El mundo de Susan Sontag
Susan Sontag había leído un artículo sobre la Universidad de Chicago en una revista nacional. El presidente de la institución era Robert Hutchins, un personaje apuesto, inteligente y dinámico. Era una estrella, un educador que atraía la imaginación pública como ningún otro presidente universitario de la época. En los años treinta y cuarenta pronunció más de 800 conferencias públicas defendiendo la esencialidad de los grandes libros en el currículo universitario y la importancia del papel de la filosofía, cada vez más difuminado en una época en la que primaban la especialización, la disciplina académica y la división departamental. Hutchins proponía el concepto de universidad como refugio de grandes pensadores poseedores de una dilatada educación en las artes liberales. Para una joven que había devorado sin desmayo las obras de los gigantes de la literatura moderna, aquello debía de sonar como ese mundo aparte regido por almas gemelas. Sontag dijo posteriormente que si escogió la Universidad de Chicago fue porque no poseía equipo de fútbol y porque todo lo que la gente hacía allí era estudiar. Como había dicho uno de sus profesores favoritos, Ned Rosenheim, si Chicago hubiera contado con un equipo de fútbol en la época de Hutchins, el entrenador tendría que haber sido Aristóteles.
'Susan Sontag'
C. Rollyson y L. Paddock. Circe Ediciones.
Sontag equiparaba la masacre del pueblo bosnio con las que consideraba las peores atrocidades europeas del siglo: el genocidio armenio de 1915 y el Holocausto de los años treinta y cuarenta
Susan era capaz de llevar el peso de cualquier conversación intelectual, pero luchaba tanto por ser adulta que a veces se le notaba el esfuerzo. Era joven, pero también valiente
Harriet se acercó a Susan, cogió un ejemplar de 'El bosque de la noche' y le dijo: '¿Has leído esto?'. Era una frase clásica de acercamiento entre lesbianas que alguien había empleado ya con la propia Harriet en la universidad
Chicago habría sido una elección sorprendente para cualquier alumno de North Hollywood. Para muchos californianos del sur, Chicago representaba el salvaje Medio Oeste: una ciudad violenta con un campus cada vez más parecido a un barrio marginal y dominado por radicales. Para Mildred resultó doloroso enviar a la joven Susan del instituto de North Hollywood al crudo clima invernal de Chicago, y en el último minuto se opuso: '¿Chicago? ¿El South Side? Allí no encontrarás más que negros y comunistas'. La Universidad de Chicago poseía un legado de activismo estudiantil y de compromiso político con el que tan sólo la Universidad de Nueva York, Columbia y Harvard podían rivalizar.
La áspera Chicago
De hecho, a la Universidad de Chicago no le resultaba fácil atraer y conservar a su alumnado debido a inquietudes similares a las de Mildred. En la época en que Susan presentó su solicitud, la institución había experimentado un serio descenso en el número de estudiantes interesados en asistir a ella, y los sondeos realizados revelaban que los potenciales alumnos se manifestaban preocupados por el deterioro de su vecindario. La propia ciudad, por supuesto, nunca ha perdido su áspera imagen, de la que los adalides universitarios se muestran orgullosos: 'Ésta es la ciudad que nos gusta', decía Ned Rosenheim. 'Reina en ella una determinación que los de la universidad compartimos. Es una gran ciudad en la que las cosas no se quedan sin hacer, una ciudad que se alimenta de toda clase de energías (...) y que ha transferido gran cantidad de pasión a nuestra universidad'.
Los alumnos se acobardaban ante tan dura competitividad urbana y ante lo que consideraban por parte de Hutchins una perspectiva mezquina basada en el elitismo de los grandes libros. A Hutchins, sin embargo, apenas le preocupaban tales quejas, pues, al igual que Sontag, era enemigo del concepto mismo de adolescencia. Norteamérica, señalaba, era el único lugar en el que las instituciones docentes avanzadas manifestaban el empeño de desarrollar el carácter y las aptitudes sociales de sus alumnos. Los norteamericanos eran demasiado sentimentales con respecto a la educación, y ésta no debía ni mimar a los estudiantes ni fingir que les brindaba valores familiares. De hecho, se había sentido atraído por Chicago por considerarla la única universidad importante de la nación en la que podía disfrutarse de un ambiente europeo.
