La última jugada de Arafat
Vanidoso, nepotista, dictatorial, despiadado. Yasir Arafat es todo eso; un hombre que estaba dispuesto a ver cómo mataban a su gente en el campo de refugiados de Tel al Zaatar, Beirut, asediado por los cristianos libaneses aliados de Israel en 1976, para poder demostrar al mundo la brutalidad de sus enemigos. Declaró un alto el fuego. Luego lo rompió. Luego estableció a los supervivientes de la matanza posterior en las ruinas de la aldea cristiana de Damour y, cuando les visitó en 1976, le arrojaron piedras y verduras podridas. Pero él había logrado su objetivo: demostrar que los aliados de Israel aniquilaban a los palestinos.Es un cínico, un manipulador, un hombre de zorrería campesina. Nunca ha sido ningún Che Guevara, sino un hombre que ha sabido cuál es la cualidad más importante en un dirigente guerrillero: la capacidad de cambiar de opinión cuando todos los demás han decidido qué va a hacer. En 1982, rodeado por el Ejército israelí en Beirut, no le quedaba más posibilidad que rendirse. Entonces, cuando parecía derrotado, decidió -para desesperación de los libaneses- seguir luchando contra el ejército más poderoso de Oriente Próximo. En la invasión israelí de 1982 murieron 17.000 civiles. Dos mil civiles palestinos murieron en la matanza de los campos de Sabra y Chatila, de la que tanto palestinos como israelíes responsabilizaron al ministro israelí de Defensa Ariel Sharon. Los palestinos perdieron. Arafat ganó. Para el mundo árabe, Sharon sería ya siempre un criminal de guerra.
"Estamos orgullosos de nuestra democracia en la revolución", me dijo una vez Arafat. "Es la democracia más ardua y difícil, porque es una democracia entre pistolas. Pero hemos logrado crearla, y los luchadores por la libertad a los que se les ha dado esa democracia seguirán teniéndola en un Estado independiente". Qué ilusiones.
Al final, cuando se le ofreció un Estado en Palestina, a Arafat no le interesaba la democracia. Su policía secreta (entrenada por la CIA) detuvo a los que se oponían a su paz con Israel. Sus familiares disfrutaron de prebendas. Su erario desvió fondos hacia sus leales acólitos. Había pasado a ser amigo de EE UU e Israel. Confiaba en ellos. Habló de "la paz de los valientes". Era el presidente de Palestina.
En retrospectiva, Clinton debería haberse acordado de los años de Beirut. Cuando todos pensábamos que Arafat iba a abandonar el Beirut sitiado en 1982, superado en armas y efectivos por los israelíes, decidió seguir luchando. Y ahora, superado en armas y efectivos por los israelíes en Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, de nuevo ha decidido seguir luchando. Sí, ha condenado la crueldad de los palestinos que han asesinado a sus adversarios.
En las conversaciones de julio en Camp David, se suponía que debía hacer su concesión definitiva, dejar Jerusalén bajo la soberanía de Israel, pero prefirió rechazar el acuerdo. Clinton le acusó de "arruinar" la paz. Los israelíes le responsabilizaron de la violencia provocada por Sharon. Pero Arafat, el obediente siervo colonial, no responde ante nadie más que ante sí mismo. Quería el Estado palestino que, en su opinión, le había ofrecido el acuerdo de Oslo, negociado por esbirros que, en su mayor parte, no hablaban inglés, y sin ningún abogado entre ellos. Le habían engañado, pensó. Así que nada de tratos.
Arafat posee un rasgo muy familiar para los dirigentes guerrilleros e incomprensible para los occidentales: cambiar de opinión sin ni siquiera darse cuenta de que pretende hacerlo. Pero es un hombre que conoce la brutalidad de la política. Si descubre el punto débil de sus rivales, golpea. ¿Que israelíes y norteamericanos le culpan de la "violencia" en los territorios ocupados? Que le culpen. Que el mundo decida quién mata a los palestinos. La responsabilidad ha sido de EE UU y de Israel. Que mueran palestinos y, de ese modo, prueben la crueldad de los israelíes. Todo eso lo aprendió en Beirut. Y ahora lo está empleando en Palestina.
A pesar de todo, es un hombre valeroso. Los israelíes intentaron matarle bombardeándole en Beirut, aunque aseguraron que no le apuntaban a él. Los israelíes intentaron matarle en Gaza hace unos días, aunque aseguraron que no intentaban acabar con él. En 1982, Arafat anunció que sus palestinos habían vivido "un milagro de heroísmo", un "símbolo que pasará a nuestra historia". En 1982, pidió el reconocimiento y la protección internacional. Al final, buques de guerra norteamericanos escoltaron a sus guerreros fuera de Beirut, mientras los civiles permanecían en Sabra y Chatila para ser aniquilados. Ahora pide ese mismo reconocimiento y esa misma protección, pero no puede irse. Arafat sabe cuál es el juego definitivo. Que los israelíes ataquen y maten a los palestinos. El mundo comprenderá. Es un juego peligroso pero que los israelíes no han entendido aún.
© The Independent
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