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UN EJEMPLO MUNDIAL

Los años del amor embarrado

Recuerdos de las tres décadas de vicisitudes de una pareja en Orcasitas

Los 81 años de Soledad sobre el planeta le han negado el oído y la memoria, pero no el amor todavía adolescente por José. Llevan casi 70 años de novios bajo los obuses de la guerra y la penuria de vivir con seis hijos en una calle embarrada de la Meseta de Orcasitas, sin agua, luz, escuelas ni médico.Tantas vicisitudes que José no sabe entresacar la peor: la mili en Cáceres, ya casado y con dos chiquillos -zanahorias y boniatos, único rancho-; de los problemas derivados de su pertenencia al bando republicano; las caminatas hasta Delicias, o incluso hasta Chamberí -donde se colocó como fotograbador- para ahorrar el metro; el vértigo de un viaje desesperado a la plaza de la Beata Mariana de Jesús con su hijo Luis casi muerto en los brazos. "Para una novela".

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Soledad y José -cumplirá también los 81 en agosto- son madrileños de la calle de Segovia y de la ronda de Toledo. Emigraron al páramo de Orcasitas en 1948 porque no había forma de encontrar un piso en el desierto de la posguerra y estaban hartos de vivir con los padres de una u otro y de las desavenencias por el roce cotidiano. Por consejo de un amigo, compraron por 3.200 pesetas una parcela a Pedro Orcasitas y comenzaron a levantar una casita que con el tiempo y las pagas extra fueron ampliando.

"Mi amigo me dijo que pidiese en el Ayuntamiento de Villaverde [todavía no estaba anexionado a Madrid] permiso para una valla, y que si venía el guardia, lo arreglábamos con veinte duros", relata José. El policía pasaba por allí mientras ponían los cimientos y las paredes sin decir pío, pero cuando estaban poniendo el tejado les mandó parar la obra. "Mi amigo, que tenía mucho genio, le recriminó por haber esperado a que estuviese casi terminada la casa para mandarnos parar; al final no pasó nada".

"El trago más gordo fue para mi mujer", reconoce José, no había ni colegios para los chicos, y les teníamos que enseñar nosotros; tampoco practicantes, y tuve que aprender a poner inyecciones".

Luego, Don Ignacio, un maestro rojo represalido, montó una escuelucha en dos habitaciones. En 1954 por fin llegó un colegio público al barrio de San Fermín. Todo un avance social para Orcasitas, pero había que recorrer unos dos kilómetros con los críos campo a través. Los caminos se hacían al machadiano modo de la pisada repetida; el chorrillo que manaba de la fuente se congelaba en invierno, y Soledad acarreaba cacerolas con agua caliente para deshelarla. "Era como un poblado de Filipinas", sentencia José.

Y las peleas con un vecino que era jefe de barrenderos y cortaba la llave de paso de la fuente porque la humedad rezumaba en su casa. "El venga a cortar, y yo venga a abrirla otra vez". Luego colocaron un depósito que se rellenaba con el agua que traía un hombre a 50 céntimos el cántaro. Y dos años antes de que les diesen su piso tuvieron agua corriente.

La luz llegó gracias a que Críspulo, un terrateniente de la zona, adelantó el dinero para enganchar la electricidad; después cada vecino hubo de pagarle 500 pesetas. "Era una luz muy pobre, pero yo tenía dos elevadores de potencia que me agencié; no veas cómo se mosqueaban los vecinos", rememora José. Después vinieron las ocupaciones del ministerio con más barro del habitual en las botas, las interminables asambleas vecinales y, por fin, el piso de sus sueños, en la plaza de la Memoria Vinculante. Por su casita, el patio, una higuera y dos parras le dieron en 1980 con la expropiación 78.000 pesetas. "Nos trajeron los muebles y todo a cargo del ministerio o no sé de quién". Pagan 1.800 pesetas al mes por un piso dignísimo de tres dormitorios que terminarán de pagar el 2015. No confían en que su cariño les ate a la vida hasta entonces.

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