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LA CRÓNICA
Columna
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Edward Gorey, poético y venenoso

Estos días uno sale a media tarde, intenta pasear un rato y comprueba que, un año más, le resultará imposible sustraerse a la orgía epifánica de la Navidad. Es como si la Fira de Santa Llúcia brotara de la catedral y colonizara poco a poco cada rincón de la ciudad, cada tienda y cada portal. Los kilovatios de luz convierten Barcelona en una ciudad sin noche -como una Las Vegas del Advenimiento - ; los villancicos se reproducen por doquier en nuevas versiones dance, aún más insufribles; los Papás Noël pronto van a salirnos al paso con esas carcajadas sobreactuadas y sus caramelos caducados; los vendedores de pañuelos decolorados prenderán una barrita de sándalo a nuestra salud. Se me ocurren un sinfín de soluciones para afrontar esta oleada de bondad y consumismo, pero la mayoría se encuentran al margen de la ley, así que voy a proponer sólo una, perfectamente tolerada: refugiarse en las historias y los dibujos de Edward Gorey, que a su manera también hablan del espíritu navideño.

Era autodidacto y contaba que leyó 'Drácula' y 'Alicia en el país de las maravillas' a los cinco años, y todo Víctor Hugo a los ocho

La editorial Valdemar publicó hace unos meses una maravilla llamada Amphigorey, original de 1972, pero pasó tan desapercibida que Edward Gorey sigue siendo un artista sectario y desconocido en España y adorado en otros países. Para hacernos una idea: si uno teclea su nombre en el buscador Google de Internet, le salen más de 26.000 páginas, la mayoría de las cuales tienen un aspecto lúgubre y hasta macabro. Se trata del refugio de los tópicos: desde que empezó a publicar sus historias dibujadas, Gorey fue adoptado por un ejército de amantes del terror, la necrofilia y lo espeluznante; pero si uno lee sus libros, comprueba que dan mucho más de sí: es cruel, por supuesto, pero también irónico, absurdo, inteligente, fascinante, obsesivo... El crítico Edmund Wilson lo definió como "venenoso y poético", y un buen ejemplo de su influencia es el cineasta Tim Burton: los personajes de su película Pesadilla antes de Navidad y del cuento del Niño Ostra parecen haber salido directamente del imaginario del maestro Gorey.

La vida de Edward Gorey es tan sorprendente como su obra. En el prólogo de Amphigorey, su traductor Óscar Palmer cuenta algunos detalles. Gorey, que murió en abril de 2000, a los 75 años, era un ser huidizo y solitario, que solía vestir un abrigo de piel de mapache -como algunos de sus personajes-, un pendiente en cada oreja y un anillo en cada dedo. Vivió muchos años en Nueva York y su mayor pasión era el ballet clásico, hasta el punto de que todas las noches asistía a la función del New York City Ballet. Cuando terminaba la temporada, se refugiaba más al norte, en Cape Cod, en una casa de 200 años de antigüedad y aspecto encantado en la que vivía, se cuenta, a la deriva. Coleccionaba sin ningún orden todo tipo de objetos -cruces celtas, versiones del Mesías de Händel, ositos de peluche, calaveras-. Su formación era autodidacta y el propio Gorey contaba que había leído Drácula y Alicia en el país de las maravillas a los cinco años, Frankenstein a los siete y todo Víctor Hugo a los ocho. Adoraba a Jane Austen, amaba las teleseries y el cine, tenía una curiosidad sin límites.

Gorey, que dibujó durante años las cubiertas de la editorial Doubleday, empezó a publicar sus historias en 1953, con El arpa sin encordar. Vinieron después El invitado incierto y El ejemplo práctico, hasta llegar a más de un centenar. En general se trata de libros breves, donde el dibujo tiene tanta fuerza como el texto, que suele estar escrito en verso. Esas primeras ediciones eran autopublicadas, de 200 copias, y con el tiempo se han convertido en carísimos ejemplares de coleccionista. A veces, para divertirse, las firmaba con seudónimos anagramáticos, como Ogdred Weary, Dogear Wryde o D. Awdrey-Gore. Al cabo de los años, Gorey decidió reunir todos esos pequeños libros en varios volúmenes, el primero de los cuales fue Amphigorey. En esos dibujos en blanco y negro nunca luce el sol y los rincones están llenos de sombras; las casas son enormes y vacías, desoladas; los árboles se asemejan a esqueletos; los niños y niñas se pierden o están perpetuamente tristes; los mayores tienen un aire perverso.

Además, las ilustraciones siempre se conjugan perfectamente con la historia. En El arpa sin encordar, el célebre novelista Earbass, como cada 18 de noviembre, se dispone a escribir una nueva novela. Escoge un título de su cuaderno de notas -El arpa sin encordar-, pero no se le ocurre ningún argumento para ese sintagma. Poco a poco intentará superar el bloqueo del escritor. En El invitado incierto, un tipo muy raro aparece un día en una casa de ricos y se instala con la familia que vive ahí, incapaz de reaccionar. El sofá singular es "una obra pornográfica", donde todos los jóvenes están "excepcionalmente formados" y la protagonista hace gala de una indolencia erótica admirable. Pero quizá la perla del volumen es Los pequeñines macabros, un terrible y precioso catálogo alfabético de niños desdichados. Se lee: "La E es de Ernest, que se atragantó con un melocotón"; "la G es de George, asfixiado bajo una alfombra"; "la N es de Neville, que falleció de puro tedio"; "la Z es de Zillah, que bebió demasiada ginebra"... Sí, sin duda ciertos niños, tan crueles, sabrán reconocer el auténtico valor de semejante regalo de Navidad.

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