Decimonónicos
Se sienten optimistas, y razones no les faltan para ello. Si hace tres o cuatro meses, su horizonte político-electoral resultaba de lo más sombrío y el empecinamiento del piloto parecía conducir la nave del Partido Popular derecha hacia las rocas, hoy luce el sol, la mar está mansa y el viento -impulsado por la gran borrasca marxista-ladrillista en la Comunidad de Madrid- les hincha las velas rumbo a las generales de marzo de 2004. En Cataluña, donde en marzo-abril pasados se les hubiera dado por marginales y casi clandestinos, los resultados municipales del 25 de mayo supusieron, con su modesta alza, una fuerte inyección de moral. Es en este marco de euforia doble aunque dispar que el aún ministro Josep Piqué i Camps ha decidido por fin lanzarse a la piscina y formalizar -siquiera sea mediáticamente- su condición de candidato por el PP a la Generalitat para el próximo otoño. Lo hizo con cierta solemnidad a través de una conferencia pronunciada en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona el pasado día 2.
Hay que decir de entrada que, para preparar tal evento, el señor Piqué no se torturó demasiado las neuronas, pues la alocución de marras fue un refrito entre las ideas del "patriotismo constitucional" con que el propio Piqué había enriquecido en enero de 2002 el XIV Congreso del PP español, y los discursos que él mismo pronunció -hay párrafos copiados textualmente- durante el X Congreso del PP de Cataluña, el pasado mes de octubre. Autoplagios aparte, quizá lo más novedoso de la comparecencia fuese la forzada apropiación póstuma de la Unión de Centro Democrático (UCD) -forzada, y risible si buscásemos en las hemerotecas lo que Fraga y adláteres decían de UCD entre 1977 y 1982- y lo más problemático esa tenaz reivindicación del espacio centrista: problemático, porque para estar en el centro es preciso tener a alguien a la derecha y ¿quién está, en Cataluña, a la derecha del PP?
Pero no nos andemos por las ramas y examinemos de frente la propuesta política con la que Piqué salta a la palestra. Para empezar, el ministro de Ciencia y Tecnología se embutió en la vieja levita del doctor Pangloss: los catalanes "hemos alcanzado la normalidad. Hoy somos un país normal", "nuestros derechos como pueblo están reconocidos", "tenemos un grado de autogobierno como nunca" y un sistema de financiación muy satisfactorio, "somos un pueblo libre, dinámico, integrador, abierto y próspero", "el país va bien". No sólo eso: "la España de hoy es un país moderno, libre, con peso en el concierto internacional y con capacidad de generar riqueza", "tenemos la España moderna y plural que queríamos", la "España que deja de ser un problema y es una gran oportunidad". Todavía más: "hemos vivido el mayor proceso de descentralización de toda Europa y probablemente de todo el mundo", "el Gobierno de España invierte en Cataluña como nunca se había hecho", "con el Gobierno del PP las inversiones en Cataluña han crecido hasta récords históricos".
Una vez sentada la doctrina de que todo va bien en el mejor de los mundos posibles, el conferenciante Piqué extrajo de ella el corolario lógico: hay que enterrar los "agravios del pasado" y dejar de recrearse en la historia, hay que desechar las "quimeras", las "aventuras inútiles" y las "reclamaciones emocionales", es preciso olvidarse de nuevos marcos institucionales o reformas del Estatut; nada de plantear "retos abstractos" o denunciar déficit de poder político o económico, retos y denuncias que sólo crean frustración. Por el contrario, el PPC se propone atender a "las políticas concretas", a "las realidades reales", a esas tópicas cuestiones-que-preocupan-a-los-ciudadanos: estabilidad presupuestaria, reducción de impuestos, fomento de la cultura empresarial, infraestructuras, investigación e innovación, pensiones, sociedad de la información...; o sea, una versión high tech de los clásicos garbanzos de Fraga.
Bien, se trata de un proyecto plausible. Frío, metálico, tecnocrático, gerencial, carente de alma, derechista en su supuesta falta de ideología, pero plausible. Ajeno a cualquier tradición del catalanismo político, incluso a la más hipocalórica, pero plausible. Sin embargo, el modelo que Piqué plantea, su oferta a la sociedad catalana adolece de un pequeño defecto, de cierta contradicción. Si ante la vertiginosa evolución del mundo, ante la globalización, la revolución tecnológica, los cambios estratégicos y la moneda única, si frente a tan grandes mutaciones reclamar otro Estatut es estar anclado 30 años atrás, y hablar de "soberanías nacionales" supone retrotraerse al XIX -"cuando se creaban en Europa los Estados-nación", aclaró el ministro-, y cualquier debate de naturaleza lingüística, identitaria o simbólica resulta un anacronismo, y hay que echar al basurero de una vez "nacionalismos o socialismos decimonónicos", en ese caso, ¿podría el señor Piqué explicarnos qué calificativo le merece el haber plantado en el corazón de Madrid una bandera estatal-nacional de dimensiones descomunales, y otra en el peñasco de Perejil como si nos fuese en ello el porvenir colectivo? ¿Y la tesis -sostenida aún por el presidente Aznar en el último debate de política general- de que el conocimiento del castellano se halla amenazado en Cataluña, con los consiguientes decretos para acrecentar su enseñanza en detrimento del catalán? ¿Y la idea -novedad de esta misma semana- de que el Gobierno central promueva una "ley de cohesión educativa" para imponer y unificar en todas las autonomías la enseñanza de lo que es España y sus señas de identidad?
¡Lo que es España! Dígame, ministro, en confianza, ¿no le parece que todas estas iniciativas y conductas chocan con su discurso como un adoquín en una cristalera? ¿O acaso eso de ser "decimonónico" es algo que va por barrios?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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