El Mundial me saca de quicio
No me gusta el fútbol. En tiempos normales ello no me supone demasiado problema, pero en este momento confieso que me encuentro acorralado, agredido, y que no encuentro ninguna isla en la que refugiarme. El Mundial se encuentra por doquier, no sólo en los estadios. Está en lugares en los que normalmente no pinta nada. Los escaparates de las tiendas están decorados con balones, los panaderos fabrican panes redondos, correos edita sellos con forma de balón, los autobuses y los taxis están decorados con fotos de futbolistas, y por lo que se refiere a los aviones de Air France, aunque decorados para el Mundial, permanecen pegados al suelo.No hay nada que hacer. El balón está fuera de sí y yo también. No sé dónde dar con mis huesos para escapar a esta invasión procedente de los cuatro puntos cardinales.
He buscado asilo deportivo en Marruecos, mi país natal. No he tenido suerte, el equipo marroquí ha sido seleccionado. Juega el primer día. Lo que ha provocado que las radios y los periódicos me pregunten qué pienso de la selección de mi país. No he podido expresar hasta el fondo la alergía que me produce en fútbol: he dicho con la boca pequeña que la victoria de Marruecos haría bien a la juventud marroquí, e incluso quizá que me sentiría orgulloso. Eso ha sido todo. Entonces me han reprochado no ser solidario. Digamos más bien que no soy chovinista. Lo que es diferente.
Esto me recuerda la reflexión del gran escritor argentino Jorge Luis Borges y su asombro al enterarse por los periódicos, tras un partido de fútbol, de que «Holanda ha aplastado a Argentina». ¡Un país tan pequeño había logrado poner de rodillas a una potencia tan grande!
No, decididamente no consigo interesarme por el fútbol, ni siquera cuando son mis compatriotas los que juegan. No comprendo las devastadoras pasiones que el fútbol desencadena en centenares de millones de personas. No debo ser muy normal. Me deja absolutamente indiferente. Por otra parte, comprendo que el fútbol es un gran ejercicio de desahogo colectivo. Más vale que la gente se pelee simbólicamente por un balón a que se haga la guerra con las armas. Es cosa sabida. ¿Entonces, por qué me sigue produciendo esa alergia? Quizá porque no tengo necesidad de desahogarme colectivamente. Quizá porque escribir me desahoga lo bastante como para poder pasar de esas manifestaciones exhibicionistas de las que la violencia no está del todo excluida. Quizá porque, como niño enfermo que fui, no jugué al balón como mis compañeros. Sin embargo, conozco escritores de talento, poetas importantes que no se perderían por nada del mundo un partido de fútbol. Además, no entiendo nada de los comentarios que acompañan a un partido, ni los gritos y vivas en el estadio, y todavía menos a los jugadores, que corren a abrazarse porque han marcado un gol. Se abrazan y se entrelazan a pesar del sudor y la multitud. Es curioso.
¿Qué hacer entonces durante treinta y tres días y treinta y tres noches? Me he comprado algodones para taponarme los oídos. He apartado una treintena de libros clásicos o actuales que tenía ganas de leer desde hace mucho tiempo. He instalado un sistema en el mando de mi televisor para que cambie automáticamente de canal en el momento en el que aparezca una imagen de fútbol. He hecho provisiones de alimentos para un mes para no tener que ir a los supermercados, que viven todos en sintonía con el Mundial. Ya no escucho la radio. Incluso mi periódico preferido en Francia, Le Monde , se ha puesto, como él dice, «al día del Mundial». Felizmente, su suplemento diario de ocho páginas es un cuadernillo separable. Irá directamente a la basura.
Me han dicho que acaba de crearse una asociación. Se llama La Copa está Llena. De ella forman parte los fanáticos antifútbol. Pero, como no me gusta ningún fanatismo, me voy a encontrar solo esperando que el balón no invada mis noches a través de pesadillas con descanso y árbitro.
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