'POR LAS NOCHES SUEÑO CON COMIDA'
Trece millones de africanos de cinco países pueden sufrir una hambruna antes de diciembre si no llega suficiente ayuda humanitaria. Las causas son múltiples: sequía, sida, cuestiones políticas y económicas... Un cóctel difícil de comprender para los donantes.
No se ven personas desvanecidas sobre una tierra yerma, ni niños huesudos repletos de moscas mirando al vacío, ni vacas famélicas sin qué pastar; no hay espectáculo de la necesidad extrema y, sin embargo, aquí, en Suazilandia, como en otros cuatro países del África austral, las personas se encorvan para picotear comida y dependen del socorro humanitario para sobrevivir. No hay aún una hambruna como la de 1986 en Etiopía, pero si esa ayuda no llega pronto, y en cantidades generosas, la habrá en tres meses.
Trece millones de seres humanos de Suazilandia, Lesoto, Zambia, Malaui y Zimbabue corren el riesgo de padecer hambre y 300.000 de morir antes de final de año, según el Programa Mundial de Alimentos (PMA), organismo dependiente de Naciones Unidas. Es urgente la distribución de 1,2 millones de toneladas de trigo y de 4 millones más antes de diciembre. 'Disponemos de alimentos en los almacenes', asegura Richard Lee, del PMA, 'pero es insuficiente y se agotará en unas semanas; pronto no habrá nada que repartir'.
Malaui vendió las 169.000 toneladas de grano almacenado para pagar parte de la deuda exterior
En la aldea de Khushweni, al este de Suazilandia, un secano habitado a una treintena de kilómetros de Mozambique, la familia de Dlamini Ntombiyembango aguarda la primera distribución en seis semanas. Dlamini, de 78 años, y sus 18 nietos pasan privaciones. Sus tres hijos varones murieron en Suráfrica, adonde huyeron en pos de Eldorado empleándose como mineros; dos fueron asesinados y un tercero falleció en 2001, semanas después que su esposa. Les mató el sida. Nadie en este minúsculo país de los suazis desea hablar de ello. Tradiciones y temores. Dicen que cuando se menciona el mal, visita tu casa, pero también perdura un estigma que envuelve a los enfermos como a fantasmas. La cultura del miedo fomenta la propagación, que afecta a más del 25% de su millón de habitantes.
La abuela Dlamini balancea el cuerpo sentada sobre una esterilla. Esnifa una especie de tabaco en polvo. Vive del maíz que le donan sus vecinos. Con él fabrica una pasta densa de la que se alimenta la familia dos veces al día. 'El saco que nos dio el Gobierno se acabó hace tiempo'. La última vez que degustó carne fue hace un año, cuando vivía su tercer hijo. Pero su situación no debe de ser tan angustiosa, pues unas gallinas escarban en la nada. 'No las comemos porque apenas tienen carne y nos dan huevos', dice. Sus nietos acuden a la escuela, pero no podrán seguir el próximo curso. 'Se acabaron los ahorros'. La ONG cristiana World Vision, estadounidense, tiene previsto entregar esta semana un cargamento en la zona. La abuela lo sabe y hace cábalas con el maíz, las judías rojas y el aceite que le prometen.
'Esta sequía es peor que la otra', exclama Dlamini, en referencia a la de 1991 y 1992. Richard Lee, del PMA -organi-zación que entrega los cargamentos a las diferentes ONG-, sostiene que, en términos científicos, no es así, pero que en esa época aún no se había extendido el sida, una dolencia que quiebra el tejido productivo. 'Cuando una familia pierde al padre, el que gana el sustento, queda indefensa', asegura. 'Un descenso en la lluvia puede provocar una catástrofe, pues la población es muy vulnerable'.