El exigente currículo que se obligaba a presentar a todos los niños prodigio -algunos incluso más jóvenes que Susan - provocaba una considerable ansiedad. Como afirma Earl Shorris, quien asistió a la Universidad de Chicago a los 13 años de edad, 'reinaba un elevado nivel de neurosis'. Los intentos de suicidio no eran raros. Todo campus universitario, incluso los de las grandes ciudades, puede parecer un mundo ajeno al exterior y generar un grado de ansiedad capaz de desequilibrar a los alumnos jóvenes y aplicados, pero David Riesman, eminente sociólogo de Chicago, reconocía la 'hegemonía que poseían las cuestiones académicas' en el 'ámbito de la Universidad de Chicago'.
Un mundo de ideas
Las palabras de Riesman sugieren lo que Chicago significaba para Sontag, quien anhelaba un mundo dominado por las ideas. El hecho de tener que enfrentarse a dichas ideas siendo aún tan joven no despertaba temor en ella; tal desafío, por el contrarío, estimulaba su pasión. Admitía sin tapujos que no había comprendido a fondo a la totalidad de aquellos colosos de la literatura moderna, pero el concepto de desmesura intelectual le motivaba. La noción de enclave -que para muchos alumnos resultaba claus-trofóbica- atraía a una muchacha que había excavado su propia cueva y que buscaba un recinto autosuficiente.
Para complacer a Mildred, Susan aceptó asistir a Berkeley durante el semestre de primavera de 1949 y luego solicitar el ingreso en Chicago para los meses de otoño. Mildred confiaba en que el campus de Berkeley, por entonces un paisaje de 'reluciente granito y esplendoroso mármol', eclipsaría el encaprichamiento de su hija por el corrupto y peligroso mundo de Chicago.
La fe de Mildred en Berkeley estaba bien fundada. En 1937, el Consejo Norteamericano de Educación había informado de que la universidad contaba con 21 renombradas facultades y ocupaba el segundo lugar por detrás de Harvard, que tenía dos más. Los sondeos realizados por los periódicos de ámbito nacional situaban a Berkeley entre las cinco primeras. A Sontag le gustó. Estudiaba con distinguidos críticos, como Mark Schorer, y asistía como oyente a cursos de graduación. Pero entonces Chicago le confirmó que su solicitud había sido aceptada y pensó: en Chicago va a ser aún mejor.
En la primavera de 1949, Harriet Sohmers, que entonces era estudiante de penúltimo año en Berkeley y trabajaba en una librería, fue testigo de la llegada de una Susan Sontag deslumbrante. Los miembros del profesorado masculino, entre los que se incluía el poeta Robert Duncan, eran gays. Observaron a la imponente Susan, miraron luego a Harriet y dijeron: 'Anda a por ella'. Harriet se acercó a Susan, cogió un ejemplar de El bosque de la noche y le dijo: '¿Has leído esto?'. Era una frase clásica de acercamiento entre lesbianas que alguien había empleado ya con la propia Harriet en la Universidad Black Mountain de Carolina del Norte.
Djuna Barnes
Susan, claro está, lo había leído y se había imaginado ya a sí misma como parte del mundo bisexual parisiense que Djuna Barnes tan notoriamente evoca con su retrato de la elusiva Robin Vote, a quien tanto hombres como mujeres aman sin poder comprender. La narradora de la novela es una anatomista del sexo mediante el epigrama, una connoisseur del estilo. Lo mismo sucede con el campy doctor O'Connor, siempre lanzando intrigantes apreciaciones sobre una impresionante colección de temas, tales como el lesbianismo: 'El amor de una mujer hacia otra mujer: ¿qué insana pasión por la maternidad y por una angustia sin límites ha hecho concebir tal cosa?'.
Sin duda, uno de los motivos por los que El bosque de la noche ha gozado de tan devotas seguidoras y ha ejercido tan poderosa influencia en las jóvenes mentes literarias es su insistencia en que 'la vida de cada uno es especialmente propia cuando uno mismo la ha inventado'. El libro es una de las pocas narraciones de la época en las que las lectoras pueden observar a otras mujeres obligadas a descubrirse a sí mismas. Se trata de una novela liberadora para una adolescente debido a que hace trizas ordenadas categorías y rígidas distinciones. 'Yo soy la otra mujer olvidada de Dios', afirma la doctora O'Connor. El bosque de la noche puede calificarse de excelente precisamente por lo expansivo que es.
