El sangriento botín de un altruista
Algunos historiadores universitarios suelen mirar con desprecio las incursiones realizadas en su campo profesional por escritores y periodistas. De ser trasladable a ese terreno la máxima jurídica según la cual resulta preferible absolver a cien culpables que condenar a un inocente, El fantasma del Rey Leopoldo compensaría con creces los defectos de muchas otras obras escritas al margen de la Academia. Como señala Mario Vargas Llosa en el prológo a la traducción española del libro de Adam Hochschild (profesor en la Escuela de Periodismo de la Universidad de California y colaborador habitual de The New Yorker y The New York Review of Books), este 'notable documento sobre la crueldad y la codicia' reconstruye con mano maestra el escenario y los personajes de una cruel matanza llevada a cabo en nombre de la civilización y la filantropía.
EL FANTASMA DEL REY LEOPOLDO
Adam Hochschild Traducción de José Luis Gil Aristu Península. Barcelona, 2002 527 páginas. 19 euros
Los ensueños imperiales constituyeron una obsesión de Leopoldo II de Bélgica a lo largo de su vida. En la lista de sus frustrados intentos para comprar gangas coloniales a buen precio en el mercado internacional figuran Filipinas y el archipiélago canario. Su gran oportunidad fue la expedición organizada por Henry Morton Stanley en 1875 para cruzar el continente de Este a Oeste; durante sus dos años y medio de viaje, el audaz y megalómano explorador siguió durante casi dos mil kilómetros el serpentino curso del río Congo. El rey Leopoldo se apresuró a colmar la vanidad y los bolsillos de Stanley; las mismas armas le servirían luego para comprar la voluntad de políticos, periodistas, aristócratas, banqueros y empresarios en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania. La Conferencia de Berlín de 1884, línea de salida para la carrera por África de las grandes potencias europeas, permitió a Leopoldo II plantear al concierto de las naciones su estrafalaria reivindicación de soberanía sobre un territorio 66 veces mayor que Bélgica y con una superficie equivalente a una treceava parte del continente africano. El habilidoso monarca supo jugar con las rivalidades entre Gran Bretaña, Francia y Alemania para alzarse finalmente con el pastel en 1885. Pero el Congo no fue entregado a Bélgica (sólo en 1908 adquiriría ese estatus de colonia ), sino a una extraña Asociación Internacional del Congo controlada por Leopoldo II, a la vez monarca constitucional de los belgas, sometido a los controles del Parlamento, y emperador del Estado Independiente del Congo, finca de la que era único propietario y rey absoluto.
Leopolo II se presentó ante
la opinión pública internacional como un benefactor preocupado tan sólo por civilizar a sus lejanos súbditos y por suprimir la trata de esclavos organizada desde Zanzibar. Aunque sea imposible determinar con exactitud cuántos africanos perdieron la vida a causa del hambre, el agotamiento, la enfermedad o el simple asesinato bajo ese altruista mandato imperial ('cribar hoy esas cifras es como tamizar las ruinas de un crematorio de Auschwitz'), algunos demógrafos estiman que la población del Congo se redujo 'por lo menos a la mitad' (esto es, de veinte a diez millones) de 1880 a 1920. El móvil de la matanza fue la codicia insaciable de Leopoldo; los brutales métodos de la Force Publique y de los vigilantes de las compañías concesionarias estuvieron al servicio de su enriquecimiento. En una economía de subsistencia ajena a las relaciones salariales, los trabajos forzados fueron el engranaje empleado para la movilización laboral. El reclutamiento esclavista de los porteadores para las expediciones en busca de marfil o nuevos territorios, primero, y de los recolectores del caucho silvestre de las gigantescas enredaderas selváticas, después, utilizó como procedimiento coercitivo la toma de rehenes de las mujeres y de los niños de las aldeas para vencer la resistencia de los varones adultos. Los fugitivos eran perseguidos y sus viviendas incendiadas: a los soldados enviados en su busca se les exigía como prueba del cumplimiento de su misión la entrega de la mano amputada de los huídos. Los capataces golpeaban hasta la muerte a los trabajadores esclavizados con la chicotte (un látigo de piel de hipopótamo): el ferrocarril entre Matadi y el lago Stanley, construído para bordear los 350 kilómetros de los grandes rápidos del tramo final del río Congo, costó innumerables muertos.
Aunque el viaje aguas arriba por el río Congo de Marlow y su encuentro con Kurtz es interpretado muchas veces sólo como una parábola de la condición humana, Adam Hochschild aporta pruebas convincentes de que El corazón de las tinieblas rememora hechos vividos por Joseph Conrad: el marino Konrad Korzenoiwvski recorrió en 1890 los 1.600 kilómetros que separan el lago Stanley de las cataratas como oficial del Roi del Belges. Abstracción hecha de los sesgos ideólogicos del magistral relato señalados en su día por Edward Said (Cultura e imperialismo, Anagrama, 1993), la decoración del jardín de Kurtz con cabezas cortadas de congoleños clavadas en estacas no es imaginaria.
Adam Hoschschild rinde homenaje a la minoría de hombres y mujeres dignos y generosos que denunciaron los horrores del Congo en desigual lucha con la maquinaria de propaganda de Leopoldo II . El viajero George Washington Williams y el misionero presbiteriano Willian H. Sheppard -dos estadounidenses negros- dieron su valiente testimonio sobre el terreno. El cónsul británico Roger Casement (un irlandés que sería ahorcado en 1916 por independentista) escribió en 1903 un devastador informe sobre su viaje de tres meses y medio por el interior del Congo. En cualquier caso, el principal protagonista de la movilización internacional contra los crímenes de Leopoldo fue Edmund Done Morel, fundador de la Asociación para la Reforma del Congo y director de la revista West African Mail. La transferencia de la soberanía del Estado del Congo a Bélgica en 1908, tan onerosa para los contribuyentes como lucrativa para el rey Leopoldo, puso término a la causa humanitaria de Morel, que nunca combatió el colonialismo en cuanto tal ni atacó al imperialismo británico. En 1914, Morel enarboló la bandera del pacifismo y pagó con la cárcel su oposición a la Gran Guerra: 'No he conocido a ningún otro hombre', escribiría Bertrand Russell, 'con una sencillez heroica igual para buscar y proclamar la verdad política'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.