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Tribuna
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Así se escribe la Historia

"Así se escribe la Historia" es una expresión polisémica que expresa tanto el desengaño de no ver reflejado en los textos lo que nos consta como verdadero, como la soberbia profesoral del que siempre cree tener la última palabra. El camino del conocimiento es tan fascinante como aleccionador y sirve, sobre todo, para descubrir cuánta es nuestra ignorancia.Toda generación revisa el legado de sus mayores por simple curiosidad, afán de novedad o con el fin más o menos encubierto de ajustar cuentas, cuanto más proviniendo de una prolongada y cruel dictadura. Dictadura no ciertamente breve y restauradora, sino angustiosamente interminable, presidida vitaliciamente no ya por un padre castrante, sino por un abuelo castrador, general "superlativo" (como expresivamente le definió el añorado Tomás y Valiente) que no cesó de matar hasta el fin de sus días.

Es lógico, pues, que estando de por medio la destrucción de nuestra primera democracia o, si se prefiere, del primer régimen parlamentario digno de tal nombre de nuestra Historia inmediata, se conciten todavía tantas pasiones políticas. Conviene decir ahora que se buscan con tanto afán antecedentes históricos respetables que la monarquía que encarnó la Restauración fue una monarquía limitada, de acuerdo con Kelsen, es decir, no absolutista pero tampoco constitucional. Seamos precisos no sólo definiendo el concepto, sino también en el uso de la terminología. Si la Historia y la Historiografía tienen tanto que decir al respecto, digo yo que la Ciencia Política también. De acuerdo con la más ortodoxa teoría política liberal, fundamentada en el artículo 16 de la Declaración francesa de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, que dice: "Una sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes, carece de Constitución", habremos de concluir que el sistema político canovista no fue una monarquía constitucional como sí lo es la actual; a partir de ahí establézcanse los puntos en común que se quiera.

Al final acaba imponiéndose el peso de la Historia. Su autoridad, respetada por todos, es tenida como el definitivo punto final, por más que, pese a Fukuyama, no concluya jamás. Hasta los dictadores de cualquier signo, por más que quieran torcer su curso natural, le rinden pleitesía. Francisco Franco dijo que sólo respondería ante Dios y ante la Historia, y Fidel Castro declaró con fe que la Historia le absolvería.

Total, que siempre estamos a vueltas con el desencantado "así se escribe la historia". Hoy, a propósito de Antonio Cánovas del Castillo; ayer u hoy, a propósito de Franco o Azaña. El pretendido conocimiento "científico" con que declaramos acometer nuestros análisis y reflexiones sobre determinados temas debería hacernos a todos más modestos. Lo de sentar cátedra parece ya cosa del pasado. La autoridad "científica" es la que realmente cuenta, y la tiene no quien se la otorga a sí mismo, sino aquél a quienes sus propios compañeros de gremio se la conceden y se la reconocen, a pesar de la mezquindad existente en negar siempre el pan y la sal a quien no sea de nuestra cuerda. Hay quien tiene la soberbia de estar escribiendo siempre historias "definitivas", cuya mejor prueba de que no lo son es que están reescribiéndose permanentemente. O también la de tener la "última" palabra porque, después de proferida, se confunde el silencio respetuoso con el eco vacuo de nuestras rancias admoniciones.

Está bien que se polemice sobre el 98 o sobre la significación del sistema político canovista, sobre si las habilidades de Romero Robledo o las de Cánovas fueron transacciones justas, lícitas, honradas e inteligentes, o no lo fueron en absoluto, siempre y cuando no se consideren las opiniones contrarias o simplemente complementarias, dignas de un indocto incapaz de eludir el clisé o el estereotipo.

A estas alturas resultaría casi anecdótico que se diga: "La izquierda manda por completo en la historiografía e impide que haya una visión real de la Guerra Civil", si no lo dijera un reputado polemista, faltón y resentido con la izquierda de la que proviene, y desde las nobles tribunas de un curso de verano de la Complutense por él dirigido, donde han oficiado conjuntamente neoliberales y neotrotskistas a modo de pinza -tan de moda ahora- para llegar a tan iluminadora conclusión que identifica a la izquierda con la democracia. Podrá considerarse "políticamente incorrecto" afirmar que determinado autor ha copiado mejor o peor a Rivas Cherif para escribir sobre Azaña y embolsarse un par de millones de paso a costa de su memoria, o que el Partido Popular y su líder se apropian con mayor o menor ligereza de cascos de la figura de Azaña, pero no podrá decirse que es mentira ni que el osado autor de semejantes afirmaciones, argumentadas y razonadas a lo largo de 24 páginas -ciertamente irónicas-, merezca del ilustre secretario (ayer experto en Azaña, hoy perspicaz genealogista y aplicado secuaz del susodicho) la consideración de proveniente de "la más rancia caverna estalinista" sin que el nuevo estigmatizado haya sido comunista ni en sus años mozos, a diferencia de su ilustre jefe, padrino, amigo o lo que sea. Y es que no hay como un buen pesebre para hacer de un simple un canalla. En fin, que decía (¿por qué ya no?) el admirado Juan José Millás.