Harriet era de porte dominante: para su amigo Edward Field, era 'la viva imagen del Príncipe Valiente, con sus rasgos masculinos y angulosos y esos cabellos lisos que se peinaba con flequillo y le llegaban hasta los hombros'. De estatura superior a 1,80 metros, Harriet caminaba con aplomo y en absoluto presentaba esa actitud encogida y sumisa que ciertas mujeres adquieren en su intento por encajar con las pobres expectativas de otras personas. Harriet disfrutaba de la 'teatralidad de su aspecto'. Al igual que Susan, sabía que su aspecto destilaba dramatismo y que llamaba la atención. Pero, a diferencia de Susan, no había en ella nada de tentativo: 'Su voz poseía también un timbre rico y espectacular capaz de llenar cualquier estancia'.
Si Jamake Highwater recuerda a una Sue estoica, Harriet recuerda a una Susan solitaria, vulnerable y emotiva. El intelecto de Susan llamó de inmediato la atención de Harriet, pero, así y todo, Susan era 'una niña, un bebé'. A pesar de su inteligencia, era una persona insegura. Se mantenía retraída, a la espera de oír lo que Harriet u otras personas -especialmente los amigos de mayor edad- opinaban de la película que acababan de ver. Susan era capaz de llevar el peso de cualquier conversación intelectual, pero luchaba tanto por ser adulta que a veces se le notaba el esfuerzo. Era joven, pero también valiente.
Dulce y condescendiente
Susan era una persona dulce y condescendiente, y aunque su delicadeza de carácter conmovía a Harriet y despertaba su afecto hacia ella, su inseguridad y sus dudas le irritaban. Harriet se mostraba severa con Susan, pero también la animaba: 'Sabía que Susan acabaría siendo alguien especial'. Harriet recuerda un viaje en tren que hicieron juntas y un momento en el que la compañía de aquella joven brillante y sorprendente, y la sensación de impulso producida por el hecho de estar dirigiéndose hacia otro lugar, le impulsaron a volverse hacia Susan y decirle: 'Tienes ante ti un gran destino'. Harriet no tenía muy claro qué sería Susan. Era consciente, por supuesto, de su interés por la literatura -ambas charlaban de Thomas Mann y de la amistad de Susan con un muchacho del instituto dotado de una sensibilidad literaria similar-, pero por entonces aún no resultaba evidente que Sontag fuera a dedicarse a la escritura. Al igual que Jamake Highwater, Harriet veía en Susan a una persona preocupada fundamentalmente por sus estudios académicos.
Susan tenía memoria fotográfica. Daba la impresión de registrar de modo indeleble todo cuanto leía. Harriet la imaginaba acarreando bibliotecas completas en la mente. Susan era capaz de exudar una calma superficial que aparejaba con su brillantez intelectual y su belleza: una combinación que en una mujer tan joven resultaba irresistible. Harriet, sin embargo, se hallaba lo bastante cercana a Susan como para ver desmoronarse aquella imagen de vez en cuando, pues Susan no tenía aún la experiencia suficiente como para defenderse en el sofisticado mundo de los adultos. No hacía falta mucho para angustiar a Susan, que era de lágrima fácil. Le bastaba un ataque de mal genio de Harriet para sentirse abrumada.
Harriet y Susan se separaron después de aquel semestre en Berkeley. Siguieron siendo amigas, pero perdieron el contacto hasta que Susan partió hacia Europa a finales de los cincuenta. En París habrían de reemprender lo comenzado en Berkeley, pero no antes de que Susan agotara su romance con la ciudad de Chicago y su matrimonio con Philip Rieff. (...)
Sarajevo
En abril de 1993, Susan Sontag visitó Sarajevo. La había animado a ir su hijo David, quien por entonces estaba escribiendo un libro titulado Slaughterhouse: and the failure of the West (Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente, 1995), considerado como una de las fuentes esenciales sobre dicha guerra. Sarajevo llevaba un año bajo el asedio de los francotiradores serbios, y David descubrió que sus amigos ya estaban cansados de sus análisis sobre los Balcanes. 'Ya no soporto a ninguno de ellos', confesó a su madre. 'Apenas aguantan mis historias sobre Bosnia durante 10 minutos'. Extendió los mapas ante ella y le dijo: '¿Sabes? A la gente le encantaría que fueras'.
