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Reportaje:

Taquicardia del ocio

El suceso ocurrió a principios de los años setenta, en 1972 o 1973, probablemente en un día de verano, y fue portada en los periódicos locales. Un grupo de monos -quizá macacos o titís- apareció una tarde en diversos jardines de las poblaciones de El Vendrell y Albinyana, en la comarca del Baix Penedès. ¡Menuda impresión, la de los lugareños!: salir a tomar el fresco en l'eixida, o a regar las plantas sedientas, y encontrarse a una pareja de simios encaramados a una parra o jugueteando entre las ramas de un algarrobo. En algunos casos, puede que el sobresalto inicial fuera sustituido por la curiosidad y los monos tuvieran ese día ración extra de cacahuetes o de plátanos, porque lo cierto es que en esa zona no era difícil imaginar de dónde provenían los aventureros: en 1971 había sido inaugurado en las afueras de Albinyana el Rioleón Safari Park, una reserva natural de animales salvajes, un parque temático avant la lettre.

En la Cataluña tardofranquista, el recinto de Albinyana fue un parque temático 'avant la lettre'
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DE RIOLEÓN SAFARI A PORT AVENTURA

En la Cataluña del ocio tardofranquista, pacata y morigerada por exigencias del guión, la propuesta del Safari Park se puso enseguida de moda y atrajo a miles de familias. Pronto el adhesivo con el león sonriente se convirtió en un emblema de los coches, junto al de Sant Miquel del Fay (otro bosquejo de parque temático, en cierta forma). La oferta del nuevo park basaba su éxito en la posibilidad de observar, a menos de un metro de distancia un desfile de animales fieros en un hábitat natural, sin jaulas ni fosos disuasorios. En realidad, quienes se encontraban enjaulados eran los humanos, que debían hacer el recorrido en coche y a una velocidad no mayor de 10 kilómetros por hora. Yo mismo fui uno de los sufridores, a los seis años: una tarde de verano, a 36 grados al sol (calculo yo), con mi familia recorrimos los caminos polvorientos en un Seat 850, con las ventanillas subidas, y temblamos de pavor ante las mandíbulas abiertas de los leones, la inconsciente fuerza de los elefantes o las burlas de esos mismos monos aventureros: saltaban sobre el capó del coche y se comían la goma del limpiaparabrisas.

Los años pasaron. Los inviernos se consumieron en el Tibidabo o en Montjuïc. Participamos en sorteos imposibles para viajar a Disney World, en la Florida norteamericana. Los tigres más viejos del Rioleón perdieron los dientes, los osos tenían calor en invierno, los rinocerontes abollaban los coches. Más sucesos ocurrieron en el Safari Park, con un aire de leyenda urbana: un alemán imprudente sacó un brazo por la ventanilla y una leona hambrienta se lo arrancó. (El escritor Ismael Grasa habla de esos días en su magnífica novela La tercera guerra mundial). La gente con posibles empezaba a viajar al extranjero y volvía con fotos de las reservas naturales de Kenia y Tanzania: los animales estaban más lejos, pero sus colores parecían más vivos. Surgió Cataluña en Miniatura. Los empresarios aprendieron la lección y ensayaron nuevas fórmulas, a menudo relacionadas con el agua: en los años ochenta, Rioleón fue de los primeros en reciclarse y pasó a llamarse Aquapark Safari, con una estrella en sus aguas: la orca Ulises, que años después se trasladó al zoo de Barcelona. Los nuevos parques eran ahora piscinas con toboganes, piscinas con olas, piscinas con vómitos diluidos. Los que no podían ir muy lejos de Barcelona también tenían su alternativa: Isla Fantasía era un parque temático con jaroteo acuático, piscinas en donde escuchar la música de los Chichos en tanga. Hoy en día, Aquapark sigue abierto, con una oferta que combina los logros de su pasado: animales al aire libre y litros de agua para bañarse.

A pesar de todo, el agua sólo sabe a agua y Hollywood nos ha acostumbrado a las emociones fuertes con un poder narcótico. En 1995, un nuevo parque temático total puso fin a esa abstinencia. Port Aventura, también en la costa tarraconense, ofrecía de repente una ciudad construida para vivir la vida al límite. Los niños que se criaron viendo el Rioleón recorren ahora la autopista en su cuatro por cuatro y llevan a su familia a Universal-Port Aventura. Pueden dejar el coche fuera, a salvo de rinocerontes reales, y pasearse horas y horas en un cosmos de atracciones y espectáculos que tiene parada en China, México, el lejano oeste o la Polinesia. Son lugares que garantizan la diversión, tal como rezan sus folletos publicitarios: 'Un viaje a mil latidos por minuto', o 'tan real que creerás estar soñando' (sic). Uno lee estas cosas y corre instintivamente a perderse entre la multitud fervorosa, a dejarse llevar por semejante frenesí taquicárdico. Entonces, en un momento de pausa entre el vértigo del Tutuki Splash y el desmayo virtual del Dragon Kahn, dos de las atracciones estrella de Port Aventura, uno piensa en los parques temáticos del futuro, en los escenarios angustiosos que nos quedan todavía por descubrir, y le viene a la cabeza un eslogan publicitario para cuando todo esto llegue: el horror, el horror, el horror. Tres veces.

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