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Tribuna
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Odio

No hace mucho vi en la TV-5 un documental, presentado por Victoria Prego, sobre Euzkadi, la cara oculta. Lo vi a medias, porque la segunda serie de anuncios me hizo apagar el aparato, como suelo. Pero lo suficiente. Eran escenas y entrevistas captadas con cámaras ocultas, por motivos evidentes. Hechos, no añadían ninguno a lo que ya sabemos. Pero se veía vivo un ambiente.

Dos cosas. Una: la lengua de los de Batasuna es el español, no el vasco; en él lanzaban sus dicterios a la puerta de las herriko tabernas y en medio de la kale barroka. Otra: lo terrible de ver era el odio. Voy a comentar los dos temas.

Entonces, que en el fondo del conflicto esté la oposición de lenguas es falso. El vasco, lengua rural y muy minoritaria, nunca ha sido un obstáculo para el entendimiento. Las primeras frases en vasco que se conservan están en cartas de Zumárraga, el primer obispo de México, que, como todos, era un hombre de Castilla. Escribía en latín o castellano y añadía una nota familiar en vasco. Los romanos, sin conquistar a los vascos (fundaron Vitoria y Pamplona para contenerlos), los conquistaron de otro modo. Para decir 'paz' o 'rey' o 'rueda' o 'flauta' (bake, errege, errota, chistu), tuvieron que acudir al latín. Hoy, para decir 'independencia', 'estación de servicio' o 'aeropuerto', acuden al español. 'Matrícula' es español, 'matrikula' es vasco.

Cierto que lingüísticamente es una lengua interesante, yo escribí sobre su tipología en el Homenaje a Mitxelena. Luego, Sabino Arana lo decoró con una serie de inventos pintorescos, Antonio Tovar me los comentaba. El caso es que hoy hay presiones realmente intolerables que lo impulsan. Pero los mismos vasquistas, que presentan estadísticas en las revistas de lingüística, desconfían de su éxito a la larga. Los niños aprenden un poco de vasco, qué remedio, pero en cuanto salen a la calle hablan en español.

El vasco es un pretexto: los enfrentamientos necesitan de pretextos, pero siguen cuando la diferencia lingüística se pierde (así en Irlanda) o la diferencia religiosa o la política es una herencia que cada vez pesa menos.

El caso es que hay el amor, que tiende a unir, y el odio, que tiende a separar, así resumía Empédocles la historia del cosmos. Hoy existe la tendencia a unir; y como rechazo, la tendencia a separar. A veces, viene de razones históricas: un pueblo ha sido invadido o está sojuzgado por otro, piensen en Palestina o Chipre o los Balcanes. A veces viene de construcciones internas: nacimiento de tal religión, así la cristiana y, dentro de ella, luego, la protestante, o tal ideología, así la comunista. Sus sectarios se enfrentan a los demás, ya se han creado el 'nosotros' y el 'ellos'.

Y la dualidad sin matices crea odio. Hoy los nuevos nacionalismos son crisoles de odio. Y trampolines para el deseo de poder de quienes los gobiernan.

Aquí está la gran cuestión: la cuestión del odio, y del odio gratuito, según se veía en el documental en cuestión, y que, evidentemente, reviste formas más educadas en otros niveles sociales y políticos. No tan educadas cuando Arzalluz pronuncia la palabra 'español'. ¿Qué le hemos hecho? El vivía tan bien como cualquier otro entre los jesuitas del régimen franquista, me hablaron de él en Gandía. Y en Alemania.

¿Y qué les hemos hecho a los demás? Éste es el grave problema. El pueblo vasco, en sus instituciones de familia, de trabajo, de religión, ha sido y es semejante a los demás. Y no ha sido jamás una nación. Sus señores eran vasallos de los reyes de Castilla, como tantos otros; tenían fueros, como tantos otros. No se conoce ni un solo rasgo cultural importante que los haga distintos. Y han sido (y son) la región más próspera de España, favorecida por mil privilegios económicos.

'Vasco' y 'español' no han sido nunca una antinomia. De Legazpi a Ignacio de Loyola, a Unamuno y Baroja, a tantos marinos, administradores y capitanes de empresa, así ha sido siempre. Y continúa siendo para muchos. Pero contra ellos opera el mito.