Antes de su primer viaje, Sontag había reaccionado con 'horror e indignación' a la violencia, y también a la falta de intervención por parte de Occidente. Aquellas gentes eran europeas, pertenecían a su cultura. Mas, ¿qué podía hacer ella? No se consideraba a sí misma periodista, y tampoco le apetecía trabajar para ninguna organización humanitaria.
Pero las dos semanas que pasó en la ciudad durante aquel mes de abril le proporcionaron cierta idea del papel que podría desempeñar. Fue testigo, por supuesto, del sufrimiento de la gente, y le conmovió la aspiración de los bosnios de convertirse en una nación. Un día allí era como una semana en Nueva York, un mes 'lleno de impresiones nuevas y terribles'. Sarajevo le excitaba por aquella atmósfera de intensidad y de valentía que, cargada de repercusiones y de ecos históricos, extraía lo mejor y lo peor de los seres humanos. Sontag equiparaba la masacre del pueblo bosnio con las que consideraba como las peores atrocidades europeas del siglo: el genocidio armenio de 1915 y el Holocausto de los años treinta y cuarenta. Al recordar el asesinato en Sarajevo del archiduque Franz Ferdinand por Gavrilo Princep (un bosnio), acontecimiento que había dado lugar a la Primera Guerra Mundial, declaró que la ciudad 'dio comienzo y dará conclusión al siglo XX'.
En aquella ciudad, de 350.000 habitantes, morían todos los días entre 10 y 15 personas, y acaso el doble resultaban heridas. Sontag calculó el riesgo que ella misma corría en un uno por mil. Llegó ataviada con una chaqueta militar de combate, pero pronto se deshizo de ella para acortar distancias con sus nuevos amigos. Se dedicaba a conducir un coche destartalado que la convertía en fácil blanco para los francotiradores. Trabó amistad con un bosnio que colaboraba con la distribución de alimentos en la ciudad sitiada y que más tarde emigró a Nueva York y se convirtió en su chófer. En Sarajevo se encargó de cuidar de Sontag, ayudado por lo que parecía un sexto sentido. En cierta ocasión en que ella se aproximaba al umbral de una puerta la apremió para que cruzara y, segundos después, una granada estalló sobre el dintel. Aquellos incidentes se convirtieron en las historias de guerra de Sontag.
El valor de los bosnios
Sontag admiraba el férreo valor de los bosnios, sus obstinados esfuerzos por vivir con normalidad entre los bombardeos y demás actos terroristas. La ciudad de Sarajevo, en la que serbios, musulmanes y croatas habían vivido en una atmósfera de paz y aun de felicidad, casándose entre ellos y prestando apenas atención a sus diferencias religiosas y étnicas, encarnaba su ideal nacionalista, un ideal que ni Europa ni el resto de Occidente tenían la imaginación ni el valor necesarios para defender.
Cuando emitía aquellos juicios, Sontag conocía en parte la literatura de la región, pero no sabía mucho de su historia. Había participado en una conferencia de escritores celebrada en Dubrovnik, y algunos de los amigos que hizo allí la llamaron cuando después de que los serbios atacaran Croacia y comenzaran a bombardear la ciudad. En julio de 1993, Sontag declaró que 'lo peor aún está por llegar. Opino que los bosnios van a ser derrotados por completo, y que Sarajevo será ocupada, dividida y destruida. (...) Esta guerra supone asimismo que Europa se verá completamente desprestigiada'. En julio de 1995 añadía: 'Ni las Naciones Unidas lograrán recobrarse jamás de su fracaso en Bosnia, ni la OTAN de su renuencia a actuar'.
De siempre una voz crítica del poderío militar norteamericano -y de la idea de que un solo país pudiera contar con semejante arsenal-, clamó entonces por una intervención de su país: 'Mi Gobierno debería intervenir, porque se contempla a sí mismo como una superpotencia'. Pero se negaba a defender a ninguna superpotencia, ni siquiera cuando exigía el empleo de su poder.
