Tremendos pianistas
Quizá fuera por pura casualidad, pero la cuarta jornada del festival donostiarra estuvo monopolizada por tres tremendos pianistas, seres privilegiados que dieron la sensación de tener seis dedos en cada mano o dos cerebros firmemente soldados dentro del cráneo.
Se diría que Brad Mehldau posee ambas mutaciones. Tocó en una banqueta baja y con la espalda torsionada, pecados mortales para cualquier pianista académico, pero consiguió extraer del piano una sonoridad elevada y recta como un chopo. Una diáfana maraña de ideas encadenadas dentro de una mente acostumbrada a tomar decisiones urgentes le llevó a espacios insospechados. Así sucedió, por ejemplo, en Get Happy, estándar de melodía cándida y armonías sencillas, que fue sometido a revolcones atonales, cambios de dirección súbitos y otras diabluras. Mehldau entró y salió de los acordes de la pieza con la confianza de quien acostumbra a probar todas las opciones posibles.
Menos afortunada resultó su versión del bolero Tres palabras, cuya atmósfera casi elegiaca se fue disipando por culpa de una intelectualidad excesiva. Fue el único traspiés de un concierto impecable que el estadounidense inició con una pequeña porción de su nueva música para después abordar temas de Toninho Horta (Vivir de amor) y Thelonious Monk (Skippy). Los desarrollos largos provocaron que sólo le cupieran otras dos piezas, el clásico Someone to watch over me, atacada con el pulso expresivo justo, y River Man, la preciosa canción de Nick Drake que Mehldau conserva en su repertorio.
Diez dedos de más
A Bebo Valdés le sobran los diez dedos de toda la vida para crear en un instante todo un universo, con su cielo, tierra, mar y, en especial, emociones profundas. Esta vez, su compañero era el cantaor Diego el Cigala, camaronero confeso y convencido que defendió con admirable decisión el temario del disco Lágrimas negras. Éste y otros boleros de alcurnia (Corazón loco, Inolvidable o Se me olvidó que te olvidé) resistieron en directo la audacia de poner acento flamenco en creaciones ajenas a este género hasta hace poco hermético y exclusivista. Bebo, muy atento a las partituras, subrayó las letras como un maestro comprensivo que sólo quiere inculcar lo esencial.
El recogimiento se convirtió después en sobrecogimiento por el volumen atroz que la renacida banda Irakere, dirigida por Chucho Valdés, impuso en su bullicioso concierto. Metales taladrantes, percusión frondosa y un deseo casi descarado de ganarse al público marcaron la actuación de esta banda histórica que ahora incluye incluso componentes adolescentes.
Dentro de lo vistoso cabe encuadrar el duelo de sobreagudos que mantuvieron los trompetistas, y al filo de lo simplemente exhibicionista se pueden situar las variaciones de un son en do mayor que Chucho despachó con suficiencia irritante. Como fin de fiesta, restaba el lógico encuentro entre padre e hijo. El dúo les salió algo desajustado, pero la ocasión era única y los fotógrafos pugnaron como leones por inmortalizarla.
Babelia
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