Una figura de la dimensión histórica de Azaña, cuyo nombre inevitablemente se halla vinculado a la gran tragedia del fracaso de la II República y la guerra civil, exige una extrema prudencia a la hora de las valoraciones. No creemos que pueda decirse que, apenas salidos del "mito franquista", estamos cayendo en el "mito azañista", tan falso como aquél, y que Azaña no sólo confundió la República "con su propia versión de la República", sino que: "En esa pretendida infabilidad excluyente radicó el hundimiento de la democracia". Ahí es nada. La "versión" de Azaña de la República (centenares de páginas y de discursos así lo corroboran) no era otra que la defensa del parlamentarismo y el estricto acatamiento político de sus reglas procedimentales. Pretender convertir a Azaña en el principal responsable del fracaso de la República (la Democracia), culpabilizando a un demócrata -¿el único?- de la destrucción de la Democracia por los antidemócratas, es una clamorosa injusticia histórica que contradice todo el conjunto de investigaciones más solventes que sobre dicho periodo histórico se vienen publicando en los últimos tiempos. Responde, además, a una concepción de la historia añeja en la que los grandes protagonistas aparecen como dioses omnipotentes y plenamente autónomos para hacer y deshacer a su antojo, ignorando todo el complejo entramado de estructuras y relaciones político-económico-sociales de las que ellos mismos son parte importante, pero sólo parte, a no ser que queramos ahora explicar la historia de la mano de la psicología... barata.

Está bien opinar si se hace con- auténtico conocimiento de causa, pues ahora todo el mundo se cree con derecho a hacerlo de cualquier cosa. Hay y habrá opiniones controvertidas sobre Azaña, sobre Cánovas, sobre Franco, y sólo serán despreciables si muestran un desconocimiento manifiesto. Si son acertadas habrá que asumirlas, pues no harán sino completar o engrandecer nuestra cultura. Desconozco a quien quiera mitificar a Azaña ahora; es conocida su caracterización como hombre "arrogante", "rnalévolo" y "soberbio". No resultan nada novedosas las alusiones a su difícil carácter, a sus inevitables contradicciones, a su evolución de la intransigencia pactista a la necesaria transacción negociadora que impone la política, etcétera. Pero hacer de ello la causa primera del fracaso del régimen republicano y de la consiguiente guerra civil, o que su figura se encuentre inmersa en un proceso de mitificación equiparable al de Franco nos parece, con todo el respeto debido a la persona, un exceso muy típico del temperamento, carácter o personalidad de Azaña que justamente se critica.

¿Cómo conceptuar si no a quien cada vez que un planteamiento historiográfico no le gusta, por más que esté argumentado y construido sobre información contrastada e incluso sostenido por autoridad semejante o incluso superior a la suya, lo califique él mismo de "idiota" o lo tache de "tópico"? Menos mal que nunca nos faltarán maestros con vocación de desasnarnos. Basta para ello con consultar su abundante bibliografía sobre Alfonso XIII y Primo de Rivera para "ilustramos" sobre la obvia "irresponsabilidad" del monarca en el golpe de Primo de Rivera que, al parecer, sólo la izquierda cerril niega; bastan las dedicadas a la II República y la guerra civil para "ilustramos" sobre quiénes eran los buenos y quiénes los malos (como por ejemplo en la revolución de Asturias, donde se nos "ilustra" sobre tantas declaraciones incendiarias de Largo Caballero, el "supermalo", que justificarían lo que viene después, pero se ignoran las declaraciones no ya equivalentes, puesto que son previas, sino las aberrantes apelaciones al exterminio proferidas por Calvo Sotelo, ¿el superbueno?, anteriores a octubre de 1934); e, igualmente, para terminar, bastan las dedicadas al franquismo, donde se nos "ilustra" sobre los "25 años de paz franquista" o se nos "muestran" con absoluta objetividad las glorias del desarrollismo y otros logros exclusivos del anterior jefe del Estado que la izquierda obtusa se empeña en seguir. negándole al auténtico supermán de nuestros próceres: Franco, ayer; Aznar, hoy, o Cánovas, anteayer.

Lo dicho. Así se escribe la Historia. Mejor será tener la humildad de no pretender escribirla en solitario ni interpretarla unívocamente desde nuestra única autoridad, por respetable y reconocida, llegado el caso, que pueda ser. Y lo fundamental, sin malévolas apropiaciones, sin insultos ni descalificaciones, salvo para aquél o aquéllos que incumplan tan elementales reglas deontológicas. ¿No?

Alberto Reig Tapia es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

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