Sontag deploraba igualmente la situación de la izquierda. Prácticamente nadie había querido acompañarla a Sarajevo. 'Ya no queda Izquierda alguna. Lo que queda parece un chiste', dijo al entrevistador Alfonso Armada, de EL PAÍS. La izquierda había vuelto a dividirse en lo que se refería a la cuestión de Bosnia: algunos abogaban por la intervención, mientras que otros se manifestaban en contra.
Susan Sontag había leído un artículo sobre la Universidad de Chicago en una revista nacional. El presidente de la institución era Robert Hutchins, un personaje apuesto, inteligente y dinámico. Era una estrella, un educador que atraía la imaginación pública como ningún otro presidente universitario de la época. En los años treinta y cuarenta pronunció más de 800 conferencias públicas defendiendo la esencialidad de los grandes libros en el currículo universitario y la importancia del papel de la filosofía, cada vez más difuminado en una época en la que primaban la especialización, la disciplina académica y la división departamental. Hutchins proponía el concepto de universidad como refugio de grandes pensadores poseedores de una dilatada educación en las artes liberales. Para una joven que había devorado sin desmayo las obras de los gigantes de la literatura moderna, aquello debía de sonar como ese mundo aparte regido por almas gemelas. Sontag dijo posteriormente que si escogió la Universidad de Chicago fue porque no poseía equipo de fútbol y porque todo lo que la gente hacía allí era estudiar. Como había dicho uno de sus profesores favoritos, Ned Rosenheim, si Chicago hubiera contado con un equipo de fútbol en la época de Hutchins, el entrenador tendría que haber sido Aristóteles.
Chicago habría sido una elección sorprendente para cualquier alumno de North Hollywood. Para muchos californianos del sur, Chicago representaba el salvaje Medio Oeste: una ciudad violenta con un campus cada vez más parecido a un barrio marginal y dominado por radicales. Para Mildred resultó doloroso enviar a la joven Susan del instituto de North Hollywood al crudo clima invernal de Chicago, y en el último minuto se opuso: '¿Chicago? ¿El South Side? Allí no encontrarás más que negros y comunistas'. La Universidad de Chicago poseía un legado de activismo estudiantil y de compromiso político con el que tan sólo la Universidad de Nueva York, Columbia y Harvard podían rivalizar.
La áspera Chicago
De hecho, a la Universidad de Chicago no le resultaba fácil atraer y conservar a su alumnado debido a inquietudes similares a las de Mildred. En la época en que Susan presentó su solicitud, la institución había experimentado un serio descenso en el número de estudiantes interesados en asistir a ella, y los sondeos realizados revelaban que los potenciales alumnos se manifestaban preocupados por el deterioro de su vecindario. La propia ciudad, por supuesto, nunca ha perdido su áspera imagen, de la que los adalides universitarios se muestran orgullosos: 'Ésta es la ciudad que nos gusta', decía Ned Rosenheim. 'Reina en ella una determinación que los de la universidad compartimos. Es una gran ciudad en la que las cosas no se quedan sin hacer, una ciudad que se alimenta de toda clase de energías (...) y que ha transferido gran cantidad de pasión a nuestra universidad'.
Los alumnos se acobardaban ante tan dura competitividad urbana y ante lo que consideraban por parte de Hutchins una perspectiva mezquina basada en el elitismo de los grandes libros. A Hutchins, sin embargo, apenas le preocupaban tales quejas, pues, al igual que Sontag, era enemigo del concepto mismo de adolescencia. Norteamérica, señalaba, era el único lugar en el que las instituciones docentes avanzadas manifestaban el empeño de desarrollar el carácter y las aptitudes sociales de sus alumnos. Los norteamericanos eran demasiado sentimentales con respecto a la educación, y ésta no debía ni mimar a los estudiantes ni fingir que les brindaba valores familiares. De hecho, se había sentido atraído por Chicago por considerarla la única universidad importante de la nación en la que podía disfrutarse de un ambiente europeo.
