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Columna
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Piscina, sí; deportes, no

Los solares de las grandes ciudades son como los gatos viejos que corretean por sus rincones más oscuros: tienen varias vidas. Tomemos el territorio ocupado por el parque Dir y su piscina de verano, por ejemplo (enmarcado por las calles de Doctor Fleming, Santa Fe de Nou Mèxic, Ganduxer y Bori i Fontestà). Parece que lleve allí desde siempre, con su complemento cinematográfico, CINESA Diagonal, multisalas concurridas y ruidosas, con sesiones golfas en un barrio que se las prometía muy felices y que pagó muy caro su derecho al silencio, ahora perturbado por tubos de escape, jaleo y algarabías adolescentes. Parece que lleve allí toda la vida, con su piscina vigilada por corpulentos monitores, sometido al castigo de un sol que puede con un césped parecido al del parque colindante. En esa zona verde se mezclan canguros centroamericanas de niños de barrio alto, separados que enseñan a andar a sus hijos, practicantes de taichi, jóvenes en celo, ancianos recuperándose de algún trastorno neuronal paseando dificultosamente y, de noche, fantasmas que se dedican a montar rituales de magia negra enterrando patas de pollo entre porro y porro y con, de fondo, la silueta iluminada de una masía restaurada que alberga multitud de restaurantes de comida rápida donde se compite en ofertas y pelotazos alimenticios. Total: un reino de patatas fritas, bocatas y comida mexicana enmarcado por una solución urbanística que consiguió evitar la amenaza de la especulación y, como mal menor, convirtió en multiequipamiento de ocio privado lo que debería haber sido latifundio de servicio público. Entre lo ganado y lo perdido existe la misma diferencia que entre reforma y ruptura.

En los setenta alquilamos un campo de fútbol y jugamos contra la escuela Virtèlia. Perdimos por 25-0

En las generaciones anteriores de las que puedo dar fe, hace, pongamos, 30 años, tampoco se consiguió que este espacio fuera lo que se dice público. Había una piscina, eso sí, o varias, que daban nombre a una zona con mucha historia, que parecía sofisticada sin serlo y cuyo nombre sigue vivo en la memoria de los que todavía no la han perdido: Piscinas y Deportes. Allí, antes de que la burocracia lo condenase a un abandono que duró demasiado, interrumpido por carpas que fracasaron y otros tiros por la culata, se consumían litros de horchata en verano y fueron muchos los jóvenes que idearon, fraguaron y consumieron los contactos que les permitieron luego casarse y, en según qué casos, arrepentirse de haberlo hecho. El paisaje, entonces, lo completaba la tribuna del campo del Espanyol, sede de algún que otro partido histórico (Mundial de 1982) y de patadones que mandaban la pelota a la puta calle. Si la recogía un chaval sensato, no la volvían a ver. Si la recogía un repelente niño Vicente, la devolvía. En los áticos de los edificios cercanos, se montaban miradores de alquiler, el antecedente directo del pay per view.

Pero no todo el fútbol que se practicó en este barrio fue de primera división. Parte del territorio estaba ocupado por campos de tierra en los que, previo pago, cualquier grupo de incautos podía intentar emular a sus ídolos. Hablo por experiencia: yo fui uno de ellos. A principios de la década de 1970, alquilábamos con los de mi clase un campo y nos atrevíamos a retar a equipos muchos más sólidos. Juntábamos las 1.500 pelas que costaba alquilar el campo y, con la indumentaria planchadita y la cabeza llena de sueños de chilenas y remates en plancha, nos personábamos en este mítico lugar. Llevábamos el equipo del Athlétic, camiseta a rayas rojas y blancas y pantalones negros. Entre otros muchos, jugamos dos partidos contra el Virtèlia, cuna del nacionalismo liberal de esta ciudad. Perdimos 25-0 (veinticinco a cero, conviene ponerlo en letras, como el importe de los cheques) el primer partido y, a cinco minutos del final, todavía creíamos en el milagro. El segundo partido mejoramos un poco 24-1 (veinticuatro a uno). Los del Virtèlia eran unos fieras. Llevaban la indumentaria del Milan y tenían masajista, entrenador, utillero y un extremo apellidado Molins que ríete tú de Geovanni. Así cualquiera. Nosotros éramos una banda de mataos pero teníamos toque y, en algunos momentos, éramos capaces de dar cuatro pases seguidos. Y además: nadie sabía perder tan bien como nosotros. De aquella época conservo un cariño especial por aquel territorio, que estuvo a punto de perderse para siempre para la ciudad en manos de las constructoras, y una justificada aversión por cualquiera que haya estudiado en el Virtèlia.

En este caso, sin embargo, el pasado no es mejor que el presente. El campo del Espanyol dio lugar a un neobarrio impersonal por ahora, en el que comprar un piso te cuesta toda una vida de salarios de alto ejecutivo pero, por lo menos, no está cerrado por vallas y paredes ni parece un desierto cuando anochece. La piscina del Dir y su gimnasio contribuyen a preservar la tradición deportiva de la zona y sólo la buena horchata ha desaparecido. En el parque, más cuidado que otros, está prohibido jugar a fútbol. Es una medida impopular que algunos niños se saltan con el beneplácito de unos padres que se lo toleran todo. Pero yo sospecho que se trata de una medida homenaje a los inútiles que, años ha, fuimos goleados por las terribles y talentosas hordas del Virtèlia. Claro que aquello ocurrió en otra vida. Cuando todavía existía Piscinas y Deportes y los gatos eran como nosotros: más jóvenes, más pobres y más pardos.

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