El disfraz de la farsa
Los globos o las burbujas de colores de la cubierta del libro simbolizan las ficciones que el autor hincha con el aire de las palabras y las ideas. Con el alfiler ese mismo autor puede hacer estallar su propia ficción delatándola como tal ficción en el texto que la contiene. Y el juego del alfiler no es aquí el entretenimiento popular, sino la metáfora que esconde, pues, el mecanismo de la ficcionalidad literaria que se complace en desvelar en esta nueva novela el poeta y narrador colombiano Darío Jaramillo (Antioquía, 1947). Con su juego de máscaras y de instancias narrativas anunciadas desde la primera página ("voy a contar una historia que pude haber vivido yo. Tal vez por eso -y sin mi consentimiento- el narrador y personaje de este cuento dice llamarse Darío Jaramillo. Pero es un ser ficticio, distinto de quien escribe...", página 15), el escritor se revela como un autor autoconsciente embarcado en la aventura de relatar, entre juegos de identidad y metaficciones, el propio proceso de creación literaria conforme avanza la redacción del producto que a la postre tiene en sus manos el lector, y que resulta ser una parodia de novela detectivesca en la que conviven un estafador colombiano, Félix Leal, escapado de un cuadro de Botero y prófugo en Boca Ratón, esbirros de la mafia de la cocaína, un abogado con un pie protésico que responde al nombre de Darío Jaramillo, un turbio agente fiscal del Gobierno de Bogotá, Clodoveo MacKanna, y un puñado de "enanos y patizambos", como diría Valle, "que juegan una tragedia". Porque en realidad El juego del alfiler no es sino la denuncia de una tragedia de dimensiones inimaginables, la que en forma de corrupción y de violencia asola Colombia, y la astucia de Jaramillo consiste en haber construido la metáfora de la creación literaria -metáfora para describir la violencia- y el aparato metaficcional que sustenta la trama, advirtiéndonos que la tragedia es hasta tal punto inconcebible que sólo podemos imaginárnosla confundida con la ficción, convertida en ficción. A esta luz se justifica sobradamente que el andamiaje metatextual -prefigurado en el índice, suerte de deconstrucción del relato (Personajes, Trama, Nudo, Desenlace)- se vaya adueñando de la historia hasta que el lector despierte de su lectura ingenua y se dé cuenta de que las veras han ido venciendo a las burlas.
EL JUEGO DEL ALFILER
Darío Jaramillo Agudelo Pre-Textos. Valencia, 2002 151 páginas. 9 euros
Tal vez resulte aconsejable,
en cualquier caso, que el lector de El juego del alfiler retenga antes de encarar la lectura del relato la advertencia de Roland Barthes de que "quien habla (en el relato) no es quien escribe (en la vida), y quien escribe no es quien existe", clave para transitar sin temor a extraviarse por las tramoyas de este sofisticado ejercicio literario con el que Jaramillo continúa las travesuras autoficcionales del Borges de 'Borges y yo' de El hacedor, y se muestra interesado en recrearse en trampantojos textuales como otras plumas nacidas de la posmodernidad literaria, como Calvino, Nabokov o Nooteboom, que disfrutan escribiendo cómo se contemplan al escribir sus ficciones, sus burbujas de palabras en las que "todo es un invento hasta el punto de que el autor puede desvanecer esas historias, sacar el alfiler y hacerles plop", página 143. A este talante paródico de El juego del alfiler se une el fino humor de su discreta pero incisiva sátira social, y el resultado es un sugestivo relato en el que el compromiso lleva el disfraz de la farsa, menos untuoso y presuntuoso que sus artificiosas novelas La muerte de Alec (1995) o Memorias de un hombre feliz (1999), y en el que las virtudes del narrador colombiano lucen sin necesidad de citas ajenas, estampadas en el texto por esa pluma Mont Blanc que se hace notar en las páginas de la novela.
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