El exigente currículo que se obligaba a presentar a todos los niños prodigio -algunos incluso más jóvenes que Susan - provocaba una considerable ansiedad. Como afirma Earl Shorris, quien asistió a la Universidad de Chicago a los 13 años de edad, 'reinaba un elevado nivel de neurosis'. Los intentos de suicidio no eran raros. Todo campus universitario, incluso los de las grandes ciudades, puede parecer un mundo ajeno al exterior y generar un grado de ansiedad capaz de desequilibrar a los alumnos jóvenes y aplicados, pero David Riesman, eminente sociólogo de Chicago, reconocía la 'hegemonía que poseían las cuestiones académicas' en el 'ámbito de la Universidad de Chicago'.
Un mundo de ideas
Las palabras de Riesman sugieren lo que Chicago significaba para Sontag, quien anhelaba un mundo dominado por las ideas. El hecho de tener que enfrentarse a dichas ideas siendo aún tan joven no despertaba temor en ella; tal desafío, por el contrarío, estimulaba su pasión. Admitía sin tapujos que no había comprendido a fondo a la totalidad de aquellos colosos de la literatura moderna, pero el concepto de desmesura intelectual le motivaba. La noción de enclave -que para muchos alumnos resultaba claus-trofóbica- atraía a una muchacha que había excavado su propia cueva y que buscaba un recinto autosuficiente.
Para complacer a Mildred, Susan aceptó asistir a Berkeley durante el semestre de primavera de 1949 y luego solicitar el ingreso en Chicago para los meses de otoño. Mildred confiaba en que el campus de Berkeley, por entonces un paisaje de 'reluciente granito y esplendoroso mármol', eclipsaría el encaprichamiento de su hija por el corrupto y peligroso mundo de Chicago.
La fe de Mildred en Berkeley estaba bien fundada. En 1937, el Consejo Norteamericano de Educación había informado de que la universidad contaba con 21 renombradas facultades y ocupaba el segundo lugar por detrás de Harvard, que tenía dos más. Los sondeos realizados por los periódicos de ámbito nacional situaban a Berkeley entre las cinco primeras. A Sontag le gustó. Estudiaba con distinguidos críticos, como Mark Schorer, y asistía como oyente a cursos de graduación. Pero entonces Chicago le confirmó que su solicitud había sido aceptada y pensó: en Chicago va a ser aún mejor.
En la primavera de 1949, Harriet Sohmers, que entonces era estudiante de penúltimo año en Berkeley y trabajaba en una librería, fue testigo de la llegada de una Susan Sontag deslumbrante. Los miembros del profesorado masculino, entre los que se incluía el poeta Robert Duncan, eran gays. Observaron a la imponente Susan, miraron luego a Harriet y dijeron: 'Anda a por ella'. Harriet se acercó a Susan, cogió un ejemplar de El bosque de la noche y le dijo: '¿Has leído esto?'. Era una frase clásica de acercamiento entre lesbianas que alguien había empleado ya con la propia Harriet en la Universidad Black Mountain de Carolina del Norte.
Djuna Barnes
Susan, claro está, lo había leído y se había imaginado ya a sí misma como parte del mundo bisexual parisiense que Djuna Barnes tan notoriamente evoca con su retrato de la elusiva Robin Vote, a quien tanto hombres como mujeres aman sin poder comprender. La narradora de la novela es una anatomista del sexo mediante el epigrama, una connoisseur del estilo. Lo mismo sucede con el campy doctor O'Connor, siempre lanzando intrigantes apreciaciones sobre una impresionante colección de temas, tales como el lesbianismo: 'El amor de una mujer hacia otra mujer: ¿qué insana pasión por la maternidad y por una angustia sin límites ha hecho concebir tal cosa?'.
Sin duda, uno de los motivos por los que El bosque de la noche ha gozado de tan devotas seguidoras y ha ejercido tan poderosa influencia en las jóvenes mentes literarias es su insistencia en que 'la vida de cada uno es especialmente propia cuando uno mismo la ha inventado'. El libro es una de las pocas narraciones de la época en las que las lectoras pueden observar a otras mujeres obligadas a descubrirse a sí mismas. Se trata de una novela liberadora para una adolescente debido a que hace trizas ordenadas categorías y rígidas distinciones. 'Yo soy la otra mujer olvidada de Dios', afirma la doctora O'Connor. El bosque de la noche puede calificarse de excelente precisamente por lo expansivo que es.
