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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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La palabra de Aznar

LA SEMANA POLÍTICA ESPAÑOLA se ha visto animada por la maniobra puesta en marcha por Cascos -actual ministro de Fomento y ex vicepresidente del Gobierno- para que el 14º Congreso del PP del próximo mes de enero le exija a Aznar la ruptura de su reiterado compromiso de no permanecer al frente del Ejecutivo más allá de ocho años seguidos y la aceptación de la candidatura a la presidencia del Gobierno en la convocatoria del año 2004. Aznar utilizó el plural mayestático en su sibilina contestación- 'vamos a hacer lo que tenemos decidido hacer'- a la conminatoria sugerencia del antiguo secretario general del PP. Aunque algunas voces tan representativas de la vieja guardia de Alianza Popular (AP) como Fraga y Juan José Lucas habían expresado ya opiniones muy semejantes a las tesis de Cascos, los pitonisos más cercanos a Aznar han interpretado sus enigmáticas palabras como la ratificación inequívoca de la promesa formal hecha en 1996.

El ministro de Fomento pretende que el 14º Congreso del PP exija al presidente del Gobierno la ruptura del compromiso de abandonar el cargo en el año 2004 y la aceptación de la candidatura electoral

Inasequible al desaliento, tal y como sus antiguos ideales aconsejan, el ministro de Fomento volvió a la carga (sin sentirse desautorizado por la misteriosa respuesta de Aznar) como el abanderado del derecho de los militantes a expresar sus opiniones en público y a tomar parte en las decisiones. Ese repentino entusiasmo por la democracia interna del PP cuadra mal, sin embargo, con la ejecutoria de Cascos, que participó durante el verano de 1989 en la conspiración a cuatro para conseguir la designación digital de Aznar como sucesor de Fraga, ejerció despóticamente sus poderes de secretario general de la organización durante años y desestabilizó desde fuera al presidente popular de Asturias en la anterior legislatura. Desechada por incongruente la voluntad democratizadora de la iniciativa de Cascos, el descontento personal por sentirse relegado en el 14º congreso y por aparecer en televisión únicamente para inaugurar obras públicas no parece una causa capaz de explicar por sí sola esa audaz propuesta.

La conjetura de que el ministro de Fomento se ha prestado voluntariamente a ser el instrumento elegido por Aznar para tantear discretamente el terreno no es demasiado plausible: ni Cascos es un buhonero indicado para vender ese globo-sonda, ni el presidente del Gobierno necesitaba sus servicios. Tampoco es probable que ese correoso profesional del poder haya ido por libre en un asunto que podría costarle políticamente la cabeza. El malestar de los veteranos de AP frente a un sorteo para el que cuentan con pocas papeletas (sobre todo tras la avería sufrida por Rato en el caso Gescartera), el miedo a ser marginados por un nuevo jefe del Gobierno y el temor a que la guerra sucesoria divida al partido, alborote el avispero y perjudique las posibilidades electorales del PP pueden haber encontrado en Cascos a su portavoz ideal: a la vista de la situación, la continuidad de Aznar sería -diría un economista- un óptimo paretiano para la vieja guardia.

Abstracción hecha de sus repercusiones electorales, los argumentos de Aznar para asumir en 1996 el compromiso de no permanecer más de ocho años seguidos al frente del Gobierno eran acertados en el plano personal (evitar el desgaste del poder) y beneficiosos en el ámbito institucional (establecer el uso político de la limitación de mandatos); la continuidad de Aznar como presidente del PP le permitiría, de añadidura, controlar a su sucesor en el Gobierno (mediante la bicefalia) y dejar abierta las puertas para ser otra vez candidato popular a partir de 2008. La eventual retractación del compromiso adquirido en 1996 no podría apelar a cambios en el escenario: ni la situación internacional tras los atentados del 11 de septiembre ni los conflictos del País Vasco justificarían la ruptura por Aznar de la palabra dada. Si el presidente del Gobierno diese marcha atrás y aceptase la candidatura del PP para el año 2004, no sólo su credibilidad personal caería en picado: también el sistema democrático pagaría un alto precio por ese nuevo incumplimiento de la clase política.

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