65 años como 'niño de la guerra' en Rusia
A Alberto Fernández Arrieta, presidente del Centro Español de Moscú, le habría gustado morir en España. Pero no pudo ser. La madrugada del pasado 23 de enero, un letal ataque al corazón le sorprendió a los 74 años en la capital rusa, donde solía decir que vivía "con carácter provisional". Su vida -sobre todo sus 65 años en la Unión Soviética, adonde llegó con tan sólo ocho en 1937 huyendo de la miseria y la Guerra Civil- es materia prima en estado químicamente puro para ilustrar la epopeya de los niños de la guerra. Fueron casi 3.000 los que vieron cómo lo que iban a ser unas "cortas vacaciones" en 1937 para alejarles del horror se convertían en toda una vida de penalidades y desarraigo, pero también de satisfacciones y experiencias de esas que forjan carácter.
"En Leningrado, la multitud nos esperaba con pancartas a la 'España heroica'. Rompían los cordones de seguridad, nos besaban y acariciaban"
"Stalin no permitió el retorno, pero tampoco pretendió rusificarnos porque nos preparaba para volver a España cuando cayese el fascismo"
"Lo que precipitó el éxodo fue el ataque de la Legión Cóndor contra Gernika. Mi madre tenía pánico a los bombardeos y logró convencer a mi padre"
"En 1961 me dijeron: 'Tienes que irte a Cuba'. Yo repliqué: 'Pero si acaba de llegar mi padre'. Y él mismo me dijo: 'El partido lo manda, tienes que ir"
"Vivíamos nueve personas en el minúsculo piso de los padres de mi mujer. Para nosotros dos y nuestra hija teníamos tan sólo cinco metros cuadrados"
"La muerte me tocó en el hombro, pero yo no me volví y tuvo que irse de vacío. En tres ocasiones estuve a punto de morir"
Lo que más temía Alberto era que, a medida que el inexorable paso del tiempo hiciese estragos en la nómina de niños supervivientes (menos de 400 en toda la antigua URSS cuando le alcanzó la muerte), se perdiera incluso el recuerdo de la dramática peripecia vital de unos niños que llegaron a viejos sin dejar ni un minuto de sentirse españoles.
Entre sus últimas iniciativas en el Centro Español se cuenta la edición de Memoria, un libro homenaje a los niños que murieron durante la II Guerra Mundial y hasta 1950 más por hambre y enfermedad que en combate, así como del resto de españoles caídos durante la misma contienda en las filas del Ejército Rojo.
Un hermano en el camino
Uno de los que se quedaron en el camino fue su hermano. En Memoria se le dedica esta referencia: "José Fernández Arrieta. Ortuella (1926). Obniskoye Nº. EO Nº 12 (Sarátov). Tbilisi. Detenido. Desaparecido después de salir de la cárcel (1947)". Toda una vida de infortunio en apenas tres líneas.
En una reciente y extensa entrevista celebrada en Moscú, Alberto Fernández relataba su increíble peripecia humana. Lo que sigue es un resumen apenas editado de la misma.
"Mi padre fue uno de los fundadores del Partido Comunista de España. Era miembro de las Juventudes Socialistas, pero se afilió al PCE en 1920, apenas se creó. Era un comunista de los de verdad. Con 14 años participó en la primera huelga de la Babcock Wilcox de Vizcaya, y fue detenido y torturado en la cárcel. Durante la dictadura de Primo de Rivera estuvo preso ocho veces".
"Vivíamos en Ortuella, en la cuenca minera de Vizcaya. Mi padre era un cabecilla. En cuanto se convocaba una huelga venían a detenerlo, con motivo o sin él. Sufrió dos atentados y salió de la cárcel muy enfermo, con tuberculosis. Le daban dos meses de vida, pero sobrevivió, mal que bien, hasta 1963. No pudo ir al frente, pero trabajó hasta el agotamiento en la retaguardia. Fundó una de las primeras cooperativas comunistas de la cuenca minera, La Fraternidad. Y otras cinco. Fue también concejal en Ortuella, tres veces. Cuando se acercaban los nacionales tuvo que huir".
