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Lo que hemos perdido en la plaza de Oriente

A la vuelta de las vacaciones he conocido por la prensa la total demolición de los restos hallados con las excavaciones arqueológicas de la plaza de Oriente de Madrid. Aunque sólo sea de modo testimonial, debo reflexionar sobre este hecho y sobre cómo debería haber ocurrido. Un signo de la cultura de nuestras sociedades es el reconocimiento y apreciación que tengan por los restos de su pasado histórico. Este reconocimiento y apreciación no se refiere sólo a su descubrimiento y estudio arqueológico, que es una finalidad científica básica y primaria, sino a qué hacer a continuación con los restos arqueológicos encontrados.Respecto a la primera parte, la excavación arqueológica y estudio científico de la plaza de Oriente ha sido irreprochable, aunque aún en este punto existen sombras que, a la larga, pueden ser desastrosas para la debida finalización y publicación científica de los resultados. Botón de muestra significativo es la renuncia a la continuación en los trabajos de uno de los codirectores de las excavaciones. Pero es en la segunda parte, la conservación, valoración y difusión de los restos hallados y su significado, donde la actuación de nuestros administradores del patrimonio ha sido lamentable y equivocada.

Para todos era evidente que la realización del proyecto de paso subterráneo y de aparcamiento de la plaza de Oriente iba a dar lugar a descubrimientos arqueológicos. Las excavaciones arqueológicas descubren un patrimonio histórico que pertenece a la sociedad. Lo descubierto formó parte del urbanismo previo, de las arquitecturas desaparecidas y de las industrias y las artesanía de nuestra ciudad histórica. Y todo esto forma la memoria de nuestra ciudad, que pertenece a sus ciudadanos y no sólo a los científicos o a los administradores de su cultura. De este presupuesto se deduce todo lo que se tenía que hacer y no se ha hecho y que, de modo muy sintético, expongo.

En primer lugar, el proyecto tenía que haber incluido un porcentaje dedicado a la conservación y comunicación de una parte de estos restos, de la misma manera que incluyó su excavación y estudio arqueológico. A su vez, los trabajos arqueológicos debieron efectuarse a la vista del público, como se hace de modo normal en los países de nuestro entorno. Al menos debería haber quedado en la memoria de una generación de madrileños la visión de los restos hoy demolidos.

Se suele afirmar que arqueólogos e historiadores estamos en contra del progreso, de la renovación y la modernización urbanística. Nada más alejado de la realidad. Los arqueólogos sabemos que es la realización de obras urbanas, privadas o públicas, lo que posibilita el conocimiento de los restos ocultos y que, por ello, estamos obligados a colaborar y coordinamos con ellas. Pero también es necesario que urbanistas, arquitectos y constructores sean conscientes de la existencia y el valor de este patrimonio oculto y de los medios que deben poner para su estudio, conservación y comunicación. La existencia de técnicas sofisticadas permite la realización de estos proyectos urbanísticos sin menoscabo para los restos aparecidos. Y el volumen económico de los trabajos y la comercialización de la obra realizada basta para sufragar el sobrecoste que se deriva de la conservación.

También sabemos que no se puede conservar todo lo hallado. Por ello existen criterios que -siempre en coordinación con el proyecto de obra- permiten decidir qué se debe conservar y qué se puede destruir. Como todos los criterios, éstos son relativos, pero no por ello es imposible su aplicación, ni por ello se debe concluir que todo se conserve o, como se ha decidido en este caso, que todo se destruya.

Tres criterios determinan esta decisión: el valor científico -histórico, arqueológico y artístico-, el valor simbólico y el valor comunicativo. En los tres criterios 'los restos destruidos poseían una valoración máxima. Arqueológica e históricamente, allí existía una evolución de restos que abarcaba desde la creación de Madrid en la alta Edad Media hasta nuestros días, con referencias a modelos urbanísticos históricos de primera importancia. La última fachada descubierta de la Casa del Tesoro que daba al antiguo Alcázar, tenía, además, una nobleza que la hacía ser considerada una obra de arte si es que se necesitaba reconocer un valor estético raramente presente en los restos arqueológicos.

Su valor simbólico era único: lo destruido fue la sede política, administrativa y cultural de la monarquía de los Austrias, de nuestra edad de oro. En este sentido, se ha destruido algo que es único, imposible de encontrar en otro lugar salvo bajo el mismísimo palacio Real. Se ha destruido, además, el entorno urbanístico e histórico de este palacio, que con ellos se hubiera comprendido mejor gracias a la existencia vecina de los edificios administrativos de los Austrias.

Además, lo destruido se encontraba en el centro del foco turístico de Madrid. Por lo tanto, era seguro su éxito de público. El aspecto comunicativo, la musealización de los restos que se hubieran decidido conservar, habría sido un foco más de atracción turística, que podría haberse convertido en el lugar de explicación de la visita que el público efectuara a nuestro centro histórico y al palacio Real.

Nuestros administradores han demostrado su falta de sensibilidad al destruir unos restos con evidentes valores científicos y simbólicos, y su falta de visión política y social al desaprovechar de modo tan evidente la posibilidad de completar una obra urbanística moderna y necesaria con un verdadero centro cultural donde conservar y musealizar unos restos que, sin lugar a dudas serían símbolo de nuestra ciudad y de la historia de nuestro país. Quizás sólo queda un remedio: el bien patrimonial destruido debe ser restituido con otro bien cultural que, allí, compense o mejore el perdido

Luis Caballero Zoreda, investigador arqueólogo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), es ex subdirector de Arqueología del Ministerio de Cultura y ex subdirector del Museo Arqueológico.

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