Ha surgido gradualmente un sentimiento de ser 'otros': basado en el catolicismo tradicional (¡no sólo vasco!) en la España del XIX, con las guerras carlistas. Luego vino un mitólogo etnicista, Sabino Arana, que hizo descender a los vascos de la pureza original del paraíso. Se sumaron, curiosamente, reliquias de la izquierda enragée (¡que era internacionalista!). Ya está creado el monstruo.

Con la típica división entre los que mueven el árbol y los que recogen las nueces (recuerden Irlanda, Chipre, Palestina, etc.) Unos cuantos ambiciosos mantienen el mito y las más o menos encubiertas alianzas y esperan recoger el poder. Los demás callan, esperanzados o temerosos.

Eso es todo o casi todo. El Gobierno de España quiso amansarlos dándoles estatutos: el de la República, el de la renovada Monarquía. Inútil: usan el estatuto para disfrutarlo y destrozarlo. España deja hacer, por temor a males mayores: ellos siguen. Ahora, alguna decisión se ha tomado, otra se ha propuesto a los tribunales. Todo, tarde y lento. En tanto, Batasuna sigue en las instituciones, Arzalluz e Ibarretxe siguen con sus propuestas anticonstitucionales, Otegui y los demás siguen haciendo el elogio del terrorismo.

Y se les deja hacer. ¿No creen que esto es demasiado? Yo, al menos, así lo creo. La técnica del apaciguamiento nunca ha sido buena.

Creo que hay, en los que tiran de los hilos del monstruo, mucho oportunismo, mucho ventajismo, mucho aprovecharse de la aparente debilidad de España, mucha ansia de poder. En ellos, algún odio es más bien pura estrategia para hacer crecer más odio. Pero ese odio que han difundido es ya incontrolable. Un odio gratuito, espeso, apoyado en mitos y mentiras, en una enseñanza que el Estado nunca habría debido ceder, en el orgullo del protagonismo, en la esperanza de un futuro absurdo paraíso.

Llena las vidas de esos jóvenes que, por lo demás, no parecen muy diferentes de tantos otros. Se sienten perseguidos, dicen. Su vida vacía se llena con el odio. Esto es terrible para cualquier gobernante de mañana. Cualquiera.

El odio que llevan consigo los nacionalismos y los enfrentamientos ideológicos o religiosos (a veces coinciden) hace muy difíciles las soluciones, porque impide ver los hechos. Se apoya en mundos irreales, míticos, como el de Arana y sus secuaces. No quiero hablar de Palestina, donde se imponen los que quieren echar a los judíos al mar. Al que no lo acepta, le echan encima un terrorista suicida.

Diré de otros lugares donde, como turista, he padecido a los guías nacionalistas. En Egipto, por ejemplo. Los judíos habían perdido todas las guerras, según ellos. Los egipcios, de las pirámides a ahora, eran los mejores: ¡habían suspendido a Sócrates cuando fue a examinarse a la Universidad de Menfis!

En Croacia, que sólo por razones históricas del Medioevo se escindió de Serbia (son de igual raza e igual lengua), recuerdo cómo el guía, que había hecho aquella guerra, nos atormentaba con su recuerdo. Nos puso en el autobús, a las siete de la mañana, el vídeo del bombardeo de Dubrovnik. Que no lo olvidáramos. Preferíamos olvidar eso y muchas cosas más cercanas.

El odio es largo y duradero. Mi abuelo todavía lo alimentaba contra los franceses, por la invasión napoleónica. Los odios de nuestra guerra civil, ocultos, brotan a veces aquí y allá: hay temas intocables, las verdades más obvias no pueden decirse. Y hay los odios que vienen de la última guerra y del nacismo y el comunismo.

Éste es el problema: no las razones del odio, que son, en el caso del País Vasco, deleznables, sino el odio mismo. El odio puro sin razones, aunque haya, de añadido, alguna razón bien egoísta. En los que lo crean y difunden.

Haría falta una calma, una paz, descansar de esos hombres, de esos mitos, a ver si se tranquilizaban los espíritus. ¿No habría manera de aplicar la ley y acallar a los que envenenan, siembran el odio? ¿De deslegitimizar a organismos que acuerdan o proponen cosas anticonstitucionales: más odio? Sería pura democracia.

Francisco Rodríguez Adrados es miembro de la Real Academia Española.

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