Las secuelas de una atrocidad
El ataque salió de la nada. Las fotografías evocaban las antiguas películas: colosos en llamas, King Kong y Godzilla luchando entre los rascacielos, un avión que se estrella contra el Pentágono. Pero no era ciencia-ficción. Era la cruda y horrible realidad.
El atentado mató a miles de civiles estadounidenses que se ocupaban inocentemente de sus asuntos en las ciudades de Nueva York y Washington en un espléndido día de septiembre. Causó la evacuación de la mitad sur de Manhattan y aisló la ciudad de la tierra firme. Alcanzó la ciudadela de los jefes militares estadounidenses. Hizo que todo el país se paralizase casi por completo. Cerró aeropuertos, interrumpió el servicio telefónico, hizo detenerse a los trenes. Violó el concepto que la nación tenía de sí misma y produjo una sensación de vulnerabilidad antes desconocido para la mayoría de los estadounidenses. Era, dijeron algunos, un nuevo Pearl Harbor.
Ciertamente compartió con Pearl Harbor el elemento sorpresa. Pero ¿es la comparación con Pearl Harbor verdaderamente esclarecedora? Sospecho que está principalmente planteada por personas que no vivieron el 7 de diciembre de 1941. Porque Pearl Harbor representó un ataque de un Estado soberano contra otro; el objetivo era la Armada estadounidense; la atrocidad prometía una larga y amarga guerra. Sabíamos quién era el enemigo; sabíamos que el imperio japonés podía sostener su agresión; y nos preparamos para enfrentarnos y derrotar a ese enemigo.
Tenemos firmes sospechas, pero no sabemos todavía quién organizó y lanzó el ataque contra Nueva York y Washington. Sin embargo, sabemos que el atacante no es un Estado soberano. El objetivo no era la fuerza militar estadounidense, sino la moral civil estadounidense, y el ataque tampoco puede conducir a una guerra prolongada entre Estados soberanos.
La mejor analogía no es el ataque por sorpresa a la flota del Pacífico por parte del Japón imperial. La mejor analogía es la de una incursión de piratas, piratas fanáticos y suicidas, es cierto, pero no respaldados por una importante fuerza militar. Es probable que los terroristas hayan disparado su cartucho; no es probable que puedan volver a cargarlo.
Vivimos en una era de violencia, y, con todas las presiones de la globalización, Estados Unidos no puede esperar ser inmune. No me cabe duda de que los estadounidenses se enfrentarán con resolución al terrorismo, un horrible riesgo de la vida moderna. Por supuesto, exigirán esfuerzos para erradicar a la banda de terroristas responsable de estas barbaridades. No sucumbirán a un temor sin propósito y a una histeria imprudente.
Es mejor que nos vayamos acostumbrando a él; porque el terrorismo es la gran amenaza del siglo XXI. No pensemos que podemos repelerlo con las posturas defensivas del siglo pasado. Si la Defensa Nacional Antimisiles fuese tecnológicamente factible y estuviese ya en funcionamiento, no habría hecho nada para proteger a la nación de este horror.
La Defensa Nacional Antimisiles ha sido diseñada para la última guerra. Es inútil contra la amenaza del terrorismo. No tenemos que preocuparnos de que los Estados soberanos nos lancen misiles a través del espacio (invitando así a su propia destrucción), sino de los individuos fanáticos que usan el sistema de entrega de maletas. La Defensa Nacional Antimisiles promete ser nuestra línea Maginot. Necesitamos métodos del siglo XXI para enfrentarnos a los peligros del siglo XXI.
Arthur Schlesinger es historiador y fue asesor del presidente Kennedy.
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