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La ciudad de México está a dos horas quince minutos de vuelo de La Habana y, durante medio siglo, de su aeropuerto han salido hacia la isla más aviones que de ninguna otra parte. Viajar a Miami desde Cuba siempre fue una empresa heroica. Ir a la densa terminal de México es, en cambio, una rutina.
A diferencia de Miami, donde los exiliados evitan todo contacto con los poquísimos viajeros leales a Fidel Castro, en los cafés y restaurantes mexicanos se oye a unos y otros discutir, con un lenguaje casi cortés, sobre lo que podría suceder en Cuba cuando muera Castro, si acaso no se cumple la profecía de Carlos Fuentes en su novela La silla del águila, que describe al viejo dictador en el año 2020 gobernando todavía la isla con puño de hierro.
A fines de julio, cuando pasé por México, aún se hablaba sobre los argumentos que Fidel dio en Santiago de Cuba para romper lanzas con la Unión Europea -uno de sus últimos aliados- durante el discurso con que celebró el cincuentenario del asalto al cuartel Moncada, su primer acto político. También estaban abiertas las heridas por las prisiones y fusilamientos ordenados en abril, cuando Castro denunció una conspiración norteamericana contra Cuba, en plena erupción de la guerra contra Irak.
En los días de México tuve ocasión de hablar con emisarios de Osvaldo Payá, tal vez el más conocido de los disidentes internos contra el régimen; con figuras políticas cubanas y mexicanas próximas a Castro y fervientes defensoras de su política, y con gente que tenía información confiable sobre los procesos secretos de abril, que duraron cuatro días.
Como se sabe, esos procesos decidieron la condena a prisión de veintisiete conspiradores -entre ellos un economista y un escritor- por "colaborar con diplomáticos norteamericanos", así como el fusilamiento de tres hombres que secuestraron un ferry de pasajeros a punta de cuchillo y trataron de llevarlo hacia Florida, con la mala suerte de que el ferry se quedó sin nafta a 45 kilómetros de La Habana y fue recuperado por los guardacostas.
De esas conversaciones fui testigo en reuniones privadas y en al menos dos larguísimos almuerzos. En todos ellos se habló con libertad, porque eran encuentros de amigos. Por razones éticas elementales no puedo dar nombres propios, aunque sería imperdonable no recordar algunas de las ideas que circularon.
Los adictos a Fidel suponen -y algunos de ellos dicen estar seguros- que, a la muerte del dictador, el poder estará sólo por unos pocos días en manos del heredero designado, Raúl Castro. Casi de inmediato lo asumirán algunos cuadros de jóvenes militantes que pondrían en marcha un lento proceso de democratización y se asegurarían, a la vez, de que el Gobierno no sea asaltado por opositores enviados desde Miami.
"Los cubanos están preparados para que algo así suceda", me dijo una de las personas que acompañaron a Fidel en su viaje a Buenos Aires el 25 de mayo, "y opondrían una resistencia feroz, que dejaría miles de muertos de los dos lados. No queremos una carnicería como ésa, que podría durar años, igual que en Vietnam".
Los funcionarios del régimen con los que hablé aseguran que los fusilamientos y las cárceles ordenados en abril fueron órdenes duras pero necesarias, destinadas a prevenir males mayores.
"Se preparaba una oleada de secuestros de barcos y aviones", me dijeron. "La contrarrevolución se organizaba en la oficina del encargado de negocios de Estados Unidos. Había que detener todo eso con una medida drástica".
Como siempre sucede, me enumeraron los formidables progresos en la educación, la salud y la vivienda. También Castro aludió a ellos en su discurso de Santiago de Cuba, ante una multitud de medio millar de personas, entre las que había un invitado especial, Elián González, el niño náufrago rescatado a fines de noviembre de 1999 en la costa de Fort Lauderdale, ahora convertido en uno de los símbolos victoriosos de los ideales comunistas, con su camisa roja y su banderita cubana en la mano.
Otro argumento frecuente de los adictos a Fidel es que, mientras el mundo recrimina los fusilamientos de La Habana, olvida que sólo en 1997 el gobernador George W. Bush aprobó la inyección letal de 37 condenados, dos de los cuales eran inocentes y otros dos disminuidos mentales.
A su vez, los opositores de Castro esgrimen un inventario de agravios aluvional y conocido: la anulación de las libertades individuales, la opresión interminable, la ausencia de democracia, la ya larga violación de los derechos humanos, que incluye torturas, trabajos forzados por delitos de pensamiento, persecución a opositores y homosexuales.
Menos repetido me pareció el argumento de un diplomático mexicano, que ve el bloqueo de Estados Unidos como un arma eficacísima no a favor de la democracia, sino de la continuidad del régimen.
Según él, cada vez que el bloqueo tiende a atenuarse o que surgen en la comunidad internacional voces de condena contra la ley Helms-Burton -una disposición aberrante que controla los viajes a la isla, los envíos de dinero y que permite a la justicia norteamericana dictar sentencia sobre propiedades que están en Cuba-, Fidel Castro se las arregla para patear el tablero y suscitar declaraciones hostiles de la comunidad internacional.
Con esos argumentos, explicó el diplomático, logra convencer a los cubanos de que la isla está acosada por enemigos serviles a los dictámenes de Estados Unidos y que la primera potencia mundial está a punto de atacar otra vez.
Nada ha sido tan útil para la supervivencia del régimen de Castro como los cuarenta años de bloqueo norteamericano. Sin bloqueo, añadió, quizá el dictador habría caído hace ya tiempo.
El dictador acaba de cumplir los 78 años sin dar señal alguna de enfermedad o fatiga.
Nadie sabe a qué abismos se abrirá Cuba el día en que muera. Pero, por ahora, no parece tener la menor intención de que eso pase.
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