Ahora es Kenia
LA CRISIS en Kenia se viene gestando desde hace años. Sus causas profundas no son otras que las de tantos conflictos en el África subsahariana: la corrupción, el despotismo de los gobernantes, la pobreza y las tensiones tribales. Pero el hecho de que el conflicto haya estallado en la ciudad portuaria de Mombasa de la forma en que lo ha hecho, con una operación de comandos armados bien organizados, que han atacado a la población no originaria de esta región costera, puede tener mucho que ver con el hecho de que a finales de año están previstas las elecciones legislativas y presidenciales. Los muertos ya se cuentan por decenas.En 1992, ante las primeras elecciones multipartidistas en Kenia, se produjeron violentos enfrentamientos tribales que el régimen del presidente Daniel Arap Moi utilizó para maniatar a la oposición. Pocos dudan que fue el aparato del Estado el que organizó aquellos disturbios. Y son muchos los que ahora creen que puede ser una repetición de aquello. El presidente ya se ha apresurado a acusar a la oposición de los incidentes de Mombasa y ya se han producido las primeras detenciones de miembros de la oposición y de grupos de defensa de los derechos humanos.
Más de diecinueve años lleva Moi, de 79 años -sucesor del fundador del Estado, Jomo Keniatta-, al frente del país. En estas casi dos décadas ha hecho todo lo contrario de lo que prometió en su día. Ha establecido un régimen de una corrupción clamorosa, extraordinaria incluso para los altos niveles habituales del abuso en África central. La corrupción ha sido la causa alegada por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para paralizar unos créditos solicitados por Nairobi.
Que la situación no haya provocado conflictos graves antes se debe en gran parte a la solidez de Kenia como gran centro del comercio y los negocios, a su éxito como destino turístico y a sus exportaciones. Pero algunos de estos sólidos fundamentos pueden estar quebrándose ahora. En este sentido es difícil que repitan su visita a este país los miles de turistas que se han visto confinados a sus hoteles en los últimos días a causa de la violencia armada.
Pero, independientemente del origen específico de los últimos disturbios tribales y de que hayan sido orquestados o no por el Gobierno para utilizarlos en contra de la oposición, como ésta denuncia, es la corrupción rampante la que, como en tantos otros Estados africanos, asfixia a la sociedad y a la economía y envenena la política. La corrupción impide el desarrollo, devora los recursos y neutraliza los avances hacia un Estado de derecho.
Llegado a estos niveles, es un fenómeno tan desestabilizador como la propia represión política de la que, además, suele servirse. El conflicto de Kenia vuelve a plantear la necesidad de que la comunidad internacional sancione también la corrupción de los Estados como un abuso y una agresión a sus ciudadanos. El bloqueo por parte del FMI y Banco Mundial de sus créditos a Kenia es un paso en este sentido. Tanto los organismos internacionales como los Estados democráticos deberían tener en cuenta la corrupción de un régimen en sus relaciones bilaterales. La población no debe sufrir por ello, pero los gobernantes deben ser advertidos que el expolio al que someten al pueblo no es indiferente a la comunidad internacional.
La corrupción económica y la política van siempre de la mano, porque un Estado que viola unas leyes tiende a violarlas todas en cuanto le interesa. Y esa degradación acaba imposibilitando el desarrollo de las sociedades hacia la democracia, y con ello, de las relaciones pacíficas de convivencia en países con poblaciones muy heterogéneas y tensiones tribales. La Kenia del presidente Moi es todo un triste ejemplo de ello.
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