La bicefalia exterior de EE UU
La rivalidad entre richard Holbrooke y Madeleine Albright marcará el futuro de la democracia Norteamericana
Que Madeleine Albright y Richard Holbrooke se detestan es un secreto a voces en Washington. El interrogante ahora estriba en saber cómo van a cohabitar dos personalidades tan fuertes y tan enfrentadas en la cima de la política exterior de Estados Unidos. Albright y Holbrooke tienen 16 meses, lo que le resta de presidencia de Bill Clinton, para imponer, a costa del otro, su sello a la acción internacional del imperio norteamericano. Los dos parten con buenas cartas: Albright, habiendo ganado la apuesta de Kosovo; Holbrooke, confirmado al fin como embajador estadounidense en la ONU. El pasado mes, el Senado dio su beneplácito para que Holbrooke ejerza el puesto de embajador en la ONU, para el que fue propuesto en junio de 1998 por Clinton. Un nombramiento presidencial al que Albright, ya entonces secretaria de Estado, se había opuesto con fiereza. Pero la resistencia de Albright a que su rival ocupara el sillón en la ONU que a ella la había convertido en una estrella se enfrentó al firme padrinazgo que hizo el vicepresidente Al Gore de la candidatura de Holbrooke y a la simpatía de Clinton por el negociador que le consiguió uno de los pocos triunfos en política internacional de su presidencia: los acuerdos de paz para Bosnia de Dayton. Sandy Berger, el muy influyente consejero de Seguridad Nacional, tomó el partido de Holbrooke.
Fue 1998 un mal año para Albright. Y, tras una serie de espectaculares fracasos en Oriente Próximo, India, Pakistán, Rusia y China, su brillo seguía apagándose la pasada primavera, cuando estalló la crisis de Kosovo. Entonces, Albright, que ya había sido intervencionista durante la guerra de Bosnia, hizo una arriesgada apuesta a favor de la acción militar contra Milosevic. Antes del comienzo de las hostilidades, Holbrooke fue enviado por Clinton a Belgrado. Pero Albright se había asegurado de que, a diferencia de lo ocurrido con el proceso de paz bosnio, su rival no dispusiera del menor margen de maniobra negociador con Milosevic. Holbrooke fracasó y la guerra estalló. El "idealismo" y la "intransigencia" de Albright, los dos defectos que sus detractores le reprochan, habían triunfado.
Holbrooke guardó un elocuente silencio público durante la guerra de Kosovo. Pensaba que, de haber tenido las manos libres, él habría podido arrancar los objetivos básicos de la OTAN sin arrojar una bomba.Ahora quiere tomarse la revancha y desempeñar un papel decisivo en el futuro de Kosovo. Allí se fue de inmediato al ser confirmado por el Senado como embajador en la ONU, un cargo que en EE UU tiene rango ministerial, le convierte en miembro del Consejo Nacional de Seguridad y no le obliga a ningún tipo de subordinación jerárquica a la secretaria de Estado.
Si Albright se identifica con el internacionalismo idealista del presidente Wilson, Holbrooke se ve a sí mismo como una reencarnación mejorada de Henry Kissinger, el diplomático de las misiones imposibles. Como Kissinger y Albright, Holbrooke no descansará hasta conseguir la secretaría de Estado. Para ello necesita la conjunción de dos elementos: que su padrino Gore gane las elecciones presidenciales del 2000 y que la acción exterior de EE UU esté más marcada en los próximos meses por el embajador en Naciones Unidas que por la secretaria de Estado. Albright no tiene ningún inconveniente a que Gore se haga con la Casa Blanca, pero sí a que Holbrooke la relegue a un papel secundario.
El duelo entre los dos va a ser tan feroz como discreto. Butros-Gali, el ex secretario general de la ONU, denuncia que Albrigth es una maestra en el arte de "acuchillar por la espalda". En el año largo en que el Senado bloqueó la confirmación del nombramiento de Holbrooke, muchos sospecharon en Washington que la secretaria de Estado no era del todo inocente en el asunto. El pasado julio, el senador republicano Charles Grassley lo dijo en voz alta: "Albright es la responsable de que se esté retrasando este nombramiento".
Holbrooke replicará utilizando su extraordinaria red de amigos en los círculos políticos y periodísticos de Washington. Quizá sólo en una cosa van a estar sinceramente de acuerdo los dos rivales: en continuar dándole estacazos a Sadam. Pero ello tiene poco mérito. El dictador iraquí lleva ya una década convertido en el malo por excelencia de la mayoría de los norteamericanos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.