El mercadillo de Sant Adrià de Besòs
¡A cinco euros la bermuda! ¡Qué regalo! ¡Qué locura!". El mercadillo de Sant Adrià de Besòs se monta, y luego se desmonta, las mañanas de los martes; bueno, si el martes cae en festivo se celebra en la víspera. Le llaman también "los encantes", y la verdad es que tiene su encanto, como lo tiene casi todo lo que hace la gente... cuando está de buenas. En verano, con el sol todavía templado, las bandadas de vencejos vuelan en círculos sobre los encanteros, que están instalando los puestecitos, y llenan el aire con su griterío como niños que salen al patio. Pero rápidamente los pájaros se apartan y se van a lo suyo. Entonces las marías se arremolinan junto a los retales y los maríos se pasean con sombreritos de paja o con una ramita de romero asomando por el bolsillo de la camisa.
Empieza todo el mundo a buscarse la vida. En un puesto de animales, que vende periquitos y conejos, y comida para hurones y chinchillas, una mujer pide algo que vaya bien para el canto del pájaro. "¿El grande o el pequeño?". "El pequeño. Es un canario". Al lado, hay sartenes, coladores, cucharas de madera, azafrán, pimentón, hierbaluisa y remedios para "la incontinencia de la orina" y "la faringitis". Bajo el toldo de hormigón de la autopista A-19, se multiplican las sombrillas de colores y los pequeños toldos de los puestos. La gente parece que sigue andando y, de repente, se detiene en seco porque algo le ha llamado la atención; a veces, el que va detrás se le echa encima sin esperárselo. Resuenan a lo largo y ancho del mercadillo el eco de un alboroto permanente y algunos silbidos solitarios, que a menudo tienen un significado secreto. Hay un señor que ofrece mojama de extranjis. La lleva en un carrito de la compra. La policía municipal le observa con expresión de aquí estamos y nos quedaremos hasta que te vayas. Las carteristas deambulan a sus espaldas con una mano cubierta por alguna prenda. En una furgoneta de bocadillos se ofrecen "pinchos morunos con alioli". Un tenderete de casetes y compactos anuncia el último disco de La Pelúa, y el nuevo éxito del Capullo de Cádiz, al lado del Caribe Mix. Pasa una gitana, con moño y delantal, empujando un coche de bebé repleto de macetas de albahaca, y va dejando a su paso un rastro de verde olor. Otra vende ajos y limones a la vez que amamanta a su hijo. Las paquistaníes, con su pendiente en un lado de la nariz, le dan los buenos días al vendedor antes de preguntar el precio. Dos comerciantes, acaso madre e hija, aprovechan que la venta ha aflojado para comerse el bocadillo mientras contemplan al personal sentadas en sus sillas plegables. "¿Quiere decir que los pantalones no le quedan cortos?". "Señora, ¡que son piratas!".
En los encantes, la gente se prueba la ropa sobre la que lleva puesta y apoya el pie en cajas de cartón cuando se prueba unos zapatos. Junto a la churrería ambulante, una joven magrebí se abanica y con el aire tiembla el hijab que la cubre, y un jubilado con algodones en los oídos se zampa un cucurucho de porras. La mujer del puesto de lencería aconseja a una muchacha: "Mira, chochete, éste es picarón". Tras ella, ha colgado unas bragas que tienen estampados dos enormes ojos de búho. En otras, aparece escrita la palabra love. Más allá del mercadillo, los taiwaneses venden bolsos y pañuelos confeccionados en talleres clandestinos. A lo lejos, aún se oye el "a tres, a tres, a tres euros..." de algún comerciante. Una vez que se han ido los encantes llegan los recogedores de cartones. Uno que lleva una gorra con propaganda de una casa de pinturas, y medio puro en la boca, intenta atar unas cajas con un cordel, pero se le ha quedado corto, y murmura: "Cuando algo está mal es que está mal".
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