Drama en los Alpes
Beloki sufre una grave caída bajando un puerto de tercera, se rompe la cadera y debe abandonar
Todo transcurría alegre como una jota, como la música rítmica y acelerada que uno podía adivinar siguiendo la cadencia saltarina y brillante de las pedaladas de Iban Mayo, Haimar Zubeldia y Joseba Beloki. Era la música que invadía al pequeño grupo, a la poco más de media docena de corredores -Armstrong, Beloki, Zubeldia, Mayo, Hamilton, Ullrich, Mancebo, Basso-, a los mismos que el Alpe d'Huez había elegido el día anterior como los más fuertes del Tour del Centenario, que perseguían al noveno, al irredento kazajo, al impávido Vinokurov. El sol hacía daño a la vista. Se reflejaba en las rocas blancas de la cuneta. Derretía la brea, el alquitrán que bacheaba de urgencia una carretera secundaria y estrecha, poco transitada, el descenso de un puerto mínimo y peligroso. Un tercera sobre Gap, paralelo al histórico Bayard, con el poco pretencioso nombre de cuesta de la Rochette, apenas 1.120 metros de altura al sur de los Alpes.
Era una etapa fabulosa, fantástica. Armstrong estaba bravo. Solo. Sin equipo. Se batía. Medio equipo lo había dejado en el Izoard, en el puerto histórico que se descendió por la casse deserte, la zona polvorienta y blanca por la que, como dijo Bobet, los campeones siempre pasan solos. No tuvo tiempo el pelotón ni de entrever la lápida en homenaje a Coppi y a Bobet. Bajaban lanzados, a la caza. El ONCE-Eroski, que pensaba a lo grande, había lanzado por delante a su alemán Jacksche, al décimo de la general, a un hombre al que el US Postal no podía permitirse dejar coger tiempo y tiempo. Del otro medio se había encargado Beloki, el hombre que estaba convencido de que Armstrong se iba a quedar en cuatro Tours y que iba a ser él precisamente quien le frenara, el hombre que había abierto la víspera la caja de las esperanzas de todos los rivales.
Lo había hecho en la cuesta de San Apolinario, otro nombre ignoto, otro puerto emboscada que escondía, bajo su careta de puerto de segunda, 6,7 kilómetros al 7,4%, duro, sí, ma non tropo, una rampa infernal del 15%. Algunos corredores ya sabían de su existencia, a otros, los exploradores de los equipos, la avanzadilla de la carrera, les habían avisado. Cuidado, cuidado, puerto estrecho, puerto trampa, cuidado con el repecho, se repetían los mensajes en las emisoras de los equipos. Por allí pasaron los fugados, Jacksche, Casero, Parra -el hermano pequeño del gran Fabio- y Pellizotti. Millar pasó un poco más tarde. Todos se retorcían, contorsionistas, sobre su desarrollo más pequeño. Y aún les venía grande. Por allí pasó el pelotón selecto. Y allí se movió Beloki. Pero no en el repecho, precisamente, sino nada más coronarlo, en una zona menos inclinada, en el preciso momento en que todos estaban asfixiados y abrían grande la boca para respirar un poco. Beloki los cazó a media respiración. Y como si fuera Alpe d'Huez la víspera y no la humilde cuesta de San Apolinario, a la espalda de Beloki se creó el vacío, un vacío relativo, claro, prestamente rellenado por la imponente presencia amarilla de Armstrong, y por sus sombras naranjas -Mayo y Zubeldia-, y luego Hamilton, Ullrich y Vinokurov, y más tarde Mancebo y Basso. Fue un ensayo. El grupo grande se rehizo en el descenso, Armstrong volvió a tener a sus tres españoles -Heras, Beltrán y Rubiera- a su lado. Y llegaron a la cuesta de la Rochette. Y Vinokurov, que atacó el sábado, solo contra el viento de la Ramaz, y que atacó el domingo en Alpe d'Huez, volvió a atacar a Armstrong. Le hizo daño. Heras se apartó y fue el líder en persona quien se puso de pie sobre los pedales para conducir la captura. Por la cima del puerto, a ocho kilómetros de la meta, pasó el kazajo con 15s sobre el grupo de Armstrong. Y allí, en el descenso, Beloki, que veía el peligro real del líder del Telekom, empezó a colaborar con el enemigo norteamericano. Y le guiaba en el descenso, peligroso, por la carretera líquida, por las curvas imposibles.
Beloki frenó en una curva y la rueda trasera empezó a patinar sobre el alquitrán. El ciclista intentó controlar, evitar la inevitable caída, pero el tubular se despegó de la llanta. Cayó con todo su peso sobre el asfalto. Y el día de gloria se convirtió, en un segundo mal contado, en el día trágico. El fatalismo, la memoria de Ocaña, destrozado en los Pirineos, su maillot amarillo teñido de sangre, invadió de nuevo un Tour que quería ser, que podía ser, el Tour del cambio, el del final del imperio Armstrong. "Armstrong ha perdido a su enemigo más peligroso", dijo, solemne, Joan Bruyneel, el director del norteamericano. "Pero lo ha perdido de una forma que no se la deseo ni a mi peor enemigo".
Vinokurov ganó la etapa con 36 segundos de ventaja después de que Armstrong, que se libró de milagro de tropezar con la bicicleta y el cuerpo de Beloki, atajara por un prado y se negara a ir lento para esperar una posible reincorporación del vasco. Armstrong sprintó por la bonificación, pero Mayo, alegre, cuerpo de jota, fue más rápido. Armstrong ha perdido al rival de referencia, pero no al único que le puede hacer la vida imposible.
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