"Mi padre no quería que mi hermano José María, de 10 años, y yo, de ocho, saliésemos de España, pero al final se dejó convencer por mi madre, que tenía pánico a los bombardeos. Lo que precipitó el éxodo fue el ataque de la Legión Cóndor a Gernika. En mi expedición salimos unos 1.500 niños, vascos casi todos, de entre 4 y 14 años, desde Santurce la noche del 12 al 13 de junio de 1937. En Burdeos hicimos el trasbordo al barco ruso que debía conducirnos a Leningrado . La travesía, en un mercante francés con tripulación china, duró nueve días. Hubo una tempestad. Los colchones iban de aquí para allá y muchos niños vomitaban. La niebla era muy espesa y una vez nos pasó rozando otro barco".
"La llegada a Leningrado fue emocionante. Era por la tarde. Una multitud nos esperaba con orquesta y pancartas de homenaje a la 'España heroica'. Bajamos la escalerilla de dos en dos, con el puño en alto, mi hermano y yo juntos. La gente rompía la cadena de seguridad, nos besaban, nos acariciaban. Luego nos montaron en autobús y nos llevaron a diversas casas de acogida. Allí, a los ocho años, tuve mis primeros pantalones largos. Nos repartieron por diversos centros. A mí me tocó la casa número 5, en Obniskoye, a 100 kilómetros de Moscú, construida para hijos de diplomáticos rusos, pero que estrenamos nosotros. Allí recibimos una educación de un alto nivel, superior a la que yo pude dar después a mi hija".
Culto a Stalin
"Los profesores eran de lengua española. Stalin no permitió nuestro retorno, pero tampoco pretendió rusificarnos porque nos preparaba para volver a España cuando cayera el fascismo. El ruso era sólo la segunda lengua. Por supuesto, la figura de Stalin era omnipresente. Había un tremendo culto a la personalidad, pero todo el mundo pensaba que Stalin era un dios. Nosotros no nos enteramos siquiera de que había purgas y represión. Éramos niños y practicábamos mucho deporte. Comíamos muy bien, hasta caviar. Éramos unos privilegiados. Y aprendimos muchas canciones españolas".
"En esa casa de Obniskoye nos pilló la guerra, en 1941. Y por desgracia, estaba en la línea de ataque de los nazis. Hubo que trasladarnos. A mi hermano y a mí nos mandaron, con otros 500 niños, a la región de los alemanes del Volga, llegados allí en los tiempos de Catalina la Grande, que eran de origen germano. Nos embarcamos en la estación fluvial del canal en septiembre, y poco después, ya en el Volga, cambiamos a un barco más grande. Durante el viaje vimos desde el río inmensas estepas sin cultivar durante siglos y ciudades con nombres como Engels y Marxstadt. Nuestra casa de acogida estaba cerca de una aldea llamada Basel, en la región de Sarátov. Allí empezaron a ponerse las cosas mal. Llegaron los cuatro jinetes del Apocalipsis. Ríase de la Guerra Civil española. Aquello fue mucho peor. Se dice pronto: 26 millones de muertos en la URSS. Pero la Gran Guerra Patria [así se bautizó en la URSS la segunda contienda mundial] se ganó al fin, porque quien llega a Rusia con la espada, por la espada morirá".
"Poco después, en un solo día, Stalin deportó en masa a los alemanes del Volga. No dejó ni uno. La cosecha quedó sin recoger, los animales vagaban sin que nadie los cuidase. Si queríamos fruta, cogíamos una sandía. Si necesitábamos carne, matábamos una gallina. Pero eso duró poco. Era septiembre, y en menos de un mes empezó a caer la nieve y llegó el hambre. Un mendrugo de pan, un poco de caldo, con suerte unos gramos de carne. Con eso sobrevivíamos".
"Y lo peor estaba por llegar. Para ayudar al esfuerzo de guerra, a los niños mayores nos destinaron a las fábricas. A mi hermano le tocó primero, en 1942. Nunca volví ya a verle. Sé que murió, parece que en 1947, pero no sé dónde ni cómo. A mí me sacaron de la casa de niños en febrero de 1943, con 14 años. Me llevaron a una fábrica de morteros de Marxstadt y luego a una de tanques de Sarátov, en la que nos juntamos 60 españoles. Las raciones eran de hambre. Teníamos, es cierto, una cartilla de racionamiento con 650 gramos de pan, medio kilo de azúcar al mes y poco más. En el comedor de la fábrica había que entregarla y, a cambio, te daban un poco de agua con berza, el pan cortadito al mínimo y, si acaso, un trocito de arenque. No tardé en quedarme en los huesos".
