El fin de un poder dinástico
La larga vida pública de Gianni Agnelli, transcurrida en su mayoría bajo los focos del éxito y el mando, ha acabado en Turín, en el silencio artificial de una enfermedad vivida también en público, declarada y admitida como un destino, una cita. Esta vida atravesó todo el siglo italiano, la aventura industrial, el fascismo, la guerra y la liberación con los estadounidenses, la posguerra y la expansión, la llegada de la gran fuerza financiera y el cometa de la nueva economía, el terrorismo y la decadencia de las grandes familias con el declive de la aristocracia industrial.
¿Fue también una vida feliz? No sabría decirlo. Agnelli, en su dimensión íntima, personal, conoció desgracias tan fuertes como sucesos, cinismos y pasiones, dolores y lutos pesados, que el anacronismo de una educación militar y un culto estético de la forma (dos factores completamente diferentes entre sí, y sin embargo estrechamente ligados) le impedían elaborar completamente, como si mostrar una herida y admitir el dolor fuese una debilidad.
Los Agnelli reinaban, pero ya no gobernaban. Habían perdido el futuro de Fiat
El liderazgo del 'Avvocato' se basaba en una fórmula imposible de reproducir
Lo que queda claro de estas derrotas privadas, que en algún lugar escondido deben de haberle doblegado, es el perfil de una vida pasada en el ejercicio de un poder sólo en parte material y por otra parte anómalo en cuanto carismático e incorpóreo, casi místico, presunto y obligatorio a la vez, como por una especie de designación dinástica aceptada por un país escéptico ante casi todos sus poderes institucionalmente derivados. En este sentido, también él tenía "los dos cuerpos del rey": el físico, concreto y material del industrial y el capitalista con sus intereses, los amigos y los enemigos, las alianzas y los errores; y el mitológico y presunto, de figura-guía de una Italia con una clase dirigente errática, voluble y en general desacreditada en el país y fuera.
Experiencia del poder, o quizá, más exactamente, ejercicio del mando. Éste fue el auténtico problema-objetivo del Avvocato. Se podría decir que su verdadero trabajo, desde el primer día en la Fiat, hasta el último en Turín. Su liderazgo se basaba en una fórmula química particular e imposible de reproducir, porque muere con él, compuesta por cinco elementos: el principio dinástico, el peso de la fábrica, la alianza entre Fiat y Estado, la condición de turinés y la dimensión internacional.
El sentimiento dinástico fue muy fuerte durante toda la vida del Avvocato. Primero, para estar a la altura de la designación del abuelo, figura central en su vida y constante término de comparación; después, en los últimos años, en el empeño por reproducir esa designación, repitiendo el rito y la garantía con un sobrino, como para asegurar la continuidad para la familia. Pero sin éxito, porque el rito demostró estar vacío. La existencia de Gianni Agnelli se cierra con una amputación dinástica que priva a la familia del signo del mando, a menos que Umberto lo ejerza por cuenta del nuevo poder que se forme. Pero en cualquier caso, el derecho natural de ejercicio del poder por parte de la familia se ha roto para siempre. Una obsesión del Avvocato acaba en el vacío, o casi, después de haber dominado su vida.
La fábrica era para él el lugar no sólo físico, sino político, debería decirse ideológico, de la producción. Aquí, en su visión, se encontraban la aristocracia empresarial (para él, quien no tenía que ver con el acero o no producía materialmente las "cosas" no era un verdadero industrial), con la aristocracia obrera, que inevitablemente producía política, es decir, sindicato y partidos.
Pero por esta misma razón (la fábrica como algo físico), la Fiat era para él también "una mala bestia" que había que controlar con una fuerza que nunca buscó en sí mismo, quizá porque sabía muy bien que no la tenía, aunque la conocía de primera mano, porque otros la ejercían en su nombre. Esta idea, o este prejuicio, lo llevó durante toda su vida adulta a disculpar, cubrir, fingir ignorar métodos de gestión desenvueltos o claramente inaceptables, como los talleres-confinamiento de Valletta, el fichaje de los obreros, las corrupciones. En realidad, se sentía fascinado por la fuerza de los demás: el abuelo, ante todo, después Valletta mucho tiempo, y por fin Romiti, de cuyo campo de fuerza se benefició (hasta quedar atrapado) durante más de una década.
Vivió los escándalos intentando distinguir. Consideró las corrupciones de Fiat una gran mancha en la moderna idea de emprendedor que quería representar, pero presumió siempre de no haber visto nunca ningún nombre de la Fiat en la lista P2, que consideraba un escándalo romano, milanés, quizá italiano, pero no turinés. Porque tenía de Turín una idea positiva preconcebida, como de un europeo de otro lugar lleno de vicios bien escondidos en el orden simétrico de las calles, y de virtudes que, en cambio, se habían convertido en un siglo en la mejor parte del carácter estatal, cívico, del país. Repetía que era europeo porque era italiano, e italiano por su condición de piamontés, es decir, con una identidad particular, marcada, fácil de distinguir en el conjunto de la nación. La Fiat y la Juventus eran las "cosas" más nacionales de la ciudad, ambas suyas, pero La Stampa era para él el verdadero nudo en el que se cruzaban los hilos de la ciudad y su gente con el nudo italiano y el europeo, más allá de la cercana frontera.
