Aguas turbulentas bajo las falsas calmas
Quedan, flotan en la memoria, imágenes de la llamada de los trabajadores de Sintel, un rentable tentáculo de Telefónica, que, expulsados de sus trabajos por tener más de 50 años, en la plenitud de sí mismos, decidieron luchar hasta el fin del aguante por sus derechos, levantando, a comienzos de 2001, lo que luego se llamó el Campamento de la Esperanza y desplegando en él con sagacidad y gallardía un largo vuelo de resistencia civil, una especie de ciudad libre, pacífica y sublevada, que estuvo durante medio año erguida en una acera de la Castellana madrileña frente a la despótica arbitrariedad del poder.
Llegaron estos hombres a Madrid de todas las esquinas de España y sus rostros dieron la vuelta al mundo. Se les identificó como imágenes de una forma recia y apacible de lucha obrera contra un desmán del capitalismo financiero y globalizador desatado. Y, por si se abría paso la invitación a olvidarlos, hubo un puñado de gentes de la imagen que llamaron a las puertas de su ciudad y, cámara en mano, filmando los rincones de aquel humilde e inmenso suceso, lo hicieron parte de la memoria de lo inolvidable.
EL EFECTO IGUAZÚ
Dirección: Pere Joan Ventura. Guión: Georgina Cisquella. Fotografía: Alberto Molina. Montaje: Anastasi Rinos. Música: Á. Muñoz y temas de Manu Chao. Sonido: Madridano. Género: documental. España, 2002. Duración: 90 minutos.
La filmación duró cuatro meses, desde abril a agosto de 2001, tiempo del que emergió un enorme volumen de cintas de vídeo depositarias de una vasta materia documental, de la que se ha destilado el hilo de la hermosa y conmovedora hora y media de El efecto Iguazú, un bellísimo filme de gran precisión visual y conceptual, de alta elevación y nobleza, cine necesario, un documento libre y de sorprendente pureza, que lleva dentro una insuperable conjugación de tonalidades y de ritmos en la sucesión de los sucesos, lo que es evidencia de que, bajo el magnífico ejercicio de creación de imágenes, hay un primoroso trabajo subterráneo de creación de ideas, de guión, de pensamiento visual, de escritura sobre imagen.
Y todo esto da lugar a una secuencia que fluye con pasmosa elocuencia y que arrastra una sensación de verdad irrefutable, por lo que no requiere comentario exterior, pues se explica a sí misma y se sitúa a la altura exacta del vibrante, gozoso, y al tiempo agónico, capítulo de la España viva que indaga, pero sin encerrar su indagación en el cerco de las calles de Madrid, sino trascendiendo ese cerco y deduciendo de él lo que tiene de universal, que está propuesto con compresión en la imagen de donde procede el título El efecto Iguazú, que uno de los protagonistas, que trabajó para Telefónica en Argentina, enuncia así: "Hoy los trabajadores en las empresas, en este modelo económico de capitalismo globalizador, somos como pescadores en una barca. Creen que el río está en calma, y sólo nos damos cuenta de lo que ocurre cuando la barca, tu empresa, se acerca a la garganta (a Iguazú). Entonces es cuando percibes la velocidad de la corriente, que esta corriente del capitalismo especulador es de tal magnitud que tratas de dar gritos y hacer señas, para advertir a los demás pescadores de que el río no está en calma y que algo habrá que hacer, si no quieren que su barca, su empresa, acabe tragada por las aguas de la garganta".
Y este pequeño gran filme es nada más, y nada menos, que eso, fijación del gesto y el grito de alerta de quien sabe oír el estruendo y ver el abismo que se abre de pronto bajo las falsas calmas.
Babelia
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