"El trabajo era pesado y agotador, más de 18 horas al día. La ropa y el calzado, viejos y sucios, apenas si nos protegían del frío. Los piojos nos comían vivos. No podíamos ducharnos, ni lavarnos, ni cambiarnos de ropa. La enfermedad hacía estragos. La tuberculosis que me descubrieron en 1947 procedía de aquella época terrible. Murieron muchos. Los llevaban al hospital y ya no volvían".
"Un mal día, en la fábrica de Sarátov, me cayó encima una pieza de tanque de más de 30 kilos. Cuando me quejé al capataz, me acusó de falta de patriotismo. Horas después, el dolor era insoportable y acudí a la enfermería. Me recosté contra la pared, hasta que vi que la gente se apartaba asqueada de mí. Los piojos correteaban por mi cuello. Me fui avergonzado y busqué refugio en una nave abandonada, en la que, con un viejo colchón debajo y otro arriba, medio congelado, estuve tres días delirando, comido por la fiebre, al borde de la muerte".
Unas botas casi nuevas
"La tercera noche, como caídos del cielo, se presentaron un hombre y una mujer de una comisión de sanidad y quedaron espantados al ver mi pie, ya gangrenado. Me llevaron urgentemente a un hospital, en el que lograron curarme. Tanto como la medicina me ayudaron a recuperarme la comida aceptable y las sábanas limpias. 'Unas horas más', dijo el médico, 'y lo mejor que te hubiera podido pasar es que te cortásemos el pie".
"La muerte me tocó entonces en el hombro, pero yo no me volví y tuvo que irse de vacío. En tres ocasiones estuve a punto de morir".
"Otra cosa gané en el hospital, además de la vida. Llegué con unas botas viejas, llenas de agujeros, a las que sujetaba con alambres. El enfermo de la cama vecina agonizaba y tenía unas casi nuevas. Para evitar que, si fallecía, se las pudieran llevar, las acerqué a mi cama. Esa misma noche murió y yo heredé las botas. A él ya no le hacían falta".
"Al finalizar la guerra y volver a Moscú, ya no era un niño. Trabajé primero como aprendiz y luego como ajustador de herramientas, con jornadas de 12 horas porque había que levantar el país arrasado. La jornada de ocho horas no llegó hasta 1947. Encontré trabajo en una fábrica de piezas de bombarderos. Me casé en 1950 con una rusa y tuve una hija. Vivíamos con sus padres, hacinados: nueve personas en un piso minúsculo. Nosotros tres teníamos tan sólo cinco metros cuadrados. Hasta 1955 no conseguimos una habitación en una komunalka : un solo baño para cuatro familias, pero 17 metros cuadrados para la mía. Nos parecía un palacio tras las estrecheces anteriores. Este piso en el que ahora vivo me lo dieron cuando llegaron mis padres, en los años sesenta, supongo que porque él era dirigente del partido, aunque yo no quería aceptarlo. En este piso murieron mis dos esposas y mi padre".
"En 1960, en el 40º aniversario del PCE, me hice del partido, y luego del PCUS . Antes había sido del Komsomol , pero no hacía nada especial, prácticamente sólo abonar la cuota, hasta que me negué a pagarla y me echaron. Era peligroso, pero conseguí salir con bien. No entré en el PCE por ideología, sino por mi padre. El sí era un auténtico militante, un comunista de verdad, con mayúsculas. Estoy orgulloso de él. Lo único que consiguió fueron palizas, enfermedades, exilio y desarraigo. Cuando llegó a Rusia con mi madre no tenían nada, sólo lo que cabía en una maleta. Un día me escribió: 'La única herencia que te puedo dejar son mis años de honesta militancia en el partido'. Desde que me fui a la URSS, en 1937, no volví a verle hasta 1960, cuando, ya muy enfermo, le trajeron desde Francia".
"En 1961 me llamaron del partido y me dijeron: 'Tienes que ir a Cuba'. Yo repliqué: 'Pero si acaba de llegar mi padre'. Pero él mismo me dijo: 'El partido te lo manda, tienes que ir'. En 1963 volví a Moscú para enterrarle. Mi madre volvió a España y murió mucho después. Antes incluso de la perestroika de Gorbachov devolví el carné del partido. En realidad, nunca fui un auténtico comunista".
