El giro volteriano
Ecrassez l'infâme'. Con esta consigna, Voltaire invirtió los términos del debate sobre la tolerancia. El mejor modo de fundamentar la tolerancia es luchar contra la intolerancia. Para Voltaire es infame todo aquello que tiene que ver con la superstición, con el fanatismo, con el abuso de poder, con la intolerancia en suma.
Es fundado pensar que John Locke en Carta sobre la tolerancia (1689) fue doctrinalmente más lejos que Voltaire. Locke, con el argumento de que 'a quienes no se quieren salvar, Dios no les salvará', consagró de modo radical la separación entre Iglesia y Estado: ningún Estado puede imponer obligaciones o creencias religiosas, ninguna Iglesia puede actuar sobre los que no son sus miembros. Y defendió el derecho de rebelión (resistencia y desobediencia) ante situaciones extremas de abuso de poder.
Voltaire sabe que la tolerancia tiene trampa porque siempre es una concesión del poderoso
Ya antes, en la lustración del siglo XVI, Etienne de La Boétie en Discurso sobre la servidumbre voluntaria planteaba la gran cuestión sobre el poder y sus abusos: ¿por qué todos obedecen a uno siendo más y más fuertes? La tendencia espontánea a servir y obedecer al que se arroga el mando es la base sobre la que construye su impunidad la intolerancia. Si La Boètie hurgaba en las raíces profundas de la sumisión, su amigo Montaigne tejió en los Essais un ejercicio permanente de tolerancia cotidiana.
Ante estos y otros precedentes, la novedad de Voltaire consiste en cambiar la perspectiva del problema. Centra el foco sobre la intolerancia, la infamia, como si quisiera fundar su doctrina sobre la desencantada consideración del Poema sobre el desastre de Lisboa: 'El mal está en la Tierra'. El principio de tolerancia es una manera de defenderse del mal que es la intolerancia. Voltaire sabe que la tolerancia tiene trampa porque siempre es una concesión del poderoso, que abre el campo de lo que se puede decir siempre y cuando no se cuestione de modo sustancial su poder. La tolerancia no reconoce al adversario en pie de igualdad, se muestra indulgente. La libertad es otra cosa: defender las propias ideas pero aceptando que el otro pueda tener razón. De modo que no hay mejor antídoto a la intolerancia que la pluralidad real: 'Si en Inglaterra', escribía Voltaire en Las cartas filosóficas, 'hubiese una religión podríamos temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían las cabezas los unos a los otros; pero hay treinta y viven en paz y felices'.
Sobre la doctrina de Voltaire podemos construir una moraleja para el intolerante siglo XX: los hombres avanzan mucho más cuando se unen para luchar contra la intolerancia que cuando se agrupan en torno a una gran promesa, porque de las promesas a la intolerancia se pasa con mucha facilidad. Y una lección para los acontecimientos de este principio de siglo: la lucha contra la intolerancia debe hacerse desde el compromiso con la pluralidad que limita la tendencia incontenible de la voluntad de poder hacia el abuso. La lucha contra la intolerancia -el mal- no puede hacerse desde otra intolerancia -el bien-.
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