Los cien años del filósofo Gadamer
El profesor alemán Hans George Gadamer tiene pinta de longevo. Si uno mira sus fotos de los años veinte y treinta advierte un poderoso y tranquilo físico, coincidente con lo que el tópico requiere para los de su nación: he ahí un alemán alto, fuerte, de mirada y cabellos claros. ¿He ahí un ejemplar de la pura raza aria? Tal vez eso ya no. El alma y el lenguaje de Gadamer son y han sido siempre divergentes de lo que esa expresión connota. Eso al menos pensé cuando durante un congreso les ayudé, a él y a su bastón, a subir o bajar escaleras. He dicho alguna vez que para los ciudadanos de Europa, y en particular para los que nos dedicamos a la extraña profesión de la filosofía, hay pocas cosas más consoladoras que la presencia y el trabajo de los demócratas alemanes y de sus intelectuales como Gadamer. Ellos son garantía de que los asuntos de nuestra convivencia y progreso están encaminados, en la medida de lo posible, hacia un pacífico éxito.Ahora Gadamer cumple cien años, su primer siglo. Cuando él nació nacía también el siglo XX y Nietzsche aún vivía. Ahora Gadamer se da el lujo de ponerse tranquilamente a la espera del nuevo siglo evocando, sin duda, el ya transcurrido y "soñando" el futuro: ese tiempo que quiere aún vivir, como le ha dicho estos días -para Il Corriere della Sera- a su amiga y discípula Donatella di Cesare.
¿Pero qué le ha pasado a él y qué ha hecho por nosotros Gadamer en estos cien años? Vuelvo a mirar sus fotos de juventud. Allí aparece con su amigo Martin Heidegger en una instantánea campestre. Ambos veinteañeros visten ropa informal mientras se afanan en cortar leña los dos juntos, con una sierra doble. Sus trayectorias tomarán pronto sendas divergentes. Heidegger, en la cumbre de su fuerza vital y de su ambición, cree descubrir el destino de Alemania, de Europa y de sí mismo en el gesto audaz y en la política ultranacionalista de Hitler. En cambio, Gadamer peregrina pausado y atento por las universidades de su país volviendo los ojos hacia la sabiduría de los antiguos griegos. Pero no para estudiar de nuevo en los viejos textos de Platón y Aristóteles la letra muerta o para manipularlos una vez más a favor de las urgencias doctrinarias, sean las que sean. De lo que se trata ahora es de reconstruir la tradición sin exclusiones y sin dogmatismos. Después de Gadamer está más que claro que la razón occidental, por crítica que sea, jamás puede pretender partir de cero. Que el peso de lo que es evidente hoy para nosotros descansa sobre los persistentes estratos del pensamiento grecolatino y judeocristiano, tanto como de la ciencia y del arte modernos.
Se comprende así que Gadamer haya ido proponiendo poco a poco una teoría de la continuidad de la historia y de la aceptación de la realidad que se convierten de inmediato en una necesaria práctica de la prudencia y de la interpretación en contra de toda rigidez especulativa o caprichosa. Él mismo tuvo ocasión muchas veces de aplicar en su propia vida esas virtudes. En el momento en el que por fin la guerra llega a su término, en 1945, Gadamer se encuentra profesando en la Universidad de Leipzig. Cuando los ocupantes americanos se van los compañeros de Gadamer ven en él la persona idónea para encarar la nueva situación y es promovido a rector. ¿Quién mejor para bandearse con los soviéticos que el pacífico Gadamer, que no podía ser acusado más que de liberal y de europeísta? A veces tenía que calmar y ayudar a los profesores más angustiados ante las posibles depuraciones, en alguna ocasión tuvo que enfrentarse a los comisarios que habían recibido vagas órdenes de limpieza ideológica. (La universidad exhibía una lista honorífica de antiguos alumnos ilustres que incluía, entre otros, a Nietzsche. Los comisarios exigían que, de momento, y "por razones políticas", se eliminara ese nombre, a lo que el rector Gadamer se opuso. Para eso era mejor, decidió, eliminar la lista entera. Y así se hizo).
Después de aquellos agitados meses, la ciudad de Leipzig quedaría en la zona de Alemania del Este y Gadamer prefirió trasladarse. Recaló al fin en la Universidad de Heidelberg, en la que culminó su docencia y fue nombrado emérito. La ciudad de Heidelberg es el centro del homenaje a Hans George Gadamer, que estos días preparan sus discípulos y amigos de todo el mundo. Dos de ellos son el italiano Gianni Vattimo y el español Emilio Lledó, que coincidieron en la Universidad de Heidelberg a principios de los años sesenta bajo el magisterio de Gadamer. Yo quiero ver en eso un signo de cómo el pensamiento vitalista del sur de Europa se incorpora al grave y mesurado discurso de la hermenéutica, siempre desconfiado de todo exceso, para darle un toque de calidez práctica y, por qué no, de política. Al fin y al cabo también al mismo Gadamer le agrada siempre viajar hacia el sur. Cuando Erwin Teufel, el presidente del land de Baden-Württemberg, se levantó ayer, en el aula de la Universidad Nueva, para pronunciar el discurso laudatorio del cumpleaños número cien de Gadamer, puede que el homenajeado tuviera la cabeza en otra parte: estaría tal vez deseando que llegue la primavera para bajar como todos los años a su cita de Nápoles, donde se hace filosofía, se toma el sol y se bebe, si es el caso, la grappa local. Tres cosas que a Gadamer le gusta hacer y que hace con tranquilidad filosófica. Al fin y al cabo lo que importa ya no es nunca más la verdad como violencia inmediata y agotadora, sino, en palabras del propio Gadamer, "la larga resonancia de lo evidente y significativo".
Lluís Álvarez es profesor de Estética y de Filosofía en la Universidad de Oviedo.
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