Al Gore, el fiel heredero de la Casa Blanca
El vicepresidente desempeñará un papel clave en el procedimiento del juicio de Clinton en el Senado
Que sean muchos republicanos los que defiendan con entusiasmo la idea de que el demócrata Al Gore se convierta ya en presidente de Estados Unidos es uno más de los disparates del caso Lewinsky. Pero Gore resiste, como Ulises, atado al mástil esos cantos de sirena. Ni en público ni en privado, nadie le ha escuchado expresar otra cosa que su deseo de que Bill Clinton termine su segundo mandato. Sólo entonces querría él materializar el sueño para el que ha sido entrenado desde su infancia: ocupar la Casa Blanca y convertir desde allí a Estados Unidos en un país que combine la oportunidad de hacerse millonario con la solidaridad con los desafortunados, el cuidado amoroso del medio ambiente con la instalación de un ordenador conectado a Internet en cada aula, ambulatorio, hogar y oficina. Pero un puñado amplio de republicanos quiere que Gore jure lo antes posible el cargo de presidente. Lo reconoce, entre otros, Tom DeLay, que fue el martillo de Clinton en la Cámara de Representantes. "Los demócratas", dice DeLay, "nos acusan de impulsar el proceso de destitución de Clinton para intentar anular el resultado de las elecciones presidenciales de 1992 y 1996. Eso es una soberana estupidez: nosotros queremos que Clinton dimita o sea cesado por los graves delitos que ha cometido, pero también queremos que, respetando precisamente ese resultado, Gore le sustituya. No sé por qué los demócratas tienen tanto miedo a que un muy capacitado correligionario suyo termine con esta crisis haciéndose cargo del liderazgo del país".
Todas las ventajas
La fobia a Clinton de republicanos como DeLay es superior y hasta contraria a sus intereses partidistas, y ellos lo saben. "Cuando pedimos que Gore sea presidente", dice DeLay, "estamos tirando piedras contra nuestro tejado. En dos años en la Casa Blanca podría consolidar una imagen de estadista que le daría todas las ventajas en las elecciones presidenciales del 2000". Tiene razón el congresista del partido del elefante. En estos momentos, el gobernador republicano de Tejas, George Bush, aventaja a Gore en los sondeos sobre presidenciables. Gore es percibido popularmente como un soso que sólo propone más de lo mismo, más presidencia de Clinton.
Constitucionalmente, Gore sería el sucesor de Clinton si éste arrojara voluntariamente la toalla o fuera cesado por el Senado como consecuencia del juicio que empezará a finales de la próxima semana. Recién comenzado el año, ambas posibilidades son improbables, por lo que Gore apuesta sobre seguro: demostrar fidelidad a su jefe. Está en una posición muy difícil: pagaría muy caro cualquier indicio de que tiene prisas por ocupar el número 1.600 de la washingtoniana avenida de Pennsylvania. Así que repite: "Clinton terminará su segundo mandato y los libros de historia le recordarán como uno de los grandes presidentes de EE UU".
En 1998 Gore guardó un embarazoso silencio durante algunas de las semanas más difíciles para Clinton del caso Lewinsky. De intachable vida familiar -sería una sorpresa que sus enemigos políticos le descubrieran una aventura- y valores religiosos tan sólidos como su corpachón, Gore no se sentía nada a gusto por las revelaciones de que su jefe había tenido relaciones sexuales con una subordinada en pleno Despacho Oval y había mentido a todo el mundo al respecto. "El presidente", dice Gore, "hizo algo terriblemente erróneo, y lo ha reconocido". Durante muchos de esos momentos difíciles, Gore se alejó todo lo que pudo del emponzoñado ambiente de Washington y recorrió el país creando las bases humanas y económicas para su candidatura presidencial del 2000. Pero al final, en las elecciones legislativas de noviembre y durante el impeachment de Clinton en la Cámara de Representantes de diciembre, estuvo física y políticamente al lado de su patrón. Sin la menor ambigüedad. Él fue quien consiguió el apoyo de los ex presidentes Gerald Ford y Jimmy Carter a la idea de que Clinton no sea destituido, sino censurado.
Con ese apoyo al jefe, Gore se cubre también sus propios flancos. "Así está haciendo prácticamente inevitable su nominación como el próximo candidato presidencial demócrata", dice el analista republicano Tom Rath. "Cualquier otro candidato demócrata que emergiera ahora parecería que se está pronunciando contra un Clinton en apuros".
De gran coherencia intelectual y vida muy disciplinada, Gore es en muchos aspectos la antítesis de un Clinton que se hunde sólo en situaciones de caos y riesgo, de las que, eso sí, escapa luego gracias a su habilidad para la lucha a la defensiva. Pero la frialdad y seriedad de Gore también contrastan con la calurosa teatralidad con la que Clinton seduce a las personas y las masas. Gore siempre ha sabido que ésa es su principal desventaja electoral.
En los últimos meses, Gore ha intentado hacer más simpático su personaje. Cantó en clave de rap unas letanías antirrepublicanas durante la campaña para las legislativas de noviembre. Y a ese guiño a la minoría negra añadió otro dirigido a la hispana. Se marcó unos torpes pasos de baile con la salsera Celia Cruz en un escenario de Washington y practicó en El Paso su español. "Qué felicidad me da estar aquí con ustedes, aunque sea poco caliente", dijo literalmente. La gente rio: entendió que quiso hacer una broma sobre el calor reinante en la localidad fronteriza, pero que le salió toda una declaración sobre su propio temperamento.
En diciembre, la Operación Zorro del Desierto y el impeachment de Clinton arrebataron protagonismo a una noticia dolorosa para Gore: la muerte de su padre. Al fallecido, que fue congresista y luego senador por Tennessee, debe el actual vicepresidente norteamericano el sueño de ocupar la Casa Blanca. "Eduqué a mi hijo para ser presidente", repitió hasta su muerte Al Gore senior. Fortuna familiar
Nacido en Washington el 31 de marzo de 1948, casado desde hace 30 años con Tipper y padre de cuatro hijos, Gore es el producto de una familia de ricos hacendados de Tennessee. Uno de los dramas de su vida es que su hermana falleciera de cáncer de pulmón como consecuencia del uso del tabaco, una de las plantas sobre las que se construyó la fortuna familiar. Desde entonces, Gore es un adalid de la lucha contra el tabaquismo, que, junto a la ecología y la promoción de las tecnologías de la información, constituyen los rasgos distintivos de su programa político.
Gore, que en su juventud fue reportero de un periódico de Nashville, sabe que en las próximas semanas las miradas de la prensa se concentrarán en su persona. Y no sólo como presunto sucesor constitucional de Clinton, sino también como presidente del Senado. La Constitución norteamericana establece que el vicepresidente del país es también el presidente de la Cámara alta, pero con una excepción. Esa excepción va a producirse ahora por segunda vez en la historia del país: el juicio en el Senado del titular de la Casa Blanca. En ese caso, precisaron los padres fundadores de Estados Unidos, el vicepresidente no puede ser juez y parte y debe dejar que su puesto de honor en el Senado lo ocupe el jefe del Tribunal Constitucional.
Pero Gore, que fue senador antes que vicepresidente, conoce bien la casa y no descarta jugar un papel importante en cuestiones de procedimiento y mediación durante el juicio de su jefe. Tendrá que pisar con pies de plomo. Muy celoso de sus prerrogativas, el Senado se irrita siempre que cree ver interferencias en su seno de la Casa Blanca.
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