"Ni el PCE ni el PCUS nos dejaron volver a España. ¿A una dictadura? Jamás. Pero, aunque pasamos muchas penalidades, en cierta forma los niños fuimos unos privilegiados, con acceso más fácil a la vivienda y la universidad. ¿Vigilancia ideológica? No digo que no la hubiera, pero yo no la vi, ni tampoco represalias".
"Yo siempre me he sentido cien por cien español, pese a haber vivido en Rusia casi toda mi vida y haberme casado con dos rusas. Vivo provisionalmente en este país, al que, sin embargo, quiero y estoy agradecido. Al pueblo, no al Gobierno, porque yo he estado siempre entre el pueblo. Lo peor de todo es que sufrimos dos guerras: la de España y la Gran Guerra Patria. Y que, al contrario que a otros niños exiliados, no nos dejaron volver. En 1956, tras la muerte de Stalin, hubo un retorno importante, pero a mí no me permitieron regresar, no entiendo todavía por qué".
"Fui ajustador de precisión durante 25 años. Luego me hice ingeniero, y trabajé como tal durante otros 27 años. Aunque mis padres estaban en Francia, tenía en España mucha familia, en la cuenca minera. En 1968 conseguí por fin volver para una visita de dos meses, pero más tarde volvieron a negarme el permiso con el pretexto de que trabajaba en una fábrica secreta de aviones".
"¿Por qué no volví a España cuando finalmente pude hacerlo? Porque ya era tarde. ¿Qué iba a hacer yo allí? ¿De dónde iba a sacar para vivir? Tendría que empezar desde cero, con una pensión mínima, de apenas 50.000 pesetas. Algunos de los que volvieron no tardaron en regresar a Rusia. Los familiares más directos van muriendo y los que quedan parecen a veces unos desconocidos, con los que es difícil entenderse".
"El tiempo es buena medicina contra el dolor. Y seguir en Rusia, aunque sea en esta Rusia tan enferma, con pensiones de apenas 50 euros tras 50 años de trabajo, puede resultar más fácil. Menos mal que tenemos una ayuda de otros 100 euros que, después de muchos años de brega, nos paga el Estado español, gracias al cual pudimos también arreglar nuestro centro de Moscú y atender algunas necesidades médicas y asistenciales. Así que te conformas con ir de vez en cuando a España, aunque sea casi imposible pagar sin ayuda los 400 euros que cuesta el billete. Y al final te dices: total, para lo que me queda de vida...".
La obsesión por conservar la memoria de los perdedores
EN SUS ÚLTIMOS AÑOS de vida, la obsesión de Alberto Fernández era conservar la memoria de los niños de la guerra. De ahí que animase a sus compañeros de peripecia a entregar sus archivos personales, su colaboración con Jaime Camino en la película documental Los niños de Rusia, su integración como miembro de la junta directiva de la asociación Archivo Guerra y Exilio (AGE), su impulso a la erección de un monumento en Moscú a los españoles muertos durante la II Guerra Mundial en Rusia, y su esfuerzo por editar Memoria, inicialmente con una mínima edición de siete ejemplares y luego con otra de 200 a cargo de la Fundación Nostalgia.
De ahí también que, entre el 15 de octubre y el 15 de noviembre de 2000, participase, junto a otros cinco niños de Rusia, en la Caravana de la Memoria, que recorrió España en autobús con antiguos combatientes de las Brigadas Internacionales, exiliados y ex guerrilleros. Un esfuerzo que pretendía abrir una brecha en el muro de silencio que perseguía
a los perdedores de la Guerra Civil.
Además, como señala Dolores Cabra, secretaria de AGE, prologuista de Memoria y tal vez la persona que más hace desde España por los niños de Rusia, "Alberto, junto al hace poco fallecido Jesús Herranz y Francisco Mansilla, luchaba con denuedo desde el Centro Español de Moscú para lograr mejores pensiones y otras ventajas para el colectivo. De ese trío ya sólo queda Francisco, de 75 años, pero con una responsabilidad legada por los que ya no tienen voz".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.