Es el caso de Phumaphi Shongue, de 22 años, y de sus cinco hermanos. Viven cerca de Khushweni. Sus padres murieron hace un año: la madre, en mayo; el padre, en agosto. Phumaphi, junto a su hermana Jubu, de 16 años; Mpedulo, el chico de 14, y Dlalishe, de seis, se arrellanan en la greda de una cabaña de maderas y adobe salpicada de boquetes. Comen de unos platos de latón una magra ración de judías y pasta de maíz, que les sabe a manjar. Dlalishe se lame los dedos ensimismado, del índice al pulgar, sin dejar una migaja. Se desperezan con el sol, a las seis, y trazan un plan. 'Cada día pienso qué debo hacer para sobrevivir y envío a mis hermanos a mendigar un poco de alimento. Por las noches sueño con comida', reconoce la hermana mayor. El 10% de las familias de Suazilandia son así, gobernadas por huérfanos que perdieron a sus antecesores debido al sida.
Los Shongue, a diferencia de la abuela Dlamini, carecen de gallinas famélicas; ante sí sólo tienen un campo baldío y duro en el que crece la sequedad y la muerte. Su poblado familiar dispone de cinco barracas de una habitación. En una vivieron los padres y en otra murió el progenitor; hoy están cerradas con un candado. 'A veces me pregunto por qué nos ha tocado esta mala suerte', dice Phumaphi. Los dos hermanos ausentes fueron a ver a una tía, que vive a unos kilómetros, para obtener maíz y aguantar hasta el reparto. Dentro del cercado, el joven Mpedulo ha dibujado un campo de fútbol sobre la tierra; tiene porterías fabricadas con tres ramas y una red. Ahí consume las horas con un ejército de tapones de plástico que simulan ser los jugadores de un equipo. No lejos, en el centro, hay una rueda de hierro made in England por Bentalls's Maldo con la que muelen el grano para que cunda y se multiplique en varias comidas.
En Lokhaiza, más al norte, Ncamiso, de 12 años, y Ngcini, de 10, se aferran a unos columpios oxidados y rotos. Acaban de recibir comida en la donación de Cáritas. Cada mañana se despiertan al alba y sacan las vacas a pacer donde apenas queda pasto. A las ocho acuden a la escuela para aprender que no hay demasiada esperanza en esta tierra, y a las dos deben caminar dos kilómetros para abastecer de agua a la familia. Por la tarde regresan con las vacas y se acuestan. Así, un día tras otro. No tienen electricidad, ni juguetes, ni fantasías. Comen dos veces, al levantarse y antes de acostarse. El menú es exiguo y contumaz: porridge (pasta a base de cereales) o maíz molido. Hace siglos que no prueban carne ni leche, pues sus vacas están tan amojamadas como la tierra que les rodea.
Linah Zwane, de 80 años, aguarda la lotería en la fila de la caridad: 12 kilos de maíz, 1,8 de judías y 750 centilitros de aceite, lo que corresponde a cada uno de los 500 que han acudido al maná de Cáritas. Con ello debe aguantar hasta finales de septiembre. Zwane está muy delgada y lleva unas gafas de pasta negra con los cristales sucios. Frunce el ceño al escuchar, pues no debe de oír ni de ver bien. Sostiene una cartilla que recoge el número de miembros de la familia. Vive cerca y dispone de la ayuda de una nieta para empujar el carretón. 'No llovió de septiembre a diciembre y se arruinaron las cosechas. No tenemos nada qué comer. Ayer tomé un porridge; el día anterior, calabaza'.
'Sin esta ayuda, su situación sería desesperada', dice Makhun-du, responsable de la ONG católica. 'Nuestro plan de actuación en la crisis termina en abril, con la nueva cosecha', explica Lee, 'pero dependerá de si llueve suficiente en los próximos tres meses; dos años consecutivos de sequía serían una calamidad'. La ayuda llega despacio, en cuentagotas. La de esta mañana tenía el sello de EE UU. 'No tenemos una sola causa, como en Etiopía; se trata de un cóctel de varias: sequía, cuestiones políticas y económicas, sida..., y eso dificulta su comprensión entre los donantes', afirma Luis Clemens, del PMA.
De los países afectados -Suazilandia, Lesoto, Zambia, Malaui y Zimbabue-, los dos últimos sufren una situación límite. La política de expropiaciones de tierra del presidente Robert Mugabe, que afecta a 3.000 granjas comerciales propiedad de la minoría blanca, ha abismado al país: de exportador de alimentos a importador de socorro humanitario en tres años. Seis millones de zimbabuanos necesitan ayuda sostenida para sobrevivir. Las cifras en África austral son espeluznantes: 3,4 millones pasan hambre en Malaui, 2,3 en Zambia... Ahora se suman otras 500.000 en Namibia y en Mozambique, además de 1,5 millones de Angola, castigadas por décadas de guerra, minado de la tierra y desplazamientos. Angola no está inmersa en este plan, pues su caso es independiente y, por su gravedad, tiene su propio programa de salvamento.
