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Columna
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Milagro

No es bueno ni justo que los ciudadanos pierdan la cabeza, pero puestos a elegir siempre es mejor un acto de fe que una guillotina. La cabeza se puede perder de muchas maneras. Los verdugos, maestros en cumplir leyes de doble filo, aprenden el arte del corte limpio, se acostumbran a tratar los cuellos como si fuesen tripas de chorizo, y colocan las cabezas en unas cestitas primorosas para que la Historia no deje de merendar, de saciar su apetito de miedos, rencores y venganzas. Los magos utilizan un serrucho menos sangriento, separan en el escenario la cabeza del cuerpo, se la llevan a dar una vuelta por el patio de butacas, salen incluso a dar un paseo por la ciudad y luego vuelven a la sala de fiestas o al teatro para que la víctima recupere su unidad original y siga viviendo, gracias al pacto secreto que los ojos tienen firmado con el hígado, la boca con los pulmones y el cerebro con los bajos fondos. Los gobernantes españoles, que son un puchero con su poquito de verdugo y su poquito de mago, nos hacen perder la cabeza a golpe de declaraciones oficiales. Hay tanta distancia entre la realidad y la interpretación de los hechos que los políticos se han convertido en malabaristas de la palabra y la tergiversación, como esos luchadores orientales que bailan las espadas en el aire para dejar a sus enemigos boquiabiertos. Los ciudadanos boquiabiertos son carne de cañón, candidatos a perder la cabeza, gente que no sabe dónde vive, que ni siquiera sabe lo que pensar. Por eso, por salud mental, debemos valorar en serio la importancia del milagro y la magnitud del hecho religioso.

La Ministra de Educación y Cultura es una incomprendida. Al sacar la religión de las conciencias privadas para imponerla en los planes de estudio, no ha querido volver a la prehistoria de los estados confesionales. Ella no es una fundamentalista que confunda el Corán o la Biblia con la Constitución. No, sólo se limita a trabajar de psicóloga en busca de una salida tradicional que permita a los ciudadanos perplejos conectar de nuevo con la realidad. Y es cierto, queridísimos hermanos, que aquí nadie puede entender lo que pasa sin la vieja ayuda de las revelaciones divinas, los milagros y las sagradas picardías del Espíritu Santo. Las versiones oficiales de la política española tienen poco que ver con las humanidades, las matemáticas, la química o la ley de la gravedad. Dos y dos no son cuatro y las cosas nunca caen por su propio peso. Todo se comprende mucho mejor si nos acogemos a la multiplicación de los panes y los peces, a la maldad intrínseca de Judas, a la experiencia de hombres que pueden andar sobre las aguas, a la pureza de mujeres que se quedan embarazadas sin trato con varón, al dogma de las verdades infalibles, que son las ayudantes más fieles de los magos. Cuando la realidad le corta la cabeza a las verdades infalibles, los magos se la vuelven a recomponer ante el aplauso asombrado del público. Como el Papa de Roma, el político español nunca se equivoca, está incluso capacitado para que el sol salga de noche y la luna de día. La Ministra de Educación y Cultura ha comprendido la utilidad psíquica de los milagros. Por eso quiere enseñarle a nuestros hijos que el futuro es un acto de fe.

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