Harriet era de porte dominante: para su amigo Edward Field, era 'la viva imagen del Príncipe Valiente, con sus rasgos masculinos y angulosos y esos cabellos lisos que se peinaba con flequillo y le llegaban hasta los hombros'. De estatura superior a 1,80 metros, Harriet caminaba con aplomo y en absoluto presentaba esa actitud encogida y sumisa que ciertas mujeres adquieren en su intento por encajar con las pobres expectativas de otras personas. Harriet disfrutaba de la 'teatralidad de su aspecto'. Al igual que Susan, sabía que su aspecto destilaba dramatismo y que llamaba la atención. Pero, a diferencia de Susan, no había en ella nada de tentativo: 'Su voz poseía también un timbre rico y espectacular capaz de llenar cualquier estancia'.
Si Jamake Highwater recuerda a una Sue estoica, Harriet recuerda a una Susan solitaria, vulnerable y emotiva. El intelecto de Susan llamó de inmediato la atención de Harriet, pero, así y todo, Susan era 'una niña, un bebé'. A pesar de su inteligencia, era una persona insegura. Se mantenía retraída, a la espera de oír lo que Harriet u otras personas -especialmente los amigos de mayor edad- opinaban de la película que acababan de ver. Susan era capaz de llevar el peso de cualquier conversación intelectual, pero luchaba tanto por ser adulta que a veces se le notaba el esfuerzo. Era joven, pero también valiente.
Dulce y condescendiente
Susan era una persona dulce y condescendiente, y aunque su delicadeza de carácter conmovía a Harriet y despertaba su afecto hacia ella, su inseguridad y sus dudas le irritaban. Harriet se mostraba severa con Susan, pero también la animaba: 'Sabía que Susan acabaría siendo alguien especial'. Harriet recuerda un viaje en tren que hicieron juntas y un momento en el que la compañía de aquella joven brillante y sorprendente, y la sensación de impulso producida por el hecho de estar dirigiéndose hacia otro lugar, le impulsaron a volverse hacia Susan y decirle: 'Tienes ante ti un gran destino'. Harriet no tenía muy claro qué sería Susan. Era consciente, por supuesto, de su interés por la literatura -ambas charlaban de Thomas Mann y de la amistad de Susan con un muchacho del instituto dotado de una sensibilidad literaria similar-, pero por entonces aún no resultaba evidente que Sontag fuera a dedicarse a la escritura. Al igual que Jamake Highwater, Harriet veía en Susan a una persona preocupada fundamentalmente por sus estudios académicos.
Susan tenía memoria fotográfica. Daba la impresión de registrar de modo indeleble todo cuanto leía. Harriet la imaginaba acarreando bibliotecas completas en la mente. Susan era capaz de exudar una calma superficial que aparejaba con su brillantez intelectual y su belleza: una combinación que en una mujer tan joven resultaba irresistible. Harriet, sin embargo, se hallaba lo bastante cercana a Susan como para ver desmoronarse aquella imagen de vez en cuando, pues Susan no tenía aún la experiencia suficiente como para defenderse en el sofisticado mundo de los adultos. No hacía falta mucho para angustiar a Susan, que era de lágrima fácil. Le bastaba un ataque de mal genio de Harriet para sentirse abrumada.
Harriet y Susan se separaron después de aquel semestre en Berkeley. Siguieron siendo amigas, pero perdieron el contacto hasta que Susan partió hacia Europa a finales de los cincuenta. En París habrían de reemprender lo comenzado en Berkeley, pero no antes de que Susan agotara su romance con la ciudad de Chicago y su matrimonio con Philip Rieff. (...)
Sarajevo
En abril de 1993, Susan Sontag visitó Sarajevo. La había animado a ir su hijo David, quien por entonces estaba escribiendo un libro titulado Slaughterhouse: and the failure of the West (Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente, 1995), considerado como una de las fuentes esenciales sobre dicha guerra. Sarajevo llevaba un año bajo el asedio de los francotiradores serbios, y David descubrió que sus amigos ya estaban cansados de sus análisis sobre los Balcanes. 'Ya no soporto a ninguno de ellos', confesó a su madre. 'Apenas aguantan mis historias sobre Bosnia durante 10 minutos'. Extendió los mapas ante ella y le dijo: '¿Sabes? A la gente le encantaría que fueras'.
Antes de su primer viaje, Sontag había reaccionado con 'horror e indignación' a la violencia, y también a la falta de intervención por parte de Occidente. Aquellas gentes eran europeas, pertenecían a su cultura. Mas, ¿qué podía hacer ella? No se consideraba a sí misma periodista, y tampoco le apetecía trabajar para ninguna organización humanitaria.
Pero las dos semanas que pasó en la ciudad durante aquel mes de abril le proporcionaron cierta idea del papel que podría desempeñar. Fue testigo, por supuesto, del sufrimiento de la gente, y le conmovió la aspiración de los bosnios de convertirse en una nación. Un día allí era como una semana en Nueva York, un mes 'lleno de impresiones nuevas y terribles'. Sarajevo le excitaba por aquella atmósfera de intensidad y de valentía que, cargada de repercusiones y de ecos históricos, extraía lo mejor y lo peor de los seres humanos. Sontag equiparaba la masacre del pueblo bosnio con las que consideraba como las peores atrocidades europeas del siglo: el genocidio armenio de 1915 y el Holocausto de los años treinta y cuarenta. Al recordar el asesinato en Sarajevo del archiduque Franz Ferdinand por Gavrilo Princep (un bosnio), acontecimiento que había dado lugar a la Primera Guerra Mundial, declaró que la ciudad 'dio comienzo y dará conclusión al siglo XX'.
En aquella ciudad, de 350.000 habitantes, morían todos los días entre 10 y 15 personas, y acaso el doble resultaban heridas. Sontag calculó el riesgo que ella misma corría en un uno por mil. Llegó ataviada con una chaqueta militar de combate, pero pronto se deshizo de ella para acortar distancias con sus nuevos amigos. Se dedicaba a conducir un coche destartalado que la convertía en fácil blanco para los francotiradores. Trabó amistad con un bosnio que colaboraba con la distribución de alimentos en la ciudad sitiada y que más tarde emigró a Nueva York y se convirtió en su chófer. En Sarajevo se encargó de cuidar de Sontag, ayudado por lo que parecía un sexto sentido. En cierta ocasión en que ella se aproximaba al umbral de una puerta la apremió para que cruzara y, segundos después, una granada estalló sobre el dintel. Aquellos incidentes se convirtieron en las historias de guerra de Sontag.
El valor de los bosnios
Sontag admiraba el férreo valor de los bosnios, sus obstinados esfuerzos por vivir con normalidad entre los bombardeos y demás actos terroristas. La ciudad de Sarajevo, en la que serbios, musulmanes y croatas habían vivido en una atmósfera de paz y aun de felicidad, casándose entre ellos y prestando apenas atención a sus diferencias religiosas y étnicas, encarnaba su ideal nacionalista, un ideal que ni Europa ni el resto de Occidente tenían la imaginación ni el valor necesarios para defender.
Cuando emitía aquellos juicios, Sontag conocía en parte la literatura de la región, pero no sabía mucho de su historia. Había participado en una conferencia de escritores celebrada en Dubrovnik, y algunos de los amigos que hizo allí la llamaron cuando después de que los serbios atacaran Croacia y comenzaran a bombardear la ciudad. En julio de 1993, Sontag declaró que 'lo peor aún está por llegar. Opino que los bosnios van a ser derrotados por completo, y que Sarajevo será ocupada, dividida y destruida. (...) Esta guerra supone asimismo que Europa se verá completamente desprestigiada'. En julio de 1995 añadía: 'Ni las Naciones Unidas lograrán recobrarse jamás de su fracaso en Bosnia, ni la OTAN de su renuencia a actuar'.
De siempre una voz crítica del poderío militar norteamericano -y de la idea de que un solo país pudiera contar con semejante arsenal-, clamó entonces por una intervención de su país: 'Mi Gobierno debería intervenir, porque se contempla a sí mismo como una superpotencia'. Pero se negaba a defender a ninguna superpotencia, ni siquiera cuando exigía el empleo de su poder.
Sontag deploraba igualmente la situación de la izquierda. Prácticamente nadie había querido acompañarla a Sarajevo. 'Ya no queda Izquierda alguna. Lo que queda parece un chiste', dijo al entrevistador Alfonso Armada, de EL PAÍS. La izquierda había vuelto a dividirse en lo que se refería a la cuestión de Bosnia: algunos abogaban por la intervención, mientras que otros se manifestaban en contra.
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