada oscurantista? ¿Qué libros escribir? ¿Qué obras clásicas citar como referencia? ¿Cómo reinterpretar los textos fundadores de nuestro ser y de nuestra memoria? Si no contestamos a estas preguntas, no sabremos qué actitud mantener hoy en Europa y qué exigir a la antigua potencia colonial.

En su última obra, Soraye fille de l´ogre, Emile Habibi se dirige a los escritores árabes diciéndoles algunas verdades: "El fundamentalismo y el apego anquilosado a los principios no son intrínsecos a nuestros pueblos y a nuestra lengua, ( ... ) Estoy convencido de que la caída del fundwnentalismo laico está destinada a barrer todos los fundamentalismos que detienen a nuestras sociedades en su marcha hada el futuro y a devolvernos a este principio fundamental y único: cada uno debe asumir su responsabilidad individual y no intentar colgarla en alguna percha extranjera, ni tampoco en la percha celestial".

Para entablar un diálogo con la Europa de hoy, ¿acaso no hay que empezar por replanteamos nuestros problemas internos, clarificar nuestras ideas y dar sentido a nuestras acciones? Sin embargo, el diálogo interárabe es inexistente, o si existe es inaudible. Los intelectuales reproducen de mala gana los desgarros, ambigüedades e incoherencias de la política de los Estados árabes. Esto, sin embargo, no les impide oponerse a dicha política, cuya característica es la voluntad de aniquilar todo pensamiento crítico, toda acción innovadora o todo deseo de una modernidad que lleve al surgimiento del individuo como entidad única y singular.

Esta noción de individuo es la que causa problemas. Reconocer al individuo supondría cambiar de mentalidad y de rumbo. No es tan fácil deshacerse de los lastres y costumbres ligados al sistema de clanes o tribus, lo que, sin embargo, no impide recurrir a la tecnología avanzada, en particular en el terreno de las comunicaciones (sobre todo, de la vigilancia, las escuchas y la sospecha). Mientras se perciba a los hombres como un conjunto que pertenece de forma totalitaria a una misma comunidad, se les negará como personas, es decir, como pensamiento libre y subjetivo. En Oriente Próximo, por ejemplo, los comportamientos políticos se derivan de la lógica de clanes. El poder es una cuestión de familia, de tribu o de clan. La legitimidad política no emana del veredicto de las urnas. Es eso lo que niega el Estado de derecho y se impone a la sociedad civil con un autoritarismo bien conocido.

El intelectual árabe de hoy ha elegido sin desearlo demasiado el aislamiento, esa soledad que le permite crear e incluso lamentarse de su suerte. El creador es aquel que expresa una subjetividad, una voz singular que no puede sino importunar y oponerse a ese autoritarismo. Ese sistema le deja lugar, por lo que se exilia dentro o fuera de su país. Vive bajo la amenaza y el miedo. Antes tenía que vérselas con lacensura estatal, que continúa ejerciéndose. Ahora, ésta se ve acompañada de una censura mucho más feroz, la del pensarrúento religioso, la que recurre a la hisba (concepto que autoriza a todo musulmán a recomendar el bien y prohibir el mal). Una de las víctimas de ese encarnizamiento fue el ensayista egipcio Nasr Hamid Abu Zeid, autor de El concepto del Texto: estudio de las ciencias coránicas, perseguido por apostasía y condenado a divorciarse de su esposa.

Intente reunir en tomo a un proyecto a algunos intelectuales árabes. En principio, todo el mundo estará de acuerdo. Nadie discutirá la utilidad de una iniciativa semejante. Pero no se conseguirá concretar nada sólido y permanente. ¿Por qué ese fracaso? ¿Es una fatalidad? Esta ausencia de agrupación, ese aislamiento, siguen el juego a los poderes políticos, por un lado, y a los enterradores de la libertad, por otro. Más allá de esta observación, está la pregunta sobre la modernidad. La respuesta está en la relación con la memoria como patrimonio viviente, como fuente alimenticia. Se trata de encontrar, como escribe Octavio Paz, "una modernidad sin fecha, la única que cuenta en realidad".

La modernidad, sinónimo de autenticidad, símbolo de una liberación tanto tiempo esperada, sólo puede vivirse colocando la memoria en su sitio. Es como un río que se hubiera desbordado o cuyo curso hubiera sido desviado. Nuestra relación con el pasado debe pasar por un examen crítico de nuestro presente. De lo contrario, seguiremos sin saber aportar respuestas a los interrogantes difusos y a veces confusos de este fin de siglo. ¿Qué se puede responder al adolescente que vive en unos campos palestinos miserables, lugares patógenos, en los que la exclusión y la muerte son habituales, y se propone sacrificar su vida por un ideal que para él no sólo es indiscutible, sino sagrado? ¿Qué se puede responder, qué decir frente al miedo, a la angustia de un Occidente que tampoco se ha replanteado su memoria reciente, la de la colonización y sus guerras? ¿Cómo contener el discurso y la acción mortífera del racismo? ¿Qué respuestas aportar a esta degradación de la imagen del mundo árabe y musulmán?

La ignorancia se exime de culpa trivializándose. Ya sea en el terreno de la historia inmediata o de la cultura, ya no avergüenza ser ignorante o, peor, ser poco concreto. El pensamiento desaparece al convertirse en algo reductor. La mirada dirigida al otro en ambas orillas del Mediterráneo está cada vez más minada por la sospecha. Por una parte, algunos musulmanes recuerdan lo que Occidente debe a su cultura. Por otra, algunos europeos caen en las amalgamas más vergonzosas sin que eso les impida dormir. Así, la era de la poscolonización está hecha de anmesia selectiva, de reticencia y de eurocentrismo. Un juego de fascinación y rechazo, de exasperación y focalización en Occidente, se mezcla don una amarga toma de conciencia: Occidente no mira hacia el Sur, sino hacia el Este. Y como dice Mahmud Hussein, "el Sur de Europa es el Este".

Hoy, lo que llaman el retorno de lo reprimido se ve acompañado de violencia. Algunos escritores nacidos en otros lugares ocupan el escenario literario europeo. Es el público quien les escoge y elige. Para algunos, es una violencia perturbadora. Para otros es una venganza del antiguo colonizado, un poco como la que soñaba Frantz Fanon. En cuanto a la otra brutalidad, la que ensangrienta la tierra y el pueblo argelinos desde hace cinco años, es el síndrome de una búsqueda, la búsqueda de una identidad perdida masacrada por una larga y dolorosa desposesión, primero turca y después francesa. Francia ha olvidado leer y hacer leer las páginas de su historia con Argelia. En ese sentido, puede decirse que la guerra de Argelia todavía no ha terminado del todo. El poscolonialismo no es una merienda campestre. Es la historia que sufre como un cuerpo enfermo y mal cuidado.

Tahar Ben Jelloun es escritor marroquí, premio Goncourt de novela.

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