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Tribuna
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El libro es ya problemático

El libro, del que tan seguros estábamos, se está haciendo problemático. Era el sumo exponente del mundo de la palabra y de la idea y ahora le han salido demasiados competidores. Sobre todo sufre fuertes embates procedentes del mundo de la imagen

El libro, del que tan seguros estábamos, se está haciendo problemático. Era el sumo exponente del mundo de la palabra y de la idea y ahora le han salido demasiados competidores. Sobre todo sufre fuertes embates procedentes del mundo de la imagen. De otra parte, es un producto estático que exige estudio, reposo y reflexión y que se ve amenazado por otros más ágiles, ligeros y agresivos, traídos por las nuevas tecnologías. Y por varias frivolidades.

Sobre este y otros temas me explayaba yo en una conferencia que sobre la cultura de la palabra y la cultura visual di en El Escorial en agosto pasado y de la que EL PAÍS se hizo eco. Y, luego, cuando el pasado 23 de abril hablé en un instituto de Madrid sobre, precisamente, el libro. El libro, al menos el libro de cultura y pensamiento, se vende poco. ¿Hay un descenso cultural o la gente tiene cada vez menos tiempo para la cultura reposada? Y hay una competencia irresistible de los mass media escritos y de los vídeos y televisiones y de toda clase de mensajes informáticos. En la sociedad audiovisual el libro está en una soledad peligrosa.

Los editores (y los autores) de libros intentan salvarse abreviándolos: escribir hoy un libro de más de 300 páginas es casi una falta de educación. Y los títulos y las cubiertas deben ser sugestivos, las ilustraciones deben atrapar al lector: hoy se mira más que se lee. Mucho colorín y poco latín, decía alguien de un manual para introducir en la venerable lengua latina.

¿Cómo leer ahora aquellos densos volúmenes de la literatura teológica y moral de nuestros siglos áureos o los apretados en letra gótica de los eruditos alemanes del XIX? O los que escribíamos nosotros mismos hace no tantos años.

Los editores reaccionan de maneras varias: usan las técnicas del marquetin, algunos tratan al libro como a un producto enlatado cualquiera. A lo mejor regalan un reloj o una estilográfica, a ver si pica uno. O a sus autores amigos les encargan best sellers que usen técnicas probadas: ingredientes excitantes sabiamente combinados y que no excluyen el intertexto, que dicen. Nos abruman con ellos en ferias y escaparates, los otros libros casi los esconden. Y hay la industria de los premios, que usa los consabidos ingredientes políticos y eróticos y los de eso que llaman actualidad.

Cada vez es más difícil publicar un libro serio que se recomiende por sí mismo, y que se venda. Grandes editoriales que antes los buscaban ahora los rehúyen. Cierran incluso sus colecciones, no reeditan los volúmenes agotados. Busquen, por ejemplo, los Clásicos castellanos y verán lo que encuentran.

De otra parte, hay revistas científicas y grandes diccionarios, entre otras obras, que, cada vez más, se publican sólo en Internet, no en papel. Es algo que crece día a día: un tema complejo que apenas rozaré. No creo que estemos ante el fin del libro, aunque a veces nos deprimamos. Pero un reajuste sí tendrá que haberlo: qué se publica con qué características en qué sistema. Veremos qué hueco le quedará al libro culto en que nos hemos educado.

Pensando en todo esto retrazaba yo en esquema, el otro día, ante esos alumnos de que hablé, la larga historia de la comunicación oral y escrita: fluctuaciones, rupturas y novedades no son de ahora. En cierto modo esa historia tranquiliza, porque la llegada de una nueva fase no ha aniquilado nunca a la anterior. Eso sí, ha habido grandes cambios y desplazamientos.

Por ejemplo, nada tiene de nueva la combinación, ahora en auge, de dibujos e imágenes con el texto fonético. A los simples dibujos o pinturas que narraban una historia o un mito siguieron pictogramas o jeroglíficos, en que, por ejemplo, un ave y un huevo esquemáticos querían decir en acadio 'fecundidad'. Y luego el fenicio beth pasó de ser el dibujo esquemático de 'la casa' a ser una sílaba, la inicial de esa palabra, 'casa', en fenicio: es el origen de la beta de los griegos y, por tanto, de nuestra b. Nacía la escritura fonética a partir de simples dibujitos.

