Una tarde en Chatman, N.Y.
Estoy escribiendo estas palabras a menos de dos horas en coche de Nueva York. Hace un par de días, antes de que ocurriera todo, podía plantarme allí en un santiamén. Podía cruzar el puente de Brooklyn (una buena forma de llegar a Manhattan), dejar el coche en algún rincón de Battery Park y entonces subirme al próximo ferry que saliera hasta Staten Island. Desde allí, a bordo de un transbordador cualquiera, lento y atractivamente viejo, podía contemplar como se alejaba la ciudad, como se compactaba poco a poco y tomaba la forma tantas veces vista y recordada: esa línea del cielo ondulante y vertiginosa como el electrocardiograma de un corredor de fondo (o de bolsa), con la imponente presencia, a un extremo, de las dos torres gemelas del World Trade Center, todo un desafío.
Con 1.500 habitantes, Chatman, en el Estado de Nueva York, recibió a su manera la noticia de la masacre
El martes, sin embargo, nada de esto era ya posible. Me levanté con la noticia y desayuné y almorcé frente al televisor: sin tregua, no pude despegarme del sillón hasta al cabo de siete horas, siete horas atrapado por el ojo de la CNN, como todo el mundo, oyendo el lamento de una nación desolada que cristalizaba una y otra vez -cientos de veces- en esa imagen terrible y prodigiosa del avión penetrando el edificio con la limpieza de un bisturí.
Cuando no pude más, cogí el coche y me metí en una carretera. En esos momentos, intentar llegar hasta Manhattan hubiera sido tan imposible como presuntuoso, así que me olvidé de las posibles trincheras y controles y señales disuasorias y me acerqué a Chatham, el pueblo que tenía más a mano, que al fin y al cabo también forma parte del Estado de Nueva York.
Chatham es como la mayoría de los pueblos que se encuentran en la cuenca del río Hudson: solitario y orgulloso, un poco desalmado, se precia tener de todo y no necesitar a nadie. Y en cierta forma así es: tiene restaurante chino, tienda de comida italiana, pub irlandés; tiene un cine-teatro, una tienda de antigüedades y un par de librerías. En Chatham viven cerca de 1.500 habitantes, que se reparten en un par de calles centrales (y atravesadas despóticamente por la línea de tren que viene de Nueva York) y un montón de casas esparcidas por sus alrededores. La mayoría de estas casas están cortadas con el mismo patrón: de madera pintada, coquetas y recogidas, con amplios ventanales para atraer la escasa luz del otoño y el invierno, suelen tener delante un buen porche para tomar el fresco en verano, o leer, y enfrente un jardín ancho y cuidado, ideal para las barbacoas, donde no puede faltar la máquina cortacesped, el columpio colgado de un árbol y un alto mástil para que ondeen noche y día las barras y las estrellas de la bandera americana. No es extraño que, a menudo, al lado de la casa, un cobertizo dé un toque sombrío al lugar y recuerde algún cuadro de Hopper.
Nada más llegar a las afueras de Chatham, aparqué el coche y empezé a caminar. A media tarde, la calma aparente en las dos calles del pueblo era casi total, como en cualquier otra tarde. La chica de correos me atendió con su sonrisa habitual y se despidió deseándome un buen día. En un porche, dos abuelos se mecían mientras escuchaban un programa de radio en un volumen ensordecedor, pero la narración de los hechos de Nueva York no parecía ir con ellos. Pasé frente a un café cerrado cuyo rótulo te invitaba a entrar y probar la especialidad de la casa: las galletas de chocolate terremoto, y poco después Penélope Cruz y su capitán Corelli me sonrieron desde la marquesina del cine. Una de las casas más antiguas del pueblo exhibía un cartel tosco, estilo letraset, proclamando que George Washington había dormido allí del 8 al 14 de octubre, pero no especificaba de qué año. Pasé frente a una librería y me fijé en su escaparate, vacío: si te sientas ahí, en una silla, a leer durante 45 minutos el libro que vas a comprar, te hacen un importante descuento. Seguí paseando y entonces me di cuenta de un detalle: todas las banderas americanas del pueblo, sin excepción, se encontraban a media asta, y esta sincronía poco evidente pareció abrirme los ojos: en una iglesia cercana, dos mujeres sentadas ante una mesa aceptaban donativos 'para las víctimas', no hacía falta especificar, y en la otra librería un cartel convocaba a todos los fieles de la iglesia adventista a una misa especial para las siete de la tarde. De repente sonó una alarma, se bajaron las barreras y un tren procedente de alguna parte del Sur, más acá de Nueva York, cruzó el pueblo e hizo sonar su bocina un par de veces, como un lamento profundo.
El sol lucía con fuerza y cuando volvía hacia el coche vi a dos hombres hablando animadamente frente a la gasolinera; en su cara quise ver un cierto pesar. Mientras volvía a casa con el coche pensé en ellos, en toda la gente y los lugares de Chatham, tan cerca y tan lejos de Nueva York, y me hizo pensar en un poema de W. H. Auden, Musée de Beaux Arts. De nuevo en casa, busqué el libro y lo leí una vez más. Habla de ese famoso cuadro de Brueghel sobre la muerte de Ícaro, expuesto en Bruselas, y dicen algunos de sus versos: 'Sobre el dolor nunca se equivocaron/ los viejos maestros: qué bien entendieron/ su lugar entre los hombres; cómo surge mientras otra persona come o abre una ventana/ o simplemente se pasea aburrido'. Luego volví a encender el televisor, dispuesto a sumirme en el dolor ajeno, a regocijarme en el dolor propio.
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