El festival Sónar vive la resaca del "efecto Kraftwerk"
Sónar pasó ayer su meridiano con un balance de cerca de 20.000 personas contabilizadas en sus ámbitos diurnos y nocturnos. Durante el día de ayer se vivía aún la resaca musical de la actuación de Kraftwerk, que tuvo lugar el jueves a medianoche y en la que los abuelos del tecno -el grupo alemán- tuvieron la oportunidad de encontrarse con sus nietos. Las notas dominantes en Sónar son la normalidad y una inyección de público nuevo que ha elegido el festival para introducirse en el mundo del arte y la música electrónicos.
Para que una música tenga raíces necesita tener abuelos, y allí, el jueves a medianoche, estaban ellos, los Kraftwerk, esos alemanes con maquinitas, robots y música que hablaban de las contingencias de nuestro presente. Los abuelos del tecno se presentaban a sus nietos. Se respeta a los abuelos, son los únicos seres vivos que estaban antes que nadie, los únicos que pueden contar de viva voz lo que ha pasado. Y contando lo que ha pasado, los abuelos dibujan a sus nietos el futuro. Como Kraftwerk: 20 años diciendo que la electrónica aplicada a la música tiene sentido. Por eso fue el de Kraftwerk un concierto simbólico. Resulta trivial consignar que el repertorio era un anticipable grandes éxitos con la inadecuada incorporación de un par de nuevas piezas con acento tecno que denotan fallidos deseos de conexión con el nieto. Resulta liviano oponer resistencia a sus tópicos futuristas. El concierto tuvo los consabidos puntos álgidos, que llegaron con piezas como Tour de France -ciclistas en las pantallas-, Autobahn -autopistas en los vídeos-, Radioactivity y Music non stop. Un sonido impecable ayudó a que esta narración llegase con impoluta nitidez al público, que además gozó de suficiente espacio para campar a sus anchas. En este sentido es destacable el acierto que tuvo la organización a la hora de garantizar una habitabilidad que fue de tal grado que incluso se podrían haber vendido más entradas sin que se incomodase al público. Quedó así claro que Sónar no es un festival movido principalmente por un ánimo de lucro que la otra noche brilló por su ausencia. La lección de Daft Punk quedó bien aprendida. El caso es que la actuación de Kraftwerk, que se preveía multitudinaria, no lo fue tanto pues muchos la obviaron temiendo extremas concentraciones. Lo que sí ocurrió fue que la presencia de los alemanes eclipsó el resto de la programación, y quien pagó el pato fue el pinchadiscos François Kevorkian, que una vez instalado en la cabina vio cómo el público se esfumaba ante sus mismas narices. Buena parte de él se acercó entonces a la carpa, donde los Coldcut ofrecieron una dilatada actuación presidida por un constante cambio rítmico, abstracción y un sugestivo despliegue audiovisual. La pareja británica desplegó todas sus artes aplicándolas a una forma de entender el tecno que se escapa de las etiquetas de tan cambiante e iconoclasta que resulta. El público lo agradeció siguiendo su set de pe a pa, a pesar de que la noche ya estaba más que avanzada y al día siguiente aún había más propuestas que paladear. Fue tras Coldcut cuando el Sónar adoptó su faceta más mundana, hedonista y canalla. Para ello se sirvió del británico DJ Vadim, pero especialmente de los franceses Impulsion, reyes absolutos de la terraza del pabellón. Pero pese a que éste es un festival de artes avanzadas, no quiere ello decir que el refranero no le resulte aplicable. Y el refranero dice que noches alegres, mañanas tristes. Así fue la mañana del viernes en el CCCB, sólo ocupado por los expositores, los miembros del equipo del festival y los desangelados artistas que actuaron para el sol. Ya entrada la tarde, el público pareció salir del letargo matinal, y poco a poco fueron animándose los diversos espacios de la sede diurna de Sónar.
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