Pues bien: en muchas escrituras antiguas, la hetita y la micénica, por ejemplo, entre los signos fonéticos siguieron entreverándose pequeñas pinturas esquemáticas del hombre o la mujer o la cabra o la copa o el textil. Sobrevivía el jeroglífico, ideograma o pictograma si quieren, ayudando a la interpretación de los textos. Y hoy, ¿qué son sino jeroglíficos los dibujos esquemáticos de hombres, mujeres y niños en los pasos de peatones y hasta en los baños o aseos? Llegan mejor que la escritura y llegan a todos.

La escritura fonética, la nuestra, con sus vocales inventadas por los griegos y añadidas a las consonantes semíticas, todo derivado de aquellos pequeños dibujitos, refleja el mundo que contemplan nuestros ojos y las ideas que crea nuestra mente. Pero se ha aliado siempre, en grado variable, con la pintura y el dibujo: ya ven que vuelvo a mi tema, el del libro ilustrado.

Así en la cerámica griega: recuerdo aquel vaso en que se representa la llegada de la golondrina y a un viejo y un niño que dicen, el primero, 'mira, una golondrina', y el segundo, 'ya la veo'. Otras veces se escribía el nombre de los dioses. Y el arte cristiano medieval, el gótico, añadía a veces cartelas a los relieves de santos de sus iglesias y combinaba en tantos libros texto y miniatura. Ahí estaban en germen nuestros cómics y nuestros libros ilustrados.

Pero dejemos esto. Ahora tenemos, de un lado, el libro y los demás 'medios' impresos; impresos sin prensa, claro está, y copiosamente ilustrados. De otro, tenemos el libro en papel y el libro en CD-ROM o en las páginas web. Hay ventajas: se puede buscar cómodamente el pasaje o tema deseado, se puede retocar constantemente. E inconvenientes: volveré sobre ello.

Más todavía, tenemos raudales de información en esos rivales que son el cine, el vídeo y la televisión, que nos traen noticias, reportajes, entrevistas, paisajes, espectáculos y mil cosas más. Éste es el problema: la relación entre todos estos soportes de información en que domina la imagen sobre la palabra y el libro.

A diferencia de éste, estos sus rivales no exigen el esfuerzo de la lectura, ofrecen como un meteoro a un ser pasivo que, ciertamente, puede tomarlo o dejarlo. Tampoco exigen el esfuerzo de la compra y el almacenamiento. Ni exigen tampoco un esfuerzo intelectual que pudiéramos calificar de excesivo.

¿En qué acabará esto? Porque el libro sigue teniendo sus ventajas. Pienso que con el tiempo se llegará a una delimitación de campos. Habrá libros de usar y tirar cuando se han consumido, ni más ni menos que un casco de cerveza: el valor de permanencia, que es la raíz del libro, no interesa aquí. Otros libros verán limitada su difusión a los medios electrónicos, serán carne de CD-ROM u ordenador o Internet.

Pero las nuevas tecnologías tienen su límite. Un texto importante exige una lectura reposada en una edición bien impresa, ilustrada para meternos en el tema, no para sacarnos. Y un volver atrás, detenerse, atisbar hacia adelante, pensar. No es cómoda una edición electrónica ¿Y qué decir del mensaje televisivo, rápido y fugitivo? Imposible, en realidad, tratar en él un tema amplio con el sosiego y el tiempo necesarios. Se pueden dar atisbos, abrir horizontes: pero hacer verdadera historia o verdadera filosofía, no hablo ya de lingüística o de las ciencias duras, es imposible.

Aunque sea por exigencias del espacio, siempre se tiende al adoctrinamiento banal. La televisión está tocando su techo, e igual los audiovisuales en general: son lo que son, no otra cosa.

Habrá una sedimentación. El libro quedará, sobre todo, como instrumento, archivo y palanca de la cultura. Sustituirlo por los televisores es un error: son si acaso una ayuda, otras veces más bien un estorbo, porque implican otro modo de pensar. Igual hay que decir del conjunto de los mensajes electrónicos.

El futuro del libro está unido al de la cultura: literaria, de pensamiento, científica. Una cultura de la palabra y de la idea, compatible, es claro, con la de la imagen. Pero tiene que ser una cultura ampliamente difundida: sólo así será el libro en papel económicamente posible. El electrónico no lo sustituye, aunque tenga sus ventajas.

Si no hay esa difusión (hoy problemática), mal futuro para el libro que a muchos todavía nos interesa. Y malo que quedemos en manos de sólo sus competidores audiovisuales. Con sus ganancias, tienen terribles limitaciones. Informan, entretienen y al final aburren. O seducen con unas gotas de conocimiento, no más. Y ahí queda todo.

Francisco Rodríguez Adrados es miembro de la Real Academia Española.

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