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Los nuevos ricos

En 1993, en un artículo de balance de los años del thatcherismo, Andrew Gamble subrayó algo que sus admiradores no siempre han advertido: la revolución conservadora de lady Thatcher había quebrado la espina dorsal del conservadurismo aristocrático -quizá como pago de la displicencia, si no abierta hostilidad, con la que éste la había tratado hasta su triunfo electoral-, poniendo al mando del partido y del Gobierno a una generación de ambiciosos plebeyos arribistas. Es difícil saber si este hecho guarda alguna relación con el cruel pero preciso diagnóstico que recientemente hacía el primer ministro Tony Blair de sus oponentes: antes eran cada vez más débiles, ahora son cada vez más raros.La otra cara del proyecto de Thatcher fue una notable recomposición del poder económico. El proceso de privatizaciones, independientemente de sus aspectos ideológicos de fomento del capitalismo popular, modificó el mapa empresarial de forma significativa. Pero la aportación más original de estos años fue la aparición de un núcleo de gestores capitalistas, por nombramiento político, vinculados a la creación de los Quangos. Este espantoso término, correspondiente a las siglas en inglés de una expresión igualmente notable ("organismos quasi no gu-bernamentales"), designaba a entes dependientes del Gobierno, con plena autonomía comercial y financiera, que se hacían cargo de servicios de la Administración no privatizados, pero a los que se pretendía insertar en la lógica del mercado.

La racionalidad de la creación de estos entes ha sido muy discutida, y se podría sostener incluso que ninguna racionalidad puede justificar la existencia de algo con un nombre tan atroz, pero en cambio su funcionalidad política, como apuntaba Gamble, era evidente: se creaba una capa de nuevos ricos, dependientes del Gobierno en su designación, a los que se otorgaban los sueldos y privilegios propios de los altos gestores de empresas privadas, pero sin necesidad de que hubieran demostrado previamente la menor capacidad empresarial ni excesivas exigencias en lo que se refiere a los resultados de su gestión. Falsos empresarios que reunían así lo peor de la vituperada empresa pública y los más espectaculares vicios de los nuevos ejecutivos privados de los años ochenta: la perfecta recompensa para los cachorros del nuevo conservadurismo plebeyo y arribista.

Es bastante evidente que ésa es una de las razones del singular proceso de privatización de Telefónica en España: crear un grupo de gestores vinculados al Gobierno de la derecha por su nombramiento y modificar así a su favor la estructura de las élites empresariales. Ciertamente, Aznar contaba ya con el apoyo casi incondicional de un sector de la banca y de las eléctricas, rematado con la privatización de Endesa, pero ese apoyo puede resultar muy caro, como es evidente en el laberinto al que le ha conducido el multimillonario regalo de la compensación a las eléctricas por el paso a la competencia. Ganar una cierta autonomía, con el ascenso de una capa de gestores que deban al Gobierno su promoción a la primera fila, parece bastante deseable en un gobernante que aspira a crear su propia base de poder económico.

Naturalmente, el cálculo principal no era éste, sino utilizar los inmensos recursos de Telefónica en la batalla por el control de los medios de comunicación. Perdida la cruzada del juez Gómez de Liaño, y empantanada la ofensiva digital contra el grupo Prisa, las adquisiciones de medios de comunicación han resultado, sin embargo, un notable éxito político, aunque sus resultados empresariales puedan llegar a ser discutibles. Personas y empresas afines al Gobierno controlan una parte abrumadora de la información en España, aun si no han logrado su intención de someter al grupo principal. Y, sobre todo, este control no depende, excepto en el caso de los medios públicos, de los futuros resultados electorales. Si el PSOE venciera en las próximas elecciones, y cumpliera su promesa de llevar al Parlamento el nombramiento del director de RTVE, el panorama informativo resultante, con un ente público neutral, seguiría favoreciendo a la derecha.

Lo único que ha venido a poner en peligro el éxito alcanzado ha sido la imparable ambición de los plebeyos arribistas, que ha conducido al Gobierno a aprietos equivalentes a los que ya le han creado los rancios intereses de las empresas eléctricas. Nada más doloroso para un Gobierno obsesionado por su imagen que verse en evidencia por el hambre de rentas rápidas de sus aliados y servidores. Y, en este aspecto, los nuevos ricos de la derecha española han resultado ser más peligrosos que los viejos intereses. Poca gente ha terminado de comprender que la compensación a las empresas eléctricas no sólo es contraria a la legislación europea, sino un asalto a mano armada al bolsillo de los contribuyentes. No todos los usuarios entienden que Telefónica sigue jugando con ventaja en sus tarifas y que la competencia debería significar un abaratamiento sustancial de sus servicios. Pero todo el mundo entiende que 30.000 o 40.000 millones de pesetas de sobresueldos, por decisión de un gestor nombrado por el Gobierno y sin dar información a los accionistas de Telefónica, resultan un escándalo incluso con un nombre en inglés.

Cuando estaba en la oposición, la derecha sostenía que dejar gobernar a unos muertos de hambre conducía forzosamente a la corrupción. Como resumía El Roto en una viñeta admirable, los nuevos ricos han sabido ahora convertir la excepción -la corrupción quebrantando la ley- en método y sistema de actuación sin salir de la ley. Han hecho suyas las mañas de los viejos ricos para obtener rentas gracias al poder y no comprenden que el propio escándalo moral que crearon en su momento hace insufribles en los servidores públicos lo que puede pasar desapercibido en los propietarios privados. Que no se puede contestar que no hay responsabilidad política si se contrata por miles de millones con parientes y amigos; que las opciones sobre acciones son cosa normal en la empresa moderna; que no es ilegal, como dijo en su momento, para explicar su curiosa estrategia fiscal, nada menos que el ministro portavoz.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de políticas comparadas del CSIC.

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