Muerte de un hombrecillo
El Blackfriars Bridge, en Londres, es un puente sobre el Támesis construido a partir de un proyecto de Giovanni Battista Piranesi, el arquitecto y grabador veneciano del siglo XVIII, autor de una de las grandes visiones de la época moderna: las Cárceles imaginarias. Cerca del actual puente existía un local, el Blackfriars Theatre, activo en la primera mitad del siglo XVII, donde se representaron algunas de las últimas obras de Shakespeare, La tempestad con seguridad y tal vez Macbeth. Tanto el puente como el teatro debían su nombre a la presencia de un antiguo monasterio dominico del siglo XIII, de los frailes negros, que habían sucumbido a las luchas religiosas entre la monarquía y la Iglesia de Roma. Bajo este puente, tan lleno de posibles evocaciones, apareció colgado en 1982 Roberto Calvi.
Es decir, para muchos, alguien completamente desconocido, y para algunos, el sombrío habitante de un episodio casi olvidado. De repente una película, Los banqueros de Dios, de Giuseppe Ferrara, y su momentánea prohibición en Italia nos devuelven la sombra convertida en inquietante presencia justo en los días en que, también súbitamente, las Brigadas Rojas -otra huella sangrienta en la memoria- reaparecía tan espectacular como misteriosamente.
Acostumbramos a recordar a los hombres por el impacto que nos han causado. Para bien o para mal, cedemos al poder carismático de una silueta que se ha cruzado en nuestro camino. A veces, sin embargo, es paradójicamente la falta de carisma, la intrascendencia, la que nos marca, quizá porque en ella adivinamos el atrincheramiento de poderes ocultos, más peligrosos que la fuerza aparente.
Mi recuerdo de Roberto Calvi se afilia, sin duda, a este último grupo. En la época de su muerte yo estaba muy familiarizado con la vida pública italiana; pero, aun así, me sorprende la nitidez con que se ha conservado en mi memoria la imagen de aquel hombrecillo que estaba adornado con los atributos del hombrecillo: delgado, de escasa estatura, calvicie mal resuelta, bigote anticuado, ojos huidizos. El perfecto retrato del burócrata algo suspicaz y del padre de familia algo resentido.
Calvi, no obstante, era un banquero, presidente del Banco Ambrosiano, uno de los pilares de las finanzas vaticanas, entonces puestas en entredicho por numerosos escándalos. Pero tampoco esta peculiar profesión del ahorcado bajo el Blackfriars Bridge explica la fuerza de su vulgar icono a través de los años. La explicación surge necesariamente de otro ángulo: el hombrecillo era uno de esos personajes remolino alrededor de los cuales, asombrosamente tal vez, se movían gigantescas olas de la historia reciente.
Roberto Calvi, banquero de Dios, como la araña en su tela, parecía conectar todos los hilos secretos que conmovían Italia. Donde estaba el hombrecillo estaban los servicios secretos, las mafias, las logias masónicas, los grupos terroristas; donde estaba el frágil Calvi estaba el dicharachero Michele Sindona, el gran intrigante, que moriría envenenado en la cárcel en 1987; estaba el arzobispo Marzinkus, el otro banquero de Dios, jubilado tranquilamente en EE UU sin haber atendido jamás los requerimientos de la justicia italiana, y estaba naturalmente Giulio Andreotti, el mayor alquimista, siempre acusado y siempre absuelto, que últimamente se divierte anunciando quesos en la televisión.
La tela de araña se extendía, por supuesto, más allá de Italia, circunstancia que, antes de la película de Ferrara, ya llamó la atención cinematográfica de Francis F. Coppola en la tercera entrega de El padrino. Roberto Calvi había participado en distintas tramas de los servicios secretos europeos y norteamericanos y, de hecho, representaba un no despreciable eslabón en la cadena que acabaría forzando el fin del imperio soviético: la condena que le había impuesto el tribunal de Milán concernía a una exportación ilegal de 1.000 millones de dólares que, al parecer, habían engrosado las arcas del sindicato polaco Solidarnosc, vanguardia en aquel momento de la cruzada anticomunista.
El hombrecillo, por tanto, tenía una ambición de gran hombre y ejercía de estadista en las tinieblas. Ahorcado bajo el puente de los frailes negros, por mano propia o más posiblemente ajena -como cree Giuseppe Ferrara-, Roberto Calvi era, en el momento de su muerte, poseedor de informaciones que incumbían a casi todos los subsuelos, desde el asesinato del primer ministro italiano Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas hasta el oscuro aire que rodeaba el fallecimiento del penúltimo Papa, como insinúa Coppola en su película. Era, pues, un conspirador de alto rango, si bien estaba, desde luego, a mucha distancia de los de rango supremo: aquellos Andreotti o Kissinger que nunca expondrán sus cuellos bajo un húmedo puente del Támesis.
Creo que fue esta condición de estadista de las tinieblas la que me hizo conservar tan detalladamente la figura del hombrecillo. Roberto Calvi no era para mí sólo un nombre asociado al escándalo y a la corrupción, sino a algo todavía más determinante: la idea de que bajo el escenario de la historia, la historia se decide en escenarios oclusivos, ajenos a la luz del día y a la libre decisión de los ciudadanos.
Cierto que me he intentado sacar esta idea de la cabeza apostando por la imposición de que, por encima de las intrigas, tenemos un cierto grado de libertad para elegir. Pero no siempre tengo éxito. Cada vez que vuelve a mi mente la escenografía de la conspiración -y oteando el siglo XX vuelve con frecuencia-, retorna la efigie del hombrecillo y todo adquiere una siniestra coherencia: el proyecto de Piranesi, el cuerpo colgado de una cuerda, la representación de Macbeth a unos pocos metros del río e incluso la espectral presencia de los frailes negros.
Cuando esto sucede hay que abrir la ventana de par en par para respirar.
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