Es fácil entender cómo de este cruce surgió un particular sentido del Estado que para Agnelli tenía en los partidos el ejercicio contingente del mando y en los tres palacios -Quirinal, San Pedro y la Banca d'Italia- la verdadera sede institucional de su soberanía. Se ha escrito a menudo que su Fiat era gubernamental por definición, con independencia del inquilino de Palazzo Chigi. En realidad, esto venía después. Primero, para el Avvocato, había algo más: un pacto entre la Fiat y el Estado, con la convicción ideológica de que la rueda de Turín había molido bienestar para todo el país, y en la utilidad práctica de intercambiar con Roma, en caso de necesidad, ayudas, amortizaciones, procedimientos de coyuntura, dimisiones, según los intereses de la Fiat.
Quedaba Turín, como siempre. Y aquí, en los últimos diez años, el Avvocato ha combatido su batalla más dura. En efecto, todo lo que hemos dicho -el principio dinástico y el liderazgo, el mando y la fábrica, incluso Turín, en su concepción- entró en crisis en 1993 con una especie de golpe blanco. Aprovechando las dificultades de la empresa, Mediobanca impuso un aumento de capital que a la vez esterilizaba una parte de las acciones de los Agnelli (dejándoles inútiles para el mando) y a través de un pacto de sindicato entregaba a Mediobanca el poder y el futuro, después de haber roto la línea natural de sucesión familiar entre el Avvocato y su hermano Umberto con Cesare Romiti, que de gerente elegido por la familia se convertía en administrador delegado por representación directa del nuevo poder, del que en realidad era fiduciario.
En la práctica, los Agnelli reinaban, pero ya no gobernaban. Habían perdido Fiat, o mejor dicho, su futuro. Soportó como una humillación el mandato que le cerraba in extremis el camino al ascenso de su hermano, convencido como estaba de que habría sido un óptimo presidente y consciente de ser el instrumento de una injusticia. Contó en voz alta a las personas que estaban en la cima y en las que podía confiar para su estrategia de reconquista, que parecía imposible, y no llegó a utilizar todos los dedos de una mano. Sin embargo, se dedicó exclusivamente al intento de volver a apoderarse de la Fiat, día tras día. Al final lo consiguió, y dijo a los suyos: admitidlo, ninguno de vosotros lo creía posible.
Volvió a recuperar la Fiat, pidió a Romiti que dejase la dirección de la empresa al cumplirse la edad, y entonces, con Fresco y Cantarella restableció el sistema normal de relaciones entre los accionistas y los directivos. Creía que había terminado. Los cinco elementos constituyentes de su liderazgo habían vuelto a mezclarse virtuosamente, todos por fin unidos entre sí, y aún desprendían fuerza, autoridad y destino. Una tarde de invierno, desde la ventana de su estudio, vio aparecer sobre los tejados el letrero en un edificio histórico de la empresa, en via Chiabrera: Fiat. Le pareció que por fin había llegado la hora de ajustar las cuentas: "Fábrica: lo seguimos siendo. Italiana: nunca la he vendido. Automóviles: mi abuelo empezó, yo sigo. Turín: aún estamos aquí y aquí se quedarán mis sobrinos".
Pero la reconquista escondía una gran debilidad, porque el gigante Fiat estaba enfermo. Ya no basta la leyenda turinesa sobre la capacidad de hacer automóviles, de la gran fábrica a la tela de araña de las actividades económicas derivadas: los negocios eran algo complicado, las cuentas difíciles, la profesión tenía un futuro incierto. ¿Quién gestionaría ese futuro? ¿Quién estaba en condiciones de manejarlo, controlarlo o domarlo?
Después de la amputación dinástica de Giovannino, el heredero designado, con el otro sobrino, Yaki, el preferido, pero demasiado joven, el Avvocato veía en la familia una fuerza dispersa en 250 miembros, sin que emergiera el perfil de una autoridad unificadora, capaz de darle fuerza y de recibirla. Al no poder proyectar su liderazgo en el futuro, con un sobrino, pensó en comprar el futuro para la familia, definiéndolo anticipadamente, planificándolo sin sobresaltos ni sorpresas. Le pidió a Fresco que buscara un socio para una venta aplazada de los coches, y en voz baja le pidió que le encontrase a un estadounidense. Una vez firmado el acuerdo con General Motors, en marzo de hace dos años, el Avvocato pensó que había cumplido el último acto faustiano, proyectando su función de garantía después de su muerte. Todo estaba definido.
En cambio, se estaba corrompiendo todo. El nuevo siglo se rebelaba ante el esquema del Avvocato. Se precipitaron las cuentas, el mercado Fiat se plantó, los nuevos modelos no salían, los bancos hablaban en Turín como si fuesen los dueños e impusieron el cambio de director, la enfermedad mantenía a Gianni Agnelli lejos de la escena, y con su ausencia se perdió todo principio de autoridad, se desvió del destino que se había fijado previamente. De pronto, se adquiere conciencia de que las cuatro letras (Fiat), se pueden leer también al revés. Fábrica, pero no se sabe cuánta producción quedará en Turín, y cuál. Italiana, dentro de poco ya no. Automóviles: aquí está el verdadero corazón de la crisis. Y por fin Turín, ahora inquieta porque la capital siente que está perdiendo su reino. El esquema de garantía del Avvocato se convierte, cruelmente, en lo contrario: lo incumplido.
Y la amargura de los últimos meses, con las humillaciones por parte del mercado y del gobierno, la orilla estadounidense que se aleja, la agonía de la Fiat, un gigante abatido ante la mirada de todos, tan molesto como antes potente. El mundo de Gianni Agnelli se estaba disolviendo y perdía sus contornos mientras él se iba, dejando realmente por primera vez Turín, la ciudad en la que eligió vivir y la única en la que habría querido morir.
Ezio Mauro es director de La Repubblica.
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