La fruta verde ANTONI PUIGVERD
Una vez más, Jordi Pujol se ha llevado el gato al agua. Pero el último viaje, el que inaugura la pírrica victoria del pasado domingo, puede conducirle no al faraónico final previsto, sino a un callejón oscuro. Aunque la aritmética parlamentaria le permite jugar a dos bandas, ya no está en sus manos condicionar las reglas del juego -en estas manos de Pujol, tan acostumbradas al ordeno y mando-. Quien siempre ha navegado con viento a favor es algo más que inexperto con el viento en contra y el mar embravecido. ¿Podrá reconocer Pujol que el mar es más importante que su barco? ¿Aceptará dialogar con la sociedad catalana (la que aparece en el nuevo mapa político con sus diversas corrientes más fielmente representadas) o se empeñará en su ruta doctrinaria contra viento y marea, como un profeta enfurecido viendo que el pueblo empieza a adorar a unos ídolos extraños? ¿Aceptará Pujol que el enorme vacío de la abstención exige una extremada prudencia gubernativa, una atención excepcional, un pacto auténticamente patriótico para invitar a un segmento decisivo de la sociedad catalana, el segmento que proviene de las migraciones de este siglo, a salir del rincón y a adquirir el protagonismo que le corresponde por su peso social y su vitalidad cultural?Los que no deseamos que los excrementos de algunos políticos impidan contemplar el digno bosque de la política tememos el peor final. A saber: que en los próximos tiempos los escándalos dominen el panorama. Que hay secretos lo sabe todo el mundo, aunque nadie ose publicarlos. ¿Qué pasará, no obstante, si algunos amigos captan que el precio de la delación cotiza más que el de la fidelidad o si los resentidos o agraviados descubren que el bozal empieza a aflojarse?
Maragall ha reaccionado como lo define el tópico: una gota (o bota) malaya. Bastantes observadores han juzgado como una insensatez infantil su obsesiva reiteración de la victoria de los votos sobre los escaños. Pero, más allá de los juicios de intención, lo cierto es que, de entrada, el argumento ha calado. Funcionará como un secante de la vieja retórica pujolista: cada vez que Pujol use el nosaltres (este plural tan característicamente suyo en el que Cataluña, CiU y su propia persona se funden en una misma y pastosa cosa), alguien, no necesariamente el líder de la oposición, recordará: "Tendrá usted más escaños, pero tiene menos votos". No es una táctica despreciable. Puede ser más o menos elegante, puede ser incluso decepcionante que Maragall no se comporte como un deportivo e irónico perdedor británico, pero no es menos cierto que llevamos casi 20 años aguantando los modos de un presidente que se ha permitido muchos cortes de manga ("avui no toca") y que ha actuado con una implacable lógica partidista al cargarse sin contemplaciones la corporación metropolitana; al hacer que primase, con las comarcas, la influencia de su coalición mucho más de lo que hemos comprobado que la ley electoral española prima; al abusar de los medios públicos de comunicación, sobre todo instrumentalizando lo más sagrado, la lengua, como ariete de combate. La politesse y la elegancia no han sido precisamente las mejores virtudes políticas de Pujol. Una ración, aunque sea estrictamente retórica, de su propio aceite de ricino a lo mejor le sienta estupendamente al presidente en funciones y, de rebote, a nuestra rutinaria vida política.
Y sin embargo, Maragall no debe despilfarrar su reconocida tenacidad en estas batallas tácticas. La manzana de su proyecto estaba demasiado verde. Está verde. No se madura un proyecto estratégico en un año, ni pueden sembrarse ideas nuevas en un apretado mes y medio electoral. Lo mejor de esta campaña son las expectativas abiertas, la claridad con que han quedado marcados los caminos que podrían recorrerse. Se han demostrado grandes cosas estos días: que la izquierda puede renovarse, incluso refundarse; que la ilusión política puede rebrotar a poco que esta renovación sea un hecho; que el catalanismo puede ser un instrumento de regeneración de la sociedad catalana y que el federalismo consiguiente (que ha recibido un fuerte respaldo aquí y que ha producido un gran interés allí) podría ser la fórmula creíble para deshacer, sin cortarlo a la belicosa manera de Alejandro, el nudo gordiano que ha empantanado la relación entre Cataluña y España.
Apelar a una Cataluña abierta e incluyente no es una manera más o menos simpática de descafeinar el nacionalismo. El catalanismo es una propuesta que puede desencallar este sordo viaje que estamos haciendo hacia la vía muerta de la tensión. El nacionalismo de Pujol es un proyecto que, en su fundamento ideológico, pretende salvar la comunidad cultural catalana de su desaparición y, en virtud de este objetivo, convierte en enemigos a todos los obstáculos internos y externos. En cambio el catalanismo, partiendo de la compleja realidad catalana, no renuncia al objetivo de salvar esta cultura, pero lo conecta a otro objetivo no menor: liberar todas las riquezas que esta sociedad atesora. Ello implica reconocer la variedad social y cultural de Cataluña, no como estorbo o problema, sino como positivo signo de vitalidad.
Este objetivo, fácil de enunciar, debe superar dos gordísimos problemas. Los años de cultivo de la tensión han creado una subcultura nacionalista (cercana al futbolero sentimiento de pertenencia al Barça y casi confundida con él) que ha adquirido un enorme predicamento en las comarcas en las que el pujolismo se demuestra inexpugnable: la subcultura del aprecio fervoroso y acrítico por todo lo supuestamente propio y el consiguiente desprecio a lo supuestamente extraño (desprecio, naturalmente, cultivado con no menos fervor por tantos medios y políticos practicantes del nacionalismo contrario, el español). El otro gran problema es la indiferencia. Las dos grandes comunidades que coexisten en Cataluña apenas se tratan: se ignoran. Radios y televisiones favorecen esta ignorancia al construir virtuales espacios homogéneos. No vivimos enfrentados, no existen conflictos, ni tan siguiera lingüísticos, pero estamos generalmente de espaldas. La abstención forma parte del paisaje de la indiferencia, que es como una profunda depresión social. No se salta sobre esta terrible fosa con la frágil pértiga de unas apresuradas charlas electorales.
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