Sequía, inundaciones, política, sida, corrupción... La última evaluación del PMA de agosto indica que la situación se agrava. Sólo hay cifras disponibles en el caso de Suazaliandia: si hoy están en riesgo 144.000 personas, a final de año serán el doble. En algunas zonas de África austral, la gente ha devorado las semillas crudas. No queda con qué plantar. Se va a necesitar apoyo para sembrar la cosecha. Los habitantes han engullido sus existencias: la despensa está exhausta. El caso de Malaui es señero: vendió las 169.000 toneladas de grano almacenadas para pagar parte de la deuda exterior. El Gobierno aduce que esa venta fue forzada por el Fondo Monetario Internacional (FMI); los economistas lo niegan: dicen que la recomendación era comerciar con 16.000 toneladas. Según el PMA, ese grano no hubiera evitado la crisis, sólo la habría paliado.
En Zimbabue sucede lo mismo: las expropiaciones de tierra, que han arruinado la capacidad productiva del país, no bastan para justificar la escasez. La sequía y el sida son el primer motor, pero la política errática de Mugabe ha quebrado cualquier capacidad de respuesta. Sin granjeros de repuesto preparados, la tierra se marchita. Lesoto, además de sufrir todo tipo de inclemencias -heladas, inundaciones y sequía-, tiene degradada su tierra fértil y necesitará años para recuperar el ritmo productivo. 'La ayuda tiene dos fases', explica Richard Lee, 'una de emergencia, para evitar que las personas mueran de hambre, y otra de desarrollo a medio y largo plazo'.
La corrupción y el dispendio son factores que desaniman al donante. Mientras que Suráfrica acumula el mayor número de enfermos de sida, más de cuatro millones y medio, su Gobierno compra submarinos para una guerra imaginaria y encarga un avión presidencial para los viajes de Thabo Mbeki. En Zimbabue, Mugabe trata de adquirir, burlando el embargo internacional, cazas de combate de fabricación soviética y administra la plusvalía de sus concesiones mineras congoleñas en beneficio propio; igual que las fincas expropiadas, que serán traspasadas a su entorno cleptocrático: ministros, altos cargos y generales cuya única experiencia es saber decir sí al jefe. Mswati III, de 34 años, rey de Suazilandia, gobierna mediante decreto sobre un país depauperado. Depende de la vecina Suráfrica para sobrevivir y ya no fabrica tanto dinero como antaño en casinos de juego, campos de golf y exportación de mano de obra.
Pretoria empleaba en 1997 en las minas a 11.000 de sus súbitos, pero este año sólo ha contratado a 600. Pese a la sequía y el hambre, Mswati se ha embarcado en la adquisición de otro jet a costa del presupuesto. Modernidad más tradición: en septiembre, este monarca omnímodo elige esposa en un baile en el que las jóvenes danzan semidesnudas. Ya tiene ocho. Su padre, que murió con 82, dejó 61 viudas. Su última ocurrencia, un decreto que prohíbe a las vírgenes una relación sexual en cinco años. Es su aportación a la lucha contra el sida.
Ncamiso y Ngcini se despiertan al alba. Pastorean sus vacas apergaminadas, comen porridge y pasan la mañana en la escuela aprendiendo una aritmética que en África resta; se acuestan sin electricidad ni juguetes. Nada entienden de política, ni de corrupción, ni de granjeros expropiados, ni de sabios del FMI con un mando a distancia. Deben inventar su subsistencia en cada jornada. Igual que los Shongue, que mendigan entre los vecinos unos granos de maíz y por las noches sueñan con comida. Para todos ellos, el hambre es cotidiana y real, no una estadística; tiene nombres y apellidos, los suyos.
Mañana, tercer capítulo de la serie: Quiero informaros de que mamá es seropositiva.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.