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Educación y subsidiariedad

Todavía recordamos cuando el señor Villalonga, recién llegado a la Consejería de Educación de aquel nuevo Gobierno, lo declaraba: 'la enseñanza pública es (y debe ser) subsidiaria de la privada'. La frase, a pesar de su enorme carga de profundidad, pareció entonces pasar desapercibida para unos y otros, acuciados quizá por asuntos más graves. Pero su contenido ha llegado a ser con el tiempo una tesis fundamental de la política educativa, como lo prueba el intento de legitimarla a través de las decisiones de los actuales gobiernos central y autonómico. Ahora bien, la aplicación que se está haciendo de esa tesis se basa no sólo en una mera inversión semántica, pues conlleva también, como veremos, una absurdidad.

El asunto es el siguiente. Muchos años antes de que el señor Villalonga accediese a su cargo, la universalización de la enseñanza obligatoria había supuesto el darse cuenta de que las funciones del Estado no debían limitarse a proteger ese derecho, sino que también era el Estado quien había de proveer los medios necesarios para su consecución. La tarea, desde luego, es ingente. Escolarizar a todas y a todos durante al menos dieciséis años (según hoy se proyecta, entonces eran muchos menos) requería un esfuerzo no solo económico, sino también de planificación, organización y gestión como nunca se había visto hasta la fecha. Había que extender por todo el territorio los colegios e institutos necesarios para ello, y este es un asunto que demanda no solamente lógica y buen sentido, sino también tiempo, esfuerzo, previsión, personal, instalaciones y dinero. Así vistas las cosas, se puede comprender, aunque es más que discutible, que en aquel periodo los gobiernos optaran por recurrir a las instalaciones y los medios a su alcance, aunque algunos fuesen de titularidad privada, con el fin de garantizar esa educación universal que, insistimos, había devenido obligatoria. En tales circunstancias, ciertos centros privados pasaron a ser auxiliares de la función esolarizadora del Estado, lo cual significa, en buena gramática, que una parte de la enseñanza privada vino a ser subsidiaria de la pública. Se ingresaba dinero en las cuentas particulares de algunos colegios (la llamada 'subvención'), a cambio de que sus titulares cooperasen en la tarea educativa. Pero se suponía, así lo creímos, una provisionalidad en la medida: era cuestión de resolver el problema, a la vez que se irían aumentando progresivamente los medios y recursos públicos disponibles al respecto.

Creo que de haberse consumado, este planteamiento de política social habría supuesto la más completa apuesta por el logro, en un plazo de tiempo razonable, de las definitivas madurez y modernización que nuestra sociedad todavía requiere. Pero la conjunción de una especie de síntesis de la fatalidad -que diría Ferlosio-, por un lado, y de una activa agenda oculta, por el otro, pareció alojarse en el corazón del proyecto. El giro socialista, en contra de lo previsible, no solo no extinguió poco a poco el papel auxiliador de los centros privados, sino que creó las condiciones para que dicho papel comenzara a ser percibido como principal. Fuera por error, por desidia, por falta de perspectiva o por comodidad, lo cierto es que entonces comenzaron a invertirse las relaciones de subsidiariedad entre lo público y lo privado, empezando por el deslizamiento no solo semántico que llevó a hablar de 'concierto' en lugar de 'subvención'. Es cierto que los gobiernos socialistas se centraron en la tarea de concebir un nuevo sistema educativo, cuyos frutos fueron las leyes orgánicas en que se basa la reforma todavía en ciernes. Pero es cierto también que abandonaron el aspecto concerniente a la financiación y al establecimiento de recursos públicos para afianzar dicha reforma. Con ello se dejó de lado el necesario fortalecimiento de una red educativa por cuenta del Estado, la cual habría servido para superar de una vez por todas las endémicas contradicciones y disputas con que nos movemos en esta materia.

Pero con los gobiernos del partido que hoy está en el poder, la inversión de las relaciones de subsidiariedad entre lo público y lo privado se está consolidando mediante la defensa ideológica de una absurdidad. Desde luego, no puede decirse que el giro mal llamado liberal de la política que nos concierne (pues es liberal a costa de los fondos de todos) esté falto de astucia. En materia educativa, se apela a la libertad, palabra-fetiche, para convencer al ciudadano de que ésta consiste en poder elegir entre muchas opciones, cuando más sensato habría sido interpretarla simplemente como exquisito respeto y verdadera tolerancia ante las posiciones de cada uno. Así, la defensa de la libertad se plasma ahora en el absurdo de pagar con dinero público proyectos de escuela privados, incluso más allá de la etapa obligatoria (un auténtico escándalo), en lugar de emplear todos los medios para garantizar una educación pública y de calidad, valiosa por sí misma para todos y al servicio de la formación de ciudadanos libres. Este equívoco planteamiento del gobierno se muestra con claridad, por ejemplo, en el asunto de la enseñanza de la religión. Para garantizar las libertades de culto y de conciencia de cada uno se pretende que las familias elijan entre: o bien una opción determinada (en principio, la católica), o bien algo de todas (bajo el nombre de 'cultura religiosa'). ¿No sería acaso más integrador, más maduro, más liberal, incluso más económico -en un amplio sentido- asumir el laicismo constitucional en la enseñanza compartida y dejar por fin la religión como un asunto de la esfera ciertamente privada?

La tremenda confusión entre liberalidad del Estado y liberalismo político está llevando a que se trabaje, desde determinados despachos de la administración, en beneficio de intereses particulares, lo cual se traduce en el hecho de que paguemos entre todos los negocios de algunos. Éste es el absurdo. Pero está basado en la aplicación torticera de un principio. En efecto, admitir que lo público ha de ser subsidiario de lo privado exigiría, como mínimo, un largo y serio debate; pero creo que no significa, ni mucho menos, financiar porque sí, o en nombre de la libertad, iniciativas de unos cuantos. En lo que a la educación se refiere, tal vez este principio pueda tener, dadas ciertas circunstancias, una aplicación ocasional, pero nunca general. Y es que hablando de principios, me parece que lo más razonable sería aceptar firmemente dos de ellos. Primero, apostar por una educación excelente para todos con los medios de todos. Segundo, defender que la opción de sujetarse a proyectos particulares esté basada en recursos también particulares.

Jesús Gisbert es profesor de filosofía

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