Un vaso de vino en la cara
Borges recordó, entresacándola de una página de De Quincey, la historia del caballero a quien, en medio de una discusión teológica o literaria, su contrincante arrojó a la cara un vaso de vino. Sin inmutarse, el agredido replicó: 'Esto, señor, es una digresión, espero su argumento'. Los adictos a la intolerancia actúan como ese agresor; carecen de argumentos, no dejan lugar a la razón común, y con su acción sanguínea quieren borrar al contrincante, si es un adversario, o aniquilarlo, si es un enemigo. Disfrazados de paseantes distraídos, aprovechan un altercado para atribuir a los inmigrantes la inseguridad ciudadana. Ven unos rasgos diferentes y descubren a los culpables del desorden. No dudan, descienden por línea directa del autoritarismo, que siempre se reviste de verdad inmutable. Cargados de consignas, son disciplinarios y sumisos, y se inmolan y matan por suposiciones ultraterrenas, que están en el hueco de su cabeza. Son la expresión más envilecida de eso que llamamos humanidad, que consiste, sobre todo, en comprender lo que diverge de nuestro sistema de creencias.
Los intolerantes aprovechan un altercado para atribuir a los inmigrantes la inseguridad ciudadana
El oficial de En la colonia penitenciaria, de Kafka (Alianza), es un adicto a la intolerancia. Preocupado únicamente por la eficacia de su máquina de matar, un mecanismo de agujas que escribe la sentencia sobre el cuerpo del condenado, le importa tanto su funcionamiento que confunde la justicia con la necesidad de víctimas, y se entregará a la máquina, sustituyendo al condenado, para evitar conocer su creciente deterioro: 'Esta máquina es muy compleja, a cada momento se rompe o se descompone alguna cosa; pero uno no debe permitir que estas circunstancias influyan en el juicio de conjunto'. No de otro modo actúan los fanáticos que se inmolan por una fe.
Medardo de Terralba, cuya fábula cuenta Calvino en El vizconde demediado (Siruela), vuelve de la guerra partido en dos, una mitad cruel e intolerante y otra bondadosa. Las dos generan el desconcierto y el caos. No hay bien ni mal por separado en el hombre que es más que la suma de sus mitades, como Oriente y Occidente es más que la suma de sus ideas enfrentadas. Partir un cuerpo es separar en dos un mundo, es generar una pugna; pero el hombre y el mundo sólo se pueden conocer en su totalidad. Quien se adscribe a una parte está justificando la guerra, la causa de los cuerpos partidos. Lo incompleto, como dice Calvino, es lo 'alienado'.
Una pantera en el sótano, de Amos Oz (Siruela), es la historia de una fraternidad clandestina. En la Jerusalén del mandato británico, un niño judío de 12 años intercambia clases con un sargento de la policía británica; el niño aprende inglés y el sargento, hebreo. La novela afronta con ternura e ironía los prejuicios políticos; no es la evocación de una niñez, sino un canto a la confianza. El policía cumple funciones de contable y cajero, pero es un enemigo, y el niño será acusado de traición. Para Oz, la intolerancia es también una agresión contra la utopía de la convivencia.
El trágico destino de Zenón, médico alquimista del siglo XVI, inspirado en Paracelso, Servet y Campanella, en la excelente novela de Marguerite Yourcenar, Opus Nigrum (Alfaguara), concentra la existencia atormentada del científico, que se adelanta a las creencias de su tiempo. Acusado de practicar la magia, con el trasfondo del 'eterno hervidero de las antiguas herejías sensuales', es condenado a la hoguera por un tribunal de magistrados que dormitan y se despiertan para pronunciar la sentencia de muerte. Ni en sueños reciben los intolerantes la visita de la duda. Felices en su amodorramiento, estos próceres nos obligan a sentir nostalgia de la dialéctica del vaso de vino en la cara.
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