Exquisita calidez
En época de triunfadores asépticos, de comportamientos mecánicos desapasionados y escasamente comunicativos, sorprende y agrada la calidez (la inocencia, casi) de una ciclista con todo el derecho a considerarse una campeona. Joane Somarriba (28 años) habla sin rubor de felicidad, emoción o pasión, y no sólo suena sincera, lo es. La ciclista vizcaína es un ejemplo de plena realización personal, de éxtasis vital, circunstancia envidiable por encima de asuntos que después de escucharla suenan menores, como sus victorias en el Giro o su fama. Somarriba quiso ser menos de lo que es ahora mismo. Se conformaba con vivir un sueño, con pelear para ganarse la vida a pedalada limpia. Y mantuvo su empeño ilusionado en la adolescencia, cuando era una extraña ajena a los ritos juveniles (bares, fiestas, locuras...), y en la enfermedad, cuando paseaba por las calles de Plentzia encorsetada, la figura viva de una impedida. Se le admira por su fuerza de voluntad pero ella se sabe y se reconoce extremadamente frágil, temerosa del destino, de los giros imprevistos de la vida que la han zancadilleado a voluntad. Como un reflejo de prudencia, Somarriba no logra desprenderse de sus temores, y no hace caso a su historia personal, plagada de infortunios finalmente reconducidos hacia la sonrisa.
El pesimismo es su estado natural; quizá por ello se maravilla y se emociona hasta el llanto cuando la vida le sonríe, como en las dos últimas temporadas, los dos Giros victoriosos, o el séptimo puesto en un Mundial. Antes, en los hoteles acechaba junto a la habitación de su jefa de filas esperando entrever desde el pasillo el color rosa que distingue a la dominadora del Giro, su prueba fetiche. Quería ver y tocar una prenda que suponía demasiado pesada para sus hombros, demasiado amplia para sus expectativas. Tuvo que atreverse y recordar que aunque colmada, nada le impedía añadir algo de ambición a su tesón.
Por todo refugio, conserva siempre a mano a sus tres hermanas, sus padres y su marido: una suerte de clan con el que difumina sus frustraciones y donde se le recuerda que la pelea es la autopista hacia el éxito. Su vida cotidiana se reduce al entrenamiento y al sacrificio, puntuado por un mes de plenitud y unos pocos días de gloria. Demasiado pocos, porque esta sociedad no ha aprendido todavía a reconocer igualitariamente los méritos de uno y otro sexo, circunstancia que asume sonriente.
Somarriba recuerda a sus allegados lo dura que resulta su profesión, el reto de su vida. Y anticipa ya sus deseos de perseguir un segundo reto, otro futuro: alcanzar la vida civil, disfrutar sin estridencias de las cosas simples cotidianas. Siempre a un salto de su familia.
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