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La excepción francesa

Emilio Menéndez del Valle

Nada mejor que el título ("¡Por fin!") y el contenido del artículo publicado hace unos días por el politólogo francés Sami Naïr en EL PAÍS y Le Monde para calibrar el impacto que en amplios sectores de la opinión pública árabomusulmana ha tenido el reciente viaje a Oriente Medio del presidente Chirac. Como es conocido, el ridículo y agobiante esfuerzo de las autoridades israelíes por impedir el contacto entre un Chirac paseante por las calles de Jerusalén y los habitantes palestinos llevó a aquél -probablemente de forma calculada- a mandar a paseo a los policías israelíes que, literalmente, le acogotaban.El gesto francés no es más que el esfuerzo expresivo de una política exterior propia que desea hacerse un lugar en el mundo. Iniciada por Mitterrand, resulta manifiesto que Chirac pretende impulsar al máximo la cota de independencia. Sabemos que -sobre todo desde el final de la guerra fría, cuando era fácil lograr un margen de autonomía cortejando a una o a otra de las dos superpotencias- en las relaciones internacionales la norma la imponen los Estados Unidos. La excepción -al parecer la única excepción hasta el momento- la encarna París.

Propiamente hablando, no existe sociedad o comunidad internacional alguna, dado que los intereses nacionales priman de forma escandalosa sobre cualquier consideración comunitaria de relieve. Lo mismo sucede a nivel nacional, interno, donde los intereses de la mayoría se verán más o menos atendidos o menospreciados en función de quién gobierne el Estado en un momento dado.

De ahí que el elogio de la política exterior francesa sea relativo. No cabe en lo que se refiere a su actuación en África, ese África ex-colonial que muchos denominan todavía "francesa". Ese África donde los horrores no cesan. Ahí la norma la ha impuesto París. Norma generalmente, aunque no siempre, encaminada a sostener en el gobierno a dictadores propicios para los intereses de la ex-metrópoli.Pero como es también posible defender la relatividad de lo relativo, hay que decir que en Oriente Próximo París practica una política que tiende a defender al débil frente a la acometida del poderso. Que lo haga por motivos altruistas, estratégicos o económico-comerciales poco importa si del ejercicio francés de un notable grado de independencia en sus relaciones exteriores se derivan beneficios para los pueblos palestino o iraquí, pongamos por caso. Pueblos que pueden ver facilitado su camino hacia una más pronta solución de su trauma histórico-nacional en el caso del primero, o hacia el final del hambre y la descomposición social que padece Irak a causa del normativo embargo impulsado por los Estados Unidos.

El caso es que la acción exterior gala en esta parte del mundo logra hoy el favor y la admiración de árabes y musulmanes, en buena medida perdidas a causa de su intervención en la guerra del Golfo. El distanciamiento de París de los bombardeos norteamericanos hace dos meses y su insistencia en la soberanía e integridad territorial de Irak explican algunas reacciones por parte árabe. Por ejemplo, la manifestada el 4 de septiembre por Amir Rashid, ministro iraquí de Petróleo: "Los países amigos que nos han apoyado, como Francia y Rusia, ciertamente gozarán de prioridad".

Es obvio que una política exterior independiente puede hacerse sólo si el PIB y los recursos materiales a ella dedicados lo permiten. Importantes dosis de imaginación, rigor y organización son igualmente indispensables. No todos los Estados disponen de todo ello, pero algunos podrían lograr un interesante margen de autonomía aplicando algo más de reflexión y seriedad a la política exterior. Finalmente, cabe la duda de si la excepción que comentamos persigue la mayor gloria (legítima) de Francia o puede además servir para potenciar la política exterior de la UE. Pero, ¿existe tal política?

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