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El entierro de la sardina

El entierro de la sardina es un cuadro festivo de Goya y una metáfora de la Operación Lucero, que controló los funerales del faraón hasta su megalómano mausoleo allá por el año de gracia de 1975, como Se va el caimán era una inocente canción hasta que Basilio Martín Patino la cargó de sentido en su inteligente Canciones para después de una guerra (1976). El caimán se fue, pero nos dejó de recuerdo la sardina que, de tanto pasearla, ha acabado por corromperse. La transición tuvo que sacrificar en el altar del consenso ciertos olvidos y renuncias obligadas en beneficio de la reconciliación y de la paz, pero incorporó al nuevo sistema político ciertos posos franquistas. Como apunta Josep M. Colomer, el "modelo español" ha desembocado en "una democracia más bien mediocre y de baja calidad". Consolidada ésta, ya es hora de enterrar la sardina, porque ya hiede. La de los GAL es la que más apesta, pues el terrorismo de Estado es el más siniestro de todos. Hay que cortarlo de raíz (su "espíritu") y sin titubeos vía judicial. Compararlo con el terrorismo etarra es miserable, pero la ideología que lo inspira, los principios que mancilla y las consecuencias que desata lo hacen aún más terrorífico. El "todo vale" -incluido el repugnante mercadeo con las vidas ajenas para enriquecerse- produce vómito. La frontera entre democracia y tiranía, civilización y barbarie, honestidad y corrupción ha sido siempre nítida para las personas decentes.¿Los valores democráticos que la Constitución consagra son intercambiables con los del Estado del 18 de julio? ¿Realmente hemos enterrado a Franco y a su "espíritu"? ¿Combatiéndole hemos aprendido a ser demócratas? ¿No estamos rodeados de franquitos por todas partes? ¿No será ésa la razón de no pocas de las disfuncionalidades de nuestra democracia, muchas de las cuales quieren justificarse "democráticamente" certificando la muerte de Montesquieu? Se menosprecian valores irrenunciables en nombre de la "eficacia" (y lo hacen quienes denigraron a los tecnócratas de Franco por semejante aspiración). En nombre de la democracia (aunque ignoren a Rousseau), están convencidos de que el "derecho de pernada" (el de las mayorías sobre las minorías) sigue vigente. Han caído en manos de la justicia no pocos filibusteros, arrebatacapas y demás golfos, pero inquieta la capacidad de blindaje de no pocos criminales que desde el Estado o en nombre del Estado... o del padre, se sienten moralmente legitimados y excusados para haber hecho de su capa un sayo o no haberse enterado de nada (?) salvo por la prensa, lo que no puede eximirles de la responsabilidad inherente al cargo que ocupaban. Irritan las sucesivas tapaderas para evitar la luz ("Licht! Mehre licht!", clamaba Goethe en su lecho mortuorio), esa luz que abrasa la mirada, ese blanco iluminador de la justicia cegado por el negro cuervo de la ignominia y el crimen... de Estado, que es el más peligroso. El franquismo lo practicó impunemente, y en la democracia, antes del GAL, hubo otras muchas siglas (BVE, AAA, ATE) que amparaban a esforzados "patriotas". El franquismo no ha muerto del todo, al menos sus métodos y capacidad de robo. Responsabilidad política y moral la hay a espuertas. ¿Qué es la democracia sino un compromiso moral? También son responsables los que callaron y la sociedad civil que prefirió no ver. "Yo también soy..." (?). Penosa solidaridad, lamentable justificación de lo que nunca puede tenerla. Qué decir de los buitres incapaces de cazar por sí mismos que sólo se alimentan de carroña. Obviamente, hay grados de responsabilidad, y, puesto que el Estado democrático es el único legitimado para la violencia legal, si se prueba la existencia de órdenes ilegales de sus más altas jerarquías, la responsabilidad penal debería recaer básicamente sobre éstas.

No pocos "demócratas" recurren solícitos en defensa de la "razón de Estado" ("¡En todas las democracias se cuecen habas!"), después de haber denigrado a su pretendido inventor (el invento corre parejo con la más débil estructura de poder humana), el "absolutista" Maquiavelo, y recurren para su justificación, frente a supuestos ignorantes, ingenuos o inmaduros por exigir que pague el criminal y se haga justicia, al ya tópico: "Fiat iustitia et pereat mundus" ("Hágase justicia y que se hunda el mundo"), queriendo inducir al acomodo aun a costa de los valores irrenunciables que dan sentido a nuestra civilización. Con tan alocada pretensión, semejantes irresponsables pondrían en peligro al Estado mismo (que no es el mundo). El Estado, aparte de una abstracción, más profana que sacra a partir de 1789, es un cuerpo jurídico-político muy concreto que se encarna en personas específicas e instituciones que pueden ser sustituidas o remozadas (las segundas), y depuradas, juzgadas y condenadas o absueltas (las primeras) sin que perezca el mundo. El mundo sobrevive siempre al más preclaro de los líderes. No digamos de sus secuaces. Nadie es insustituible. Los aprendices de Maquiavelo, para quienes sólo existe El Príncipe (1513), pues ignoran los Discursos sobre la primera década de Tito Livio (1513-1519), donde se plantea cómo resucitar la virtú de la república romana y cuya redacción interrumpió para redactar la que, al parecer, es su "única" pero "circunstancial" obra: una apelación al "estado de excepción" casualmente convertida en clásica, están tan impregnados de "Razón de Estado" que pretenden dar a entender que, para evitar el caos (?) o el descrédito (?) de España (?) -como Franco, que se identificaba con ella-, no hubiera sido mala salida el "borrón y cuenta nueva" o ahora la salvadora prescripción en aras del bien supremo ("pan para hoy y hambre para mañana", pues el caso Marey es sólo el comienzo). Por supuesto que se seguirá utilizando políticamente este asunto (esté sub judice o no lo esté), mientras siga acarreando beneficios políticos. Tampoco acabará con la última sentencia; siempre será un recurso demagógico facilitado por el Ejecutivo de entonces y por el de ahora (aquél negándose a asumir las responsabilidades políticas inherentes a los cargos desempeñados, y éste levantando cínicamente polvos a costa de la salus populi); por el Legislativo (bloqueando por sistema las correspondientes comisiones de investigación parlamentaria y pactando en contra de la propia esencia de la democracia), y por... ¿el Judicial? (aferrado a consideraciones puramente formales y técnico-jurídicas, sin duda legales, pero ¿legítimas?). Désele una oportunidad al "espíritu" de la ley, ya que se ha ignorado su letra, si no queremos certificar la muerte de Montesquieu, que no era un idealista visionario sino un sabio pragmático

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que comprendió la utilidad, funcionalidad e imperiosa necesidad de la división de poderes. Es la inexistencia de puntos finales, el imperio -de imperium, no la auctoritas, ni la potestas- de la ley que a todos nos iguala, lo que impide el regreso a la selva.

Los defensores de la sordidez del poder y de sus ambiciones bastardas, que sitúan al Estado por encima de la Ley y de la Justicia, ignoran el origen y el autor de tan famosa sentencia justificativa, que fue, naturalmente, un político, el emperador Fernando I de Hungría, e ignoran la esclarecedora corrección que hizo, naturalmente también, un intelectual ("¿de cabeza de chorlito", como dijo Pasionaria de los disidentes Claudín y Semprún?), un pensador de los que ya no quedan: "Fiat iustitia ne pereat mundus", apostilló Hegel; es decir: "Hágase justicia para que no se hunda el mundo". "Moi, ou le chaos", decía De Gaulle (aquello sí que era un general). "Yo, o el comunismo", apostrofaba el generalito superlativo. "Olvidemos el pasado (?) y volvamos al amor", cantaba Marie Laforet. "Los tiempos de los escándalos de corrupción no volverán" (!), nos anunció el actual presidente del Gobierno, al igual que el anterior nos aseguró: "Podremos meter la pata, pero no la mano" (!). No se reclama justicia por idealismo o ignorancia; no se exige justicia por desvarío fundamentalista para poner en peligro el bien supremo... ¿El Estado? ¿Qué Estado? Seamos pragmáticos de acuerdo con los vientos de la historia. ¿No somos "admirados" en el universo mundo por nuestra modélica transición?, ¿no hemos sido capaces de plantarnos en la calle seis millones de ciudadanos en perfecto orden indignados con la vesania y el crimen etarras, pero, al mismo tiempo, incapaces de someternos a su degradación?, pues ¿por qué renunciar a seguir siendo admirados y no exigir y acometer entre todos, en todas partes, una ejemplar renovación y profundización democráticas? ¿Por qué se reclaman enfáticamente de la democracia quienes hacen más por entorpecer los procesos democráticos, la claridad y transparencia de la toma de decisiones que a todos nos afectan? España no va a desaparecer porque nos hagamos acreedores del digno título de ciudadanos, de políticos, después de haber sido durante tanto tiempo súbditos forzosos. Cuando hayamos hecho esto, entonces sí que habremos enterrado a Franco y al franquismo; entonces sí será legítimo hablar de una segunda transición si nos juramentamos para dejar atrás a toda su pestilente rehala de buitres, hienas, ratas, ratones, sardinas podridas, boquerones e incluso chanquetes.

Alberto Reig Tapia es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.

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