El final del verano
De repente, en los hipermecados costeros ya no se producen colas. Las estanterías recuerdan a los campos que Atila asoló en su desaforado avance. Botes de mermelada de arándanos conviven con las últimas botellas de aceite, unas salchichas ahumadas agonizan entre despanzurrados plásticos junto a repollos sin alma. En extraño silencio, reposan anchoas en aceite, zumos caribeños, botes de sangría que ya nadie parece querer beber, suavizantes para una ropa turista que ya no será lavada. De repente, las chicas del híper, que durante el cruel agosto no han gozado de un solo momento de reposo, tienen incluso tiempo para los chismes: la encargada se acaba de liar con el camionero guapo de la central; a Vanessa, que es una pelota, van a prorrogarle el contrato. Un sonoro vacío se ha apoderado de estas enormes naves comerciales, como se adueña a marchas forzadas de los grandes bloques de apartamentos, de los bares, hoteles y paseos. Hay mesas libres en todas las terrazas, han desaparecido las manadas nórdicas con su piel de color ketchup y, aunque durante los fines de semana las colas seguirán colapsando las carreteras costeras, ya no se producen en los días corrientes.
Las vacaciones septembrinas tienen el encanto del eco: un sonido susurrante y evocador
También la playa ha cambiado repentinamente. De las terrazas ya no emana el insufrible 'deeebería estar prohibiiido...'. Las no menos insufribles lanchas de recreo han callado casi por completo. Ya empieza a ser posible escuchar el rumor de las olas. Todavía hay, estos días, bastantes bañistas tumbados en la arena. Adoran el sol de septiembre. Si el sol de junio es el más deseado (la promesa de las vacaciones es irresistible cuando agoniza el año laboral), el de septiembre es el más envidiado: está sólo al alcance de los más ricos, de los que pueden permitirse prorrogar indefinidamente las vacaciones. O de los más pacientes. Es decir, de aquellos que durante los gandules días de agosto resistieron en sus tajos vestidos con traje de faena. Estos calculadores personajes disfrutan ahora del morboso suplemento de saberse envidiados por una mayoría de apesadumbrados currantes. Pero sobre todo gozan de los tres mayores lujos de nuestro tiempo, a saber: espacio, silencio y tranquilidad. No tienen que pelear por un metro cuadrado de arena, no tienen que arrodillarse mil veces ante el camarero para conseguir que les sirvan en el restaurante, no tienen que tragarse el dichoso 'no rompas más...' que tanto apasionaba a nuestra vecina de apartamento.
Las vacaciones septembrinas tienen el encanto del eco: pueden disfrutarse sin estridencia, sin angosturas, sin la angustiosa sensación de lata de sardinas que amarga, en agosto, el dulce placer de no hacer nada. El eco de septiembre tiene un sonido susurrante y evocador. Seduce a los que pueden disfrutarlo como el canto de una sirena antigua y provoca en la mayoría de los que sólo podemos soñarlo un triste poso de melancolía.
Para combatir la melancolía del retorno al duro polvo cotidiano, es conveniente agarrarse a los pequeños detalles. El escaso marisco que decora la modesta paella que nos ofrecen en el restaurante de la esquina puede regalarnos el recuerdo de una espléndida comilona frente al mar. El perfume de esta muchacha holandesa que nos pregunta cómo llegar al barrio gótico puede ayudar a reencontrar las perdidas emociones del verano. A veces, el verano se perpetúa en la ciudad de la manera más curiosa e imprevista. Acaba de sucederme: caminando por un barrio cualquiera de mi ciudad, bajo un sol que sigue siendo inclemente, me ha asaltado un olor fresco y cosquilleante. El inconfundible olor de la higuera. ¿Una higuera en la ciudad? No es tan raro, al menos en los barrios viejos. Acostumbran a crecer en los patios abandonados, en solares con casas arruinadas que esperan el mejor momento para ser ofrecidas al voraz mercado. Ahí está: entre unos bloques de pisos, creciendo entre los escombros de una modesta casa noucentista. El asfalto todavía retiene el pegajoso calor del septiembre urbano, pero las humildes ramas de la higuera clandestina ventilan este rincón anodino de la ciudad con un frescor verde y ácido. Pegando saltos sobre la acera, he intentado arrancar un higo oscuro y gordo que colgaba de lo alto. Una señora de cierta edad me ha clavado una mirada mortal y un anciano me ha ofrecido cinco duros. Sin poder conseguir el dulcísimo fruto, he continuado mi camino, evocado mi infancia más o menos rural.
Los higos, junto a las uvas, marcaban el principio del fin del verano. Los payeses no toleraban que los chicos robáramos la uva (los deliciosos y menudos picapolls, casi extinguidos), pero las higueras parecían no tener propietario. Nadie nos perseguía si, despues de escalarlas, nos atragantábamos de fruta dulce y caliente. Ahora en el Motel Empordà también sirven los higos calientes: envueltos en una especie de canastilla de hojaldre, sobre un fondo de crema inglesa de limón, horneados, espléndidos. Los saboreo en memoria de mis aventuras infantiles de final de verano. Entonces, el mes de septiembre era todavía festivo para los niños. Apurábamos la dulce libertad del verano comiendo higos que el sol calentaba. Higos de piel verde y poderosa barriga, higos de cuello largo, dulces como el amor de las damas, y también como el amor de ellas, ligeramente ácido. Los higos son dulces y cremosos, pero ocultan en su piel un componente engañoso. Después de comerlos a lo bruto, a la manera infantil, aparece en la comisura de los labios y en los mofletes una ligerísima urticaria que desaparece con agua. En nuestras escaladas infantiles, no era tan fácil encontrar agua y arrastrábamos, consiguientemente, el escozor durante horas. El final del verano ofrecía, pues, la poderosa dulzura de los higos, pero también un inquietante picor. La dulzura del final de verano y el escozor de